Una deuda difícil

U

La primera piña fue de lleno a la boca del estómago y lo dejó sin aire. La segunda fue a parar en las últimas costillas por el lado izquierdo. La primera sorprendió; la segunda dolió. Y entre el asombro y el suplicio el golpeado, un treintañero pinta de menor de edad, cayó sentado contra la pared. El urso que le pegó estaba parado a su lado. Detrás de la mole de carne, un petiso de metro cincuenta que miraba la escena con los brazos cruzados, le habló al caído.

—Vos sabés que la plata se la tenés que devolver al Gordo Pedrucci, no? ¿Te queda claro?

El tipo, aún en el suelo, se acarició las costillas para controlar si estaban rotas o era únicamente dolor. Boqueaba con los ojos bien abiertos, utilizando hasta los lagrimales de los globos oculares para que ingresara más aire a sus pulmones. Asintió como pudo. 

—¡Carucha…! No da para que te desfiguremos esa carita. Pero bueno… No te hagas más el vivo. 

—La plata la tenés antes de fin de mes.

—Bueno, si vos decís… ¿No, Coquito?

El urso habló con una voz aflautada, que parecía salir de un personaje de dibujito animado de Hanna-Barbera. Al caído le resultó muy graciosa y no pudo contener la risa. El mastodonte le tiró una patada que frenó a pocos centímetros de las costillas castigadas. Los reflejos del herido, todavía activos, lo retorcieron en una mueca defensiva. 

—Te reís de mi voz pero te cagaste con mi piecito.

—Dejalo, Coquito. Ya lo vas a volver a ver en veintitres días.

II

—En la puerta hay un hombre que dice que quiere hablar con usted. Quiere hacerle una propuesta de negocios. 

Rodolfo Derr suspiró. Se tiró para atrás en su silla y cerró sus ojos. Era cerca de la trigésima persona en el mes que quería hacerle una propuesta. Pero ninguna de ellas tenía mucha posibilidad de concreción. Derr no estaba para pérdidas de tiempo y mucho menos, para quedar expuesto por tonterias. Detrás de su fachada de próspero hombre rural, había toda una organización delictiva a su cargo. Se especializaban en el contrabando de drogas, con un volumen de negocios que competía con varias de las multinacionales más prestigiosas. 

En el mundo delictivo, Rodolfo Derr era considerado el dueño y señor de todo y todos. Su poder era tan intocable que no había forma de medirlo. Los políticos lo cuidaban, los jueces lo esquivaban y los medios, las pocas veces que aparecía en público, hablaban maravillas sobre su altruismo. Tener problemas con él era una sentencia de muerte. Solo los suicidas o los muy audaces pretendían acercársele. En ambos casos, personas con una fuerte vocación para estar cerca de la muerte. Más en concreto, de la muerte propia.

Derr, en persona era mucho más hosco que lo que la gente se imaginaba. No le gustaban las vueltas innecesarias para tratar de endulzar su carácter. Cuando pasó el visitante, lo hizo sentarse en un sofá al costado de la mesa principal. Mientras tanto siguió tecleando en su computadora hasta que la cerró de un golpe. El recién llegado tenía la atención del traficante agroexportador.

—Vamos a hacerla corta, porque no tengo mucho tiempo. Vaya a la cuestión sin vueltas, por favor. 

Debajo del traje de corte barato y la colonia de imitación, el joven transpiraba y comenzaba a ponerse nervioso. Derr puso una cara de fastidio que incomodaba hasta al más experto negociador. 

—Mire. Encontré una fórmula para robar un banco sin ser descubierto jamás. Se realiza mediante alteraciones menores en las transacciones de un banco. En concreto, la idea es hackear transacciones de la banca electrónica del InterBank. El monto es tan bajo que los sistemas de seguridad bancarios no logran detectar el robo. 

—¿Y por qué me lo cuenta a mí? — dijo el traficante, con notoria molestia.

—Porque necesito un capital inicial muy alto para mí. Solo un hombre como usted me puede ayudar. 

—No. Váyase. 

El dueño de casa se paró terminando la reunión de golpe. El joven también se paró pero volvió a hablar. 

—Sr. Derr, yo sé que usted está ocupado, pero yo soy de los que está de su lado. Tenemos un amigo en común: Elías Parisi. 

El nombre cayó con la fuerza de un salvoconducto. Era un amigo de la infancia de Derr. Elías era cinco años mayor y ya tenía una fama hecha en la noche. Desde el día que Elías había sido encerrado por matar de un hachazo a un patovica que se hacía el vivo, Derr nunca más había vuelto a oir el nombre de su amigo.

—¿Cómo está Elías? ¿Tenés contacto con él?

—Si, claro. Es el que me mandó a hablar con usted. 

Esto último le pegó una patada a sus recuerdos y a su culpa. Evidentemente Elías siguió su carrera sin pedirle nada, mientras que él creció bajo la sombra de la leyenda de su amigo preso. Más que sentarse, Derr se desplomó en la silla giratoria de cuero. Los ojos del traficante buscaban respuestas en los ojos del muchacho. 

—¿Cómo me dijiste que te llamabas? —su interlocutor había entendido la pregunta como una invitación para continuar la reunión y se sentó tímidamente. 

—Nelson Ramírez. Soy su sobrino. 

—Y entonces… Venías a plantearme lo del hackeo a los bancos. 

—¡Si! —retomó entusiasta el joven —. El tema es que en algunos sistemas no se puede procesar cifras tan chicas y eso se puede perder con facilidad. En una cuenta no es nada. Incluso en miles. Pero en unos cientos de miles de transacciones por día comienza a hacerse una buena suma. Imagínese que según mis cálculos, se puede conseguir un millón de dólares en dos semanas. ¡Únicamente en quince días!

La propuesta comenzaba a hacerse patente en la mente del empresario. La cuenta era una simple regla de tres: para poder hacer un millón de dólares, sacando 0.01 dólares por cada transacción, se necesitaban 100.000.000 de movimientos distintos. Ahora todo es por banca online, así que era viable. Pero para poder comenzar, el joven necesitaba ciento cincuenta mil dólares para tener una cuenta bancaria desde donde comenzar el hackeo. Luego de darle todo el detalle técnico, Derr sentenció:

—Está muy bien. ¿Pero a qué te comprometés?

—Llego al millón de dólares y me planto. Las ganancias las repartimos 50 y 50. 

—Te doy dos semanas. Si la plata no aparece, te limpio. 

—Va a aparecer. 

—Tenés quince días. Y si no, ya sabés.

Al otro día, el joven fue a buscar un cheque valor 150.000 dólares, que salió corriendo a cambiar por efectivo. Al salir del banco, se llevó la plata en un bolso y la dejó en su casa. Y la plata no se movió de su cuarto.

III

—Volvió el sobrino de Parisi —dijo inexpresivamente un patovica a Derr.

—Hacelo entrar.

El traje barato se había convertido en un canguro negro, unos jeans desgastados y una mochila color rata. Mirando al piso, saludó a Derr y este, que tenía un instinto desarrollado para los males del mundo, entendió que algo fallaba. Los quince días se cumplirían en pocas horas. El traficante saludó con un: 

—¿Está todo bien?

—No. La verdad es que no. El sistema no funcionó. 

—¿Cómo que no funcionó?

—No. Tuve que salir urgente porque comenzaron a detectar mi actividad los sistemas de seguridad del banco. 

Derr le dio un martillazo a la mesa con su puño. Algunas cosas cayeron por la fuerza del impacto. 

—¡Te di 150.000 dólares, pendejo de mierda! ¡En tu puta vida vas a ver semejante cifra! ¿Encima de que me la hacés desaparecer venís muy suelto de cuerpo a decírmelo? ¡Te voy a matar!

El agroexportador sacó una nueve milímetros de abajo de su mesa de trabajo y le apuntó apenas por encima del ojo derecho. El muchacho se sentó aterrado. El traficante comenzó a gritarle, exigiendo explicaciones y la plata que le había prestado. El muchacho, haciendo pucheros como un niño chico, le señaló la mochila. Derr le sacó el caño de la cabeza pero le siguió apuntando. Sin hablar, le señaló la mochila.

—Yo me equivoqué, pero no perdí nada. Lo voy a devolver.

El muchacho, lentamente sacó un papel y se lo entregó al hombre que le apuntaba con el arma. El muchacho pidió disculpas sin dejar de sollozar. Le dijo que nunca quiso estafarlo y que, para no comprometerlo, prefirió sacar toda la plata antes de tiempo. El hombre se percató que en su mano tenía una letra de cambio emitida por el propio banco por valor de 150.000 dólares. 

Se quedó mirando muy serio el papel. Hasta que de golpe, mandó llamar a uno de sus empleados. Le dio la letra de cambio y le pidió que se lo llevaran urgente a comprobar si era verdadero. Mientras tanto, siguió apuntandole con el arma. Al cabo de tres minutos le respondieron que era auténtico. 

Derr se desplomó sobre su silla giratoria. Aún no lo podía creer. Era la primera persona que le devolvió la plata íntegra, en plazo y con una validez legal absoluta. Para Derr, estaba en presencia de un milagro. Comenzó a reir con fuerza.

—¡Querido! ¡Sos de la misma raza que tu tío!

El hombre se paró y lo abrazó con fuerza. Le pidió disculpas al muchacho, que se estaba secando las lágrimas con el dorso de la manga. El joven miró a los ojos al empresario y este le devolvió una sonrisa de júbilo. Le dijo que podía irse tranquilamente. Y así fue. El muchacho se dio media vuelta, se calzó la mochila mugrienta y con gesto tímido arrancó para la puerta. Cuando llegó al umbral, el empresario lo paró con un grito.

—¡¡Nelson!! — el joven se giró, quedando a contraluz — No te podés ir así nomás. 

El hombre se acercó y le dio dos papeles: una tarjeta personal con su firma y un cheque de 15.000 dólares. 

—La tarjeta es para cuando quieras trabajar conmigo o tengas algún problema. El cheque es para valorar tu esfuerzo y confianza. 

—Muchas gracias, Sr. Derr.

—Muchas gracias a vos. Y mandale saludos a tu tío de mi parte. 

IV

El petiso estaba impaciente. Iba y venía en un tramo de dos metros de distancia. A su espalda, el urso de voz caricaturesca estaba con las manos en los bolsillos. Ambos esperaban en la esquina de la casa del Carucha. Y de golpe, lo ven venir al mismísimo. Se le plantó delante, con una confianza extrema. Demasiado raro para el petiso; demasiado petulante para la masa de músculos. 

—¿Qué dicen los monigotes? —dijo a modo de saludo el Carucha. 

—Que te venimos a romper la cara —respondió el urso. 

—No, no… No te voy a dar el gusto. Lamento, pero tengo tu plata, enano. —El petiso lo quedó mirando tan asombrado que parecía que se hubiera pasado de merca. 

—Son 10.000 dólares, mamarracho.

—Si, enano. Ya te los doy. 

Volvió sobre sus pasos y los otros dos fueron detrás. Entró a su casa y demoró dos minutos. Salió con una riñonera y se la tiró al urso a la cara. Cuando lo abrieron, estaba la plata. 

—Contalo, monigote. 

Se fijaron y eran todos billetes. No había papeles raros, recortes de revista o cosas así. Eran cien billetes de cien. Ni uno más ni uno menos. El petiso no daba crédito. Nunca se imaginaron que el Carucha, en menos de un mes, hubiera conseguido tanta plata y tan rápido. 

—A quién mierda le habrás afanado la guita. 

—A nadie, enano. Pero te voy a decir quién me la dio: Rodolfo Derr. —El petiso largó una carcajada. 

Sin decir nada, el Carucha abrió su billetera y sacó una tarjeta personal y se la mostró al petiso. La carcajada se cortó en seco. 

—Bueno, gente. Ahora me voy que me están esperando. Nos vemos. 

Les dio la espalda a los dos empleados del Gordo Pedrucci y emprendió una retirada a paso lento. Cuando caminó cinco pasos, frenó y se giró. 

—Ah, Elías… Rodolfo te mandó saludos.

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Maximiliano Debenedetti

La partida de nacimiento dice que arribó a nuestro planeta por Montevideo en 1979, con todo lo que esto conlleva. Su contacto con la literatura fue ecléctico y supo ya en su infancia que estaría vinculado a la escritura, desde el día que tuvo que aprender a garabatear por primera vez su extenso nombre.

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