Entro. Abro la puerta y veo los estragos. Un desastre silencioso, una emergencia que nos obligó a salir corriendo para nunca más volver a ser los mismos. Todo está ahí. Quieto. Inerte. Sin vida. Los muebles, los libros, la tele que odiaba y que vos querías tanto, la última revista, el crucigrama que quedó sin completar. Hasta el autito de colección de cuando eras un niño de 6 años y que jodías que te iba a acompañar toda tu vida, porque antes se hacían las cosas bien no como ahora que blablabla. Todo y nada a la vez.
Veo el polvo, escucho el silencio. El piso de madera me recibe con un sonido cruel: el sonido de la infinitud de un cuarto sin vida. Camino un paso y no puedo seguir. Siento nausea y desolación. Todo en un solo momento. Creo que me desmayo, pero me sostengo. En realidad, me sostiene la pared. Esa que construimos los dos, casi 45 años atrás, cuando el país era otro y la vida valía para unos y para otros no tanto. Para nosotros seguro que no. Éramos de clase B y las cosas nos costaron mucho. Vos habías cumplido 30 unos meses antes de La Tablita que nos partió la cabeza. Veníamos bien con la casa, vos le decías el rancho y a mí me enojaba mucho que le dijeras así. Pero la crisis y los milicos nos dejaron sin rumbo un buen tiempo. Aun así pudimos. Levantamos esas paredes, nos fuimos a vivir solos y vos armaste tu amado rancho. Hoy, esa pared, que recuerdo hasta como fuimos poniendo los ticholos uno arriba del otro, es lo único que me sostiene.
Fabian está en Noruega. Se fue hace años a estudiar y no volvió. Se forjó una vida en Europa y Sudamérica es solo un recuerdo. Las cosas son muy distintas y nosotros no podíamos ir a vivir ahí. El Popi, como le decías vos de chico, nos quiso llevar. Le tendríamos que haber hecho caso, viste? Pero la verdad que Montevideo no es Oslo y nosotros ya estábamos muy viejos para la aventura. Pero la ultima vez que le dimos un beso a Fabi fue en 2022, después que aflojó la Pandemia. Pobre Popi; se cagó hasta las patas pensando que los dos viejos se le morían en el tercer mundo. Al final, las cosas siempre resultan raras. Le avisé y me dijo que me vaya para allá. Le dije que no lo sé.
Pero ahora estoy en la puerta. Y me quedo acá, mirando todo con las piernas temblando. La ventana cerrada. La mesa con los recibos por pagar. La planta que pide agua a gritos. El sombrero que me compré en una playa brasilera la única vez que viajamos en avión. El reloj de arena con el que te gustaba jugar. Quedabas embelesado como un gato mirando una mosca. Me hacía mucha gracia verte. Siempre tan distraído del mundo; siempre metido en tu mundo. La imitación de Matisse, comprada en la Feria de Tristán Narvaja, colgada en pared grande. La alfombra con la esquina doblada para arriba. La silla caída. Una pantufla tuya. La otra la habremos perdido en la calle. La taza de te, también caída. El vacío.
No pude dar un solo paso. Salimos corriendo pero volví yo sola, seis días después. Nos fuimos y era una linda tarde de verano. ¡Qué loco todo! El mundo estaba en su mejor momento y nosotros, ahogados por la desesperación. Me acuerdo que yo corría a buscar un taxi o alguien que nos ayudara. Vos venías atrás y apenas podías caminar. Y en el campito de la esquina, los gurises jugaban a la pelota a los gritos. El hijo de Marta nos vio y saludó. Yo le grité que viniera, pero se dio media vuelta y volvió a jugar. No se dio cuenta. Ni nos registró. Su mundo estaba puesto en una pelota.
Ahora se me hizo invierno todo. Vos partiste para siempre y yo ya no soy yo. Ahora soy otra. Soy una mujer llena de dolor. Siento que la casa está llena de una energía rara. Siempre ví las fotos de Chernobyl y pensé que nunca nos iba a pasar. Pero pasó. Desde la puerta me doy cuenta de lo que vivieron en Prípyat. La explosión los sacó de sus casas para no volver. Y las cosas aún permanecen ahí, a la espera de sus dueños. Pero ya no hay dueños. Ahora las casas, las calles, los parques y hasta los árboles llenos de vida, son propiedad de la muerte. Están ahí, en un letargo que cautiva. Son y no son. Cada pedazo de hierro, de tela o de madera, es un pedazo de alguien que no va a volver. Como vos.
Yo no quiero volver. No estás. No estoy. Lo que fuimos no existe más. ¿Cómo le explico a la pared que me están aguantando que vos ya no volvés? ¿Cómo le digo al reloj de arena que ya no lo vas a dar vuelta? ¿Qué hago con la silla? No tengo la fuerza para poder levantarla del piso. Está pegada ahí donde cayó. Al igual que la punta de la alfombra doblada y la tele muda. ¿Cómo salgo de mi Chernobyl? ¿Cómo sigue todo esto?
Tengo que entrar. Me doy cuenta que en la casa ahora es de la muerte. Se la quedó cuando nos fuimos corriendo al hospital. Pero tengo que entrar y tratar de sacarla. Por lo menos, por unos días hasta que me vaya a Oslo con el Popi. Tengo que poder. Voy a poder. Y voy a seguir mi vida, sin la muerte y sin vos.
QUE TRISTE
Muchas gracias por tu lectura, Nair. La vida también tiene en la tristeza una forma de hacernos compañía.