Carta a una fotografía

C

Con la amenaza de la tercera década en el calendario pienso más seguido en la muerte. Tu enfermedad me aterroriza y siempre espero que exageradamente. Aunque tu dolor no es el mío, ya no. Pero aún somos jóvenes, dicen los octogenarios, y hoy te recuerdo como lo que siempre fuiste, alguien quien de tanta inmensidad mis ojos nunca pudieron contemplar del todo. Pero como con tu enfermedad, seguro exagero. Si algo he aprendido en estas tres décadas más que suficientes, es que nadie es inmenso, pero en la virtualidad y en contra de lo empírico, te imagino así. 

Teníamos catorce años. Te encontré revisando los nombres de la lista de tercero de liceo, y nos presentamos. Yo con mi inseparable amigo y vos con tu inseparable amiga. Necesitábamos ir siempre de a par, en eso nos parecíamos. Tal vez eso hizo encontrarnos luego, ya cansados y con solo dos décadas. Tenías el pelo atado hacia atrás, un collar de Nacional y una sonrisa inadjetivable. Hacerlo sería criminal. Tu color era más oscuro porque era verano. Supongo que habías viajado con tu familia a Parque del Plata. Se necesita confianza para relatar una historia al conocer a alguien y vos me contaste la historia de tu nombre, con orgullo y porque es hermoso, como la canción de Alfredo, y triste, bien triste, tristísimo. Como siempre, tu grandeza era tanta que solo podía atragantarme con las palabras, sonreír nervioso, y enamorarme como cuando un niño se enamora de una idea. Fuiste un imposible desde el minuto cero. 

Pero fue en una tarde de otoño, quiero creer, cuando fui a tu casa, cuando supe que mi amor estaba destinado a sufrir y a nunca ser correspondido. Dejamos nuestras bicicletas y saliste a recibirnos, llevabas el pelo suelto, y esa sonrisa que todavía no se cómo describir. Supe en ese instante que tenía que acostumbrarme al dolor de tenerte cerca y lejos. El error fue encontrarnos más tarde, cansados y con dos décadas, tal vez. Me imagino pensándote solo en esos años toda mi vida. Una vida triste, pero más… algo. 

Supongo que yo era demasiado pequeño, demasiado torpe, pero lo bastante centrado como para no ilusionarme demasiado, tan así que en la noche, en esa fiesta de quince años que te vi besar a otro, siempre a otro, solo pude maldecir entre dientes y aceptar ese destino que se me revelaba: ella no, es imposible. Entonces, a duras penas, me distraje. Me cambié de lugar, pura supervivencia. Y fuiste mi amiga, lo que debía ser, nada más. Y lo acepté. Pasaron años y me enamoré, creo, de otros imposibles, haciendo eco al primero, como ese trauma freudiano, yendo de acá para allá sin mucha idea de qué camino era el más adecuado.

Pero son crueles y graciosos los lugares pequeños que poco a poco, por coincidencia o buena suerte, nos fuimos encontrando ya más grandes, vos más sabia y yo más inseguro. Pero dejé que me guiaras. Hice el primer salto de fe en mi vida y el resto es historia. Ya pasaron quince años desde esa tarde que te vi por primera vez. Y sigo, quince años después, sin saber cómo describir tu sonrisa. Supongo que es la sonrisa de quien sabe amar. Espero que no pasen quince años más para que finalmente pueda merecer tu sonrisa cuando me veas de nuevo.

J’ai una foto tuya, y dos cartas, no las leo, tampoco tengo esa foto a la vista, sería demasiado raro, pero tampoco las quemo, ni las tiro, para cortar esa tradición legada por mi abuela. No te escribo para pedirte permiso, ni aunque me dijeras “podés tirarlas, o mandame la foto” nada de eso serviría, porque ya sabés que me invento mundos en los que yo hago dialogar a todos y vos no sos la excepción. Pero busqué la foto. Sabía que estaba en un libro pero me había olvidado en cual. Era el libro “Fragmentos de un discurso amoroso” de Roland Barthes, en el capítulo “Lettre d’amour”. Se ve que nunca dejé de ser un romántico de libro del mil ochocientos, dispuestos a morir por un amor virtual y nunca uno real. Entonces ahí la guardé, hace un año, o más. Fue la primera vez en dos años que vi tu cara, de ojos cerrados, parecés dormir. Supongo que la foto te pertenece, y aunque me la pidieras, guardo en mi el derecho del imbécil y me la quedaré.

Mi vida sigue casi, casi, casi igual que cuando me viste por Odeón derrumbado. Sigo estudiando esa merde, viviendo en este ciudad de ratas y escribiendo de vez en cuando, sólo que ahora no me guardo las palabras. Escribí una novela. Es muy mala, pero la intención estuvo. Es demasiado autorreferencial, casi una autobiografía un intento estéril y poco práctico de soliviantar el exilio. Te interesaría, solo porque sos buena lectora y curiosa como los científicos, pero no creo que la disfrutes, porque en calidad, no lo es tanto como en pasión. Te nombro, tenías que estar. Cambié tu nombre por “Soledad”. Nunca supe el porqué de ese cambio, pero ahora, mientras te escribo, creo que es por la sensación que conjuré entre los dos, la forzada soledad que nos hice pasar y que me hice pasar tantos años. Vos sos ahora, lamentablemente, la prueba de que la soledad se busca y se encuentra. La soledad es un final, un telos, una única vida para el cobarde, y a veces tengo miedo de que esa soledad me termine de tragar. Tal vez sea esta la razón por la cual te escribo: cobardía

Ayer vi a una rata desde mi ventana, en plena tarde. Estaba tomando sol en el parque. Me dije que el mundo estaba en orden, que cada uno estaba donde se merecía estar (yo encerrado y ella feliz, tomando sol). Pensé que el humano odia la libertad, el pasto, los rayos de sol en el rostro, pero enseguida me di cuenta de mi engaño: soy yo el que odia todo eso, el que aprendió a odiarlo so pena de una falsa seguridad. Pero me cansé (quiero cansarme). Uruguay cada vez me parece más lejano.

Capaz te molesto, te pido perdón, pero si llegaste hasta acá no estarás tan molesta. Yo sigo pensando en vos, no siempre, por suerte. Cada vez menos, pero no con menos intensidad. No quiero escribir lo que te deseo, porque es verdad y mentira al mismo tiempo, no hay verdades en una carta, solo pantomima, supongo. Así que me ahorro la pavada. Te escribo porque te extrañé al ver la foto. Fue un día en que estuviste presente desde la comida (hice las hamburguesas vegetarianas de porotos rojos) hasta en la música. No porque quisiera, sino por coincidencia, pero una coincidencia que solo es posible por tu existencia.

Esta ciudad me succiona como lo hacía Durazno. Creo que no soy de los que viajan. Me engañé varios años. Soy un tipo que hace nido. Pero no me molesta, me estoy conociendo. También me acordé de tu padre hace unos meses leyendo a Cioran. El dice que el vino ha hecho más por acercar los hombres a Dios que la teología. Me reí bastante, y recordé no sin tristeza el pasado, de toda la gente que juzgué sin conocerlos, como tu padre o mi abuelo paterno (y hasta mi padre), y a vos.

Nunca es tarde para reconocer el ingenuo que uno tiene adentro.  

Me ahorro los “espero que…”.

Hasta siempre.

Más de...

Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

Un comentario

Lo nuevo

Mantené el contacto

Sin vos, la maquina no tiene sentido. Formá parte de nuestra comunidad sumándote en los siguientes canales.