Perry y el detective (primera parte)

P

1

—A ver, dejame que te explico. No es fácil ser un soldado del partido. A veces te encontrás en situaciones que no son felices, a veces no encontrás ni una pizca de luz entre tanta mierda. Vos querés entrar porque pensás que hay plata. Acá no hay plata, pero hay algo más; el coraje de hacer lo que está bien. ¿Sabés cuánto vale eso? Es impagable. No te sientas menos cuando los demás se rían y te señalen, acá todo el mundo señala y se ríe, pero somos hijos de la verdad, y con ella, y con el coraje de decir esa verdad, nos reiremos últimos, pibe. Te lo aseguro. Querés otra Fanta. Pedí que yo pago. ¿En que iba? Sí, en el coraje. Somos corajudos, somos patoteros, pero corajudos primero. ¿Qué por qué hacemos esto? Si tenés que preguntarlo es porque todavía te falta, pibe. Acá se juega algo más que ese pedazo de tela que izan todas las mañanas en tu liceo, acá se juega la vida. ¡Porque sin vida no hay patria! Expulsaremos a los poetas de la polis, como bien hizo Platón , porque no dicen la verdad, ¡expulsaremos a todos estos mugrientos ridículos izquierdosos lamedores de culos! Maestro, otra botella de cerveza para mí y otra de Fanta para el pibe, por favor, ¡no me haga repetir!

“Maestro” era uno de los calificativos preferidos del Perry, lo usaba habitualmente con mozos, taxistas, fleteros, o cualquiera que le brindara un servicio. Podía también, si se sentía particularmente de buen ánimo, utilizar el “valor”, “fiera”, “troesma”, y si había más confianza, cualquier calificativo negativo como “enano”, “sucio”, “gordo”, “sinvergüenza” o “borracho”. Para su víctima de hoy se había decidido por el clásico “pibe”. Siempre le funcionaba.

—Escuchame, no es complicado. Te lo pido a vos porque yo ya no me puedo regalar haciendo tareas que son más dignas de un plebeyo, si me disculpas la palabra. Las internas vienen fuerte este año, los zurdos pueden ganar, y por el bien de este suelo que pisás, y de este país que te vio nacer y te crió, no podemos permitir que eso pase, entendés. Pasas por mi casa en la tardecita, te llevás el pegamento y los afiches. A la noche recorrés Manuel Oribe hasta la fuente de la terminal. Ahí agarrás la avenida hasta el monumento al tamboril. En unas dos horas terminás.

—¿Y la plata?

—Ya lo arreglé con tu madre. Mañana después que termines le doy la guita a ella. Qué bueno que te decidiste a hacerlo —le dijo agarrándolo del hombro y poniendo su cara inflada como aguantando un suspiro lleno de compasión. —Unos pesos le van a venir bien para arreglar el techo. Ahora andate. 

—¿Le puedo preguntar una última cosa?

—Decime, pibe.

—¿Quién es Platón?

—Un tipazo.

La carga de la dolorosa sinceridad había dejado de existir para Perry. Hacía estas cosas, chanchullos, jugarretas, desde comienzos de los noventas. Jugaba “en la chiquita” como él se refería a sus asuntos. Los niños eran sus mejores aliados, fáciles de manipular. Era un peón incansable del partido, una figura casi invisible, pero una que los grandes jefes sabían que eran indispensables para cualquier partido político de la República Oriental del Uruguay. El dinero no era mucho, de hecho, a veces no lo era en absoluto. Se trataba más bien de ser invitado a algunos asados en Montevideo con grandes apellidos, a un puesto en la junta departamental, a una camisa y saco de segunda y a una oportunidad de poder ser lo que él creía que debía ser: un ayudante, un laburador incansable y dedicado con la tenue esperanza, eso sí, de algún día encabezar una lista. Sus discursos llenos de palabras rimbombantes no eran más que un señuelo para reclutar jóvenes, aunque a veces, cuando las cervezas sumaban más de cuatro, parecía mimetizarse sanamente con ese delirio creado a lo largo de tantos años. 

Se subió a la moto Yumbo de setenta cilindradas y salió rumbo a la ferretería a comprar el pegamento. Las calles de Durazno estaban desiertas como todos los domingos de verano. La poca gente que quedaba estaba mateando en sus reposeras y en las cajas de las camionetas en el camping de los treinta y tres orientales. Las aguas del río Yí eran el único escape para el tedio y el abandono crónico del espíritu. Luego de la compra, Perry fue hasta la playa a dar una vuelta y de paso, saludar agraciadamente a todo aquel que le reconociese.

Perry golpeó las manos afuera de la casa de su protegido: Cherlo, un muchacho de quince años, hijo de un policía y nieto de otro policía que ahora vivía en Atlanta. Mitad uruguayo y mitad estadounidense. Las dos banderas flameaban en el porche. Salió Michel, el padre de Cherlo.

—¿Cómo andá, Perry? ¿Andá buscando al detetive?

—Bien, bien, mi negro. Sí, a él mismo. Mandámelo que tengo que pedirle que me haga unos mandados.

—¿Cómo van la cosa con el temita? Vió qui ta complejo lasunto.

—Jugá tranquilo, Negro. Jugá tranquilo —alzó su mano al aire como cualquier predicador evangelista y agregó sonriendo: —En una semana volvés a las calles. Ya le encontraron varios antecedentes al viejo.

—Buenazo, buenazo. ¡Cherlo! Te busca Perry, muchacho. ¿So sordo? ¡Vení pacá!

Cherlo apareció por el costado de la vivienda, por ese pasillo que iba derecho al patio, sin remera y acompañado de dos perros cimarrones. Caminaba sacando pecho, como si algún fantasma lo empujara. El Cherlo, el hijo de un policía con arresto domiciliario por partirle la cara a un indigente, con un nombre que había intentado ser un homenaje al gran detective de Baker Street, pero deformado: Cherlo Holms Huertas, o como lo conocían: “el detective”. Inteligente que asustaba, vivo y despierto como cualquier Tom Sawyer sudaca, y un encanto con las viejas descuidadas. 

—Hola, señor.

—Cómo andás, detective. Te acordás de lo que planificamos.

—Claro, señor. Está todo listo. 

—Cuidado, parece medio bobo, pero capaz te trae problemas. No la cagues, dale fuerte y que no te vea. ¿Tenés el aerosol?

—Sí, señor.

—Te acordás del dibujo. Es indispensable para el plan que lo hagas a la per-fec-ción. El enemigo puede olfatear.

—Claro, un martillo y una hoz atravesada. La cabeza del martillo apuntando a la izquierda, el mango hacia abajo en diagonal a la derecha. La punta de la hoz debe acercarse al martillo pero no tocarlo. Luego, debajo del símbolo escribo “viva la revolución” —repitió cual soldado una orden. 

—Genial, genial.

—Tuve una idea. Si en vez de “Viva la revolución” escribo algo más sutil, como, “volveremos”.

—¿Volveremos?

—Claro, da miedo y la gente va a pensar que es una amenaza.

—Está bien, detective. Me gusta, a veces me olvido que tenés cabeza. Cuidate. Nos vemos a la noche y me contás. 

El detective esperaba sentado en el viejo cine, ahora cerrado por las denuncias por ruidos molestos de un profesor de piano con muy poco para hacer. El lugar era perfecto, la oscuridad lo protegía y estaba a solo unos metros de la Plaza Independencia donde supuestamente el “contratado” del Perry iba a comenzar su tarea. Su mochila cargaba varios aerosoles rojos, unos comics de Batman, cajas de cigarros y la cachiporra de su padre. Le tenía que dar fuerte, atrás, para que se desmayara. ¿Y si se pasaba y lo mataba? Había visto en la televisión que así morían muchas personas cuando caían. Cherlo confiaba en su capacidad para controlar su cuerpo y mente, aspiró hasta el filtro y tiró el pucho del Nevada. Vio venir al contratado con la pintura, se veía asustado y caminaba rápido. Las chinelas del contratado retumbaban; flap, flap, flap, flap. Casi sintió lástima. La calle estaba vacía. Tenía que esperar. Preparó el arma. 

El “contratado” lo hacía de maravillas, en diez minutos había terminado con una cuadra. Los posters del nuevo candidato del Partido Colorado a intendente y un edil casi sin pelo y un ojo cerrado mostraban sus sonrisas. Cherlo esperó hasta que el contratado vaya hasta la gran farmacia en la esquina, era perfecto para escribir el mensaje en sus ventanas. Se acercó lenta y sigilosamente, como cuando robaba tangerinas a sus vecinos, miró a su alrededor para comprobar la soledad y sin pensarlo dos veces le propinó un golpe bestial en la nuca. El niño cayó como un saco de papas al suelo y se desparramó por la calle Manuel Oribe. Investigó si respiraba, comprobó que sí. Se puso manos a la obra. 

2

Volvemos ahora con la información que les adelantamos temprano a la mañana. Una brutal agresión a un joven trabajador del Partido Colorado tiene en vilo a la policía local. El joven identificado como Jonathan Tadeo del barrio La Amarilla continúa en el hospital con múltiples traumatismos en el cráneo. Afortunadamente, parece que podrá salir caminando en los próximos días. Pasamos a leer algunos mensajes de nuestros escuchas: 

”Esto ya no se aguanta, con los zurdos creyéndose indestructibles nuestro Estado de Derecho peligra”

“La verdad lamento lo sucedido, pero sin palo esto no se arregla. Palo y a la cárcel y si no aprenden, paredón. Que Dios los bendiga”

“Todo el pichaje zurdo al paredón”

“Entre Requena y la calle Artigas hay un pozo machazo. A ver si la intendencia hace algo. Besos a mi primo Lucho”

Bueno, esos fueron algunos de los mensajes de texto que vamos recibiendo. No se olviden que esta noche en el Centro Unión se realizará el cuarto torneo de truco organizado por Whisky Mac…

—Apagá eso. Las ondas de radio me molestan.

—Si la prendiste vos, Perry.

—Cada vez me cae peor esta yerba. ¿Qué compraste, Negra? ¿Silueta ideal? Sabés que con esta yerba me paso todo el día cagando.

—Bueno, Negro. ¡Si tanto te jode andá al supermercado vos! Yo no soy tu sirvienta. 

—La servidumbre me asquea, jamás pensaría eso de vos, Negra. Los que sirven han decidido dejar su potencial a un costado. Yo no sirvo, yo ayudo, yo muevo las piezas del desorden.

—Como vos digas.

—Este mate está intomable. Deberían castigar a los que lo promueven. ¡La idea de una silueta, bah! Yo te quiero así, Negra. Real. ¡Real!

—Me voy a lo de Muñeca. Hoy no te aguanto. Cuidame la torta que tengo en el horno. Movés las piezas del desorden pero no has movido el culo de la silla en toda la mañana. 

—¡¡¡REAL!!!

La puerta se cerró violentamente. Perry pudo escuchar los pasos apurados de Sandra bajar por las escaleras hasta la planta baja. Muñeca era la única vecina con la que Sandra se sentía a gusto. La amistad había nacido por un hecho bien simple y humano: Muñeca era, como bien lo podría uno imaginar, más fea que la muerte. Sandra nunca pudo conciliar la idea del paso de los años, y aunque Perry se vanagloriaba de su esposa perfecta, carnosa y con un pelo enrulado que le hacía recordar al dios Dionisio (una comparación que Sandra jamás había amado) sus arrugas, la piel parecida al pollo seco y esos kilos que parecían haberla poseído de un día para otro la atormentaban más que los discursos de su marido. Solo podía sentirse bella al lado de Muñeca, esa vecina de cincuenta y largos, venida de la Paloma, con ese apodo tan cariñoso como maligno. Muñeca era la mujer más fea que Sandra había conocido y eso la tranquilizaba, ya que, ni en una jugada aberrante del destino, ella, una mujer de cincuenta y dos años, de estatura media con ojos verdes, piernas que deberían bailar en las comparsas y su piel amorenada, podría llegar a semejante nivel de monstruosidad. Era más fácil que Perry fuera presidente de la República a que ella arribara a ese estado putrefacto de la estética. Golpeó la puerta y Muñeca abrió inmediatamente, como si la estuviera esperando.

—¿Qué te hizo ahora ese delirante? Pasá, pasá —Muñeca traía un vestido verde y floreado con lirios amarillos. Sandra se impactó.

—Nada, Chiqui. Se pone insoportable —Sandra se sentó en la silla de siempre, la que estaba al lado de la televisión.  

—Tenés que dejarlo, Negra. ¿Sabés lo que yo haría si fuera vos? Con ese cuerpo. Te queda tiempo.

—Es que está nervioso. Tiene un plan. Desde que lo conozco tiene un plan, o varios. Pero es cariñoso. 

—Lo que tenés no es un marido, Negra. Tenés un hijo.

De repente un grito que parecía atravesar la planchada que separaba las dos casas se escuchó.

—¿Qué grita este anormal ahora? —Preguntó Muñeca.

—Real. Está gritando “real” —Le respondió Sandra mientras cerraba los ojos y respiraba profundamente.

Muñeca se fue a su cuarto. Regresó animada, como si una niña hubiera hecho una travesura. —Abrí la mano —le ordenó a Sandra que seguía sentada en la silla playera.

—¿Qué?

—¡Qué abras la mano te digo! Te tengo un regalo. —le entregó un papel, un ticket de supermercado —lee atrás.

—¿Un número de teléfono? No me digas que se lo pediste. ¡Te voy a matar! Mirá si Perry se entera. Sabés que odia a los brujos. Dicen que deberían empalarlos a todos en la plaza Sarandí.

—¡Qué se va a enterar ese gordo loco! Además, le dije que era para una amiga de La Paloma. Jamás va a asociarte. No te preocupes, Negra. Vos guardalo. Haceme caso. Es una persona de confianza. Llamalo. Contale de tu problema, él te soluciona todo por teléfono, ni vas a tener que verle la cara. Eso sí, me dijo que trabaja solo en la tarde, no lo llames en la mañana.

—A vos te parece, Muñeca. Mirá si una de esas “cosas”, vaya Dios a saber qué, se me pega y luego tengo que sacarme el gualicho.

—¡Pero cómo te van a engualichar por teléfono! Esas cosas además, son mentira, acá no saben hacerlas. Te digo, llamalo. No perdés nada. 

Perry se había cansado de canturrear “real”. Leía el Diario “El Acontecer” donde su plan se mostraba exitoso. Iba a ir al hospital a visitar al pibe herido, dejarle unos pesos a su madre y hablar de lo inevitable: el peligro de la democracia por grupos sediciosos que ni siquiera tienen piedad de un niño pobre que pega carteles políticos para ayudar a su mamá a reparar el techo del rancho. Dejó el matutino, fue a la cocina y se mojó el pelo en el lavaplatos y con sus manos lo estiró fuerte hacia atrás. Miró por la ventana donde se desplegaban los ranchos y alguna casa de bloques a medio terminar.  El hospital podía verse al final de la subida de la calle “el Hornero azul”. Una monstruosidad de cuatro pisos de hormigón inutilizados. Un hospital a medias, una ciudad a medias, una calle a medias, gente a medias. Perry contaba las cosas a medio hacer, le repugnaban. Tenía cierta obsesión, por decirlo de alguna manera, a terminar las cosas: podía pasar varios minutos con una taza de café en alto, con su cuello doblado y la vista clavada al techo, solo para tomar las últimas gotas. No tenía, sin embargo, compulsiones, ni rituales obsesivos que lo aquejasen. Decía ser un tipo “sano de mente, carne y espíritu” que amaba el partido, su mujer y las vacas. De niño soñaba con tener un tambo en la chacra que solía visitar cuando niño cerca de Ombúes de Oribe. El amor que Perry tenía hacía las vacas era indescifrable incluso para Sandra. Decía que los Indios eran los únicos en entender la pureza del animal, y se negaba hasta comer su carne (cuando el pasaporte de la ROU dejó de utilizar la figura sombreada de la vaca en su contratapa intentó demandar al Estado por “perjuicios a los valores y costumbres supremas del país” no sin antes amenazar con hacer una huelga de hambre frente a la Dirección Nacional de Identificación Civil). 

Perry tenía que verse convincente, verazmente afligido, como si el golpe del sedicioso (lo diría como un hecho) hubiese sido para su hijo. Se miró al espejo del baño y practicó algunos gestos: “el imperceptible” (un leve tic de nerviosismo e ira contenida en su ceja izquierda), “el muy perceptible” (enojo desmedido, cachetes inflados, mucho movimiento ocular y venas marcadas en su cuello) y por último “el sutil” (un perfecto lenguaje corporal simulando autocontrol apenas controlado, para así revelarle a los espectadores no sólo su gran psiquismo y calma, sino una indignación suprema). Todos sus gestos denunciaban solo una cosa: preocupación civil y humanista. Perry bajó las escaleras, gritó un altísimo “Chau, mi amor” para que Muñeca y Sandra escucharan y se fue rumbo al hospital.

—Se va el anormal de tu marido. Andá, Negra. Aprovechá y llamá al brujo. No lo demores más, haceme el favor. —dijo Muñeca mientras iba a la cocina corriendo un pasos muy cortos.

—¿Qué cocinás? 

—Otra vez pastel de carne. Te daría, pero el bruto de Perry ya ni carne te deja comer. ¿Querés que te llame cuando esté pronto y lo probás? Un poco de carne te vendría bien, para agilizar esas neuronas.

—No te preocupes. Además tengo en el horno un pastel de rúcula. Voy subiendo. —dijo Sandra mientras se levantaba de la silla playera con dificultad.

—Ay, Negra. Como te cuesta moverte, cada vez más. —Muñeca la observaba desde la cocina con su delantal amarillo —no te dejés estar. 

—Sí, Chiqui. En la tarde te cuento como me va.

—¡Llamalo! No vuelvas si no lo llamás. No te abro la puerta.

Sandra volvió a su casa. El horno estaba apagado y la tarta de rúcula reposaba humeante sobre la ventana que daba al hospital de cuatro pisos. Sobre la tarta una nota de Perry que decía: “Las muñecas jamás entenderán de belleza”. Sandra sonrió, triste, sin saber qué sentir, con más años de dudas que de aciertos (y ni siquiera confiaba en estos últimos). Pero de años, de eso sí sabía. Le pesaban sus piernas. Se tocó el estómago, las nalgas, los senos. Se observó en el espejado plato de Coca Cola transparente que estaba sobre la mesada y se largó a llorar.

3

La cámara del Canal 6 estaba postrada frente al hospital, y Daniel, un joven de dieciocho primaveras, ex combatiente de la guerra de la psicosis y la pasta base, estaba petrificado frente a ella. Era su primer día de trabajo como periodista (entre muchísimas comillas) y tenía que cubrir la historia del joven militante del partido colorado brutalmente golpeado por presuntos partidarios de algún movimiento izquierdoso. Daniel realmente no entendía nunca nada, pero era el hijo de la persona correcta para poder estar trabajando en el Canal. Estaba nervioso, pero no nervioso como lo pueden estar los políticos antes de prometer algo sabiendo que no lo cumplirían, ni nervioso como alguien a punto de asesinar a un sobrino por la herencia. Daniel estaba nervioso porque su camisa rayada no era perfectamente rayada: las líneas de la parte izquierda eran levemente más finas que las líneas de la parte derecha, y todo esto, de alguna manera, se relacionaba con el fin del mundo. Necesitaba concentrarse enormemente para olvidarse de esa diferencia mortal entre la parte izquierda de su camisa y la parte derecha. Llamaba a estos desacuerdos psíquicos “pensamientos malos” y los solía bajar con alcohol. Pero este día, el primero de su trabajo como periodista, solo podía controlarlos con la tenue esperanza de mirar la cámara con una fijeza digna de un guerrero espartano. 

—Estamos.. queridos oyentes, digo, radioescuchas, digo…. televidentes. Aquí frente al hospital de la ciudad de Durazno, donde en el día de ayer el…joven, sí, joven Jonathan Tadeo fue brutalmente…. golpeado …mientras trabajaba para, digo por, no, para…. el Partido Colorado de la ciudad, de Durazno. Con nos…. con nos…. con nosotros está ahora….. mismo, el señor Gustavo Montes. Señor Montes, qué tiene usted….

—Tengo para decir muchas cosas, mi querido. —Dijo Perry arrancándole el micrófono al joven que ya estaba en pleno delirio  —muchas cosas y el que tenga oídos que oiga. Hoy es un día negro, NEGRISIMO para nuestra hermosa, hermosísima ciudad, que lamentablemente se está viendo ultrajada por movimientos antirepublicanos. Yo vivo a cinco cuadras de este hospital, conozco a la gente que acá trabaja, día y noche, y conozco al muchachito que está ahora siendo atendido tan bien por esta gente trabajadora de nuestro sistema de salud. Yo lo conozco porque lo contraté. ¿Me entiende? El vino pidiendo una changuita, un laburito para ayudar a su madre, la doña Carmela del barrio La Amarilla, con más ganas de poner un plato de comida en la mesa que de militar, pero por algo se empieza. Así que verán, queridos televidentes, que este anónimo, rojo e izquierdoso, que puso a este niño, porque es un niño, en el suelo después de darle semejante PALIZA, no tiene ni el mínimo conocimiento del valor y de la ética. Y ya sabemos que significan esas amenazas de “volveremos”. Significan las mismas amenazas que allá, por principio de la década infame de los sesentas, aparecieron por la capital de nuestro país profetizando el DERRUMBE de nuestra sociedad por el Movimiento de Liberación Nacional, ese grupo terrorista asesino y de influencia Stalinista, Maoista y Polopotista. Nosotros, desde nuestro humilde comité que creemos que representa a TODOS los comités del Partido Colorado, queremos mandar nuestro pésame al país, porque hoy es un día de duelo. El país fue asesinado. Muchas gracias. 

Perry se secó las lágrimas con un pañuelo colorado, miró a la cámara una vez más y levantando los dos puños al viento gritó: “¡Nunca más volverán!”, y enfiló a las puertas del hospital.  Sus pasos estaban controlados, ni muy largos ni muy cortos, esperaba que la cámara de Canal 6 captara su valentía al marchar, buscaba la perfecta armonía entre la ligereza de Hitler al entrar a París y la bravura de Arminio antes de entrar al bosque Teutónico (o mejor, como él imaginaba a Arminio entrando en el bosque antes de traicionar a sus camaradas romanos). Tenía que ser un líder, pero no un líder débil, como los amantes del diálogo y la chabacanería intelectual frenteamplista de la capital, ni un “vividor”, como la gran mayoría de los políticos blancos. Perry quería dejar huella por donde marchara, quería triunfar sobre el mal, aunque su vida peligrara mortalmente. Nunca se era lo suficientemente fuerte, él creia; los politicos de poca monta no estaban a su altura en términos estéticos ni éticos, él había apostado por reencarnar a un joven griego a sabiendas de un destino de gloria y de pisar muchas cabezas, estaba convencido de la condición innata de algunos a la esclavitud y de otros a la fuerza y al comando. Y aunque el destino le proponía un camino más que escabroso y laberíntico a la gloria, Perry lo aceptaba sin chistar, sabiéndose comandante de su vida.

4

El teléfono que la separaba del brujo miraba a Sandra. Se sentía observada, casi intimidada por el aparato negro. Perry estaba en el hospital y las palabras que resonaban desde la televisión la hacían temblar: PALIZA, ROJO. Sonrió mirando a su marido pronunciando esas palabras. Vos vas a morir, mi gordo, si seguís diciendo estas barbaridades, se dijo en voz alta, como si Perry pudiera escucharla a través de las ondas. No era una amenaza, Sandra realmente temía por la vida de su marido. No se entendía como, en casi veinte años de militancia, nadie le había puesto un cuchillo en el corazón. Lo tiene más que merecido a veces, repetía. El país fue asesinado. Dejó de sonreír mientras veía el culo gordo de Perry moverse hasta las puertas del hospital. Volvió al teléfono y marcó el número que Muñeca había, valerosamente, pedido por ella. 

—Panadería “Susanita & Mariolo”. —Respondió una mujer con voz de fumadora.

—Perdón. Me debo haber equivocado. Busco… a ver, a el Dr. Amor.

—Ya le paso.

Sandra esperaba nerviosa. Ni siquiera había probado la tarta de rúcula. Se comenzó a morder las uñas. Una voz grave apareció del otro lado.

—Buen día. ¿Quién habla? 

—Buen día, Doctor. Lo llamo de la parte de Muñeca. Ella es mi vecina y me dio su número.

—¿Cual es su problema, hija mía?

—Perdón. Disculpe la pregunta. ¿Usted es médico o brujo? Yo muchas de estas cosas no entiendo pero no sé si los brujos tienen esa cláusula de confidencialidad como los médicos.

—Yo soy muchas formas. Puedo decir que tengo cierta especialidad en sanar el sufrimiento, a veces tocando al cliente con mis manos, a veces haciendo algunos trabajos de magia, o simplemente hablando la palabra correcta. En todo caso, toda la información que usted me comparta quedará entre nosotros. ¿Me entiende?

—Más o menos, disculpe. Pero mi situación es urgente, y no sé que hacer. Estoy desesperada. Espero que usted pueda ayudarme.

—Mis clientes tienen una satisfacción del 90 por ciento.

—¿Y el resto, el 10 por ciento?

—Normalmente se trata de personas que no tienen la voluntad. ¿Usted tiene la voluntad?

—Sí.

—Entonces no hay nada por lo que preocuparse. ¡SUSANAAA! ¡SE QUEMAN LOS CRUASANES!

—¿Perdón?

—Disculpe. Le hablaba a mi esposa. ¿Usted tiene voluntad?

—Sí, Sí. Tengo mucha.

—Perfecto, hija mía. Venga mañana a mi oficina. No se olvide de la prima de mil pesos por primera consultación. Cuando llegue, pregunte por Mario. 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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