Helena

H

Suena lindo ¿no te parece? Me miró con esa cara que nunca significa algo concreto. Claro, hay excepciones como el gesto de horror, pero estos días son de rostros sin gestos, solo muecas caladas en carne. Lo hace todo más difícil. Se los dice alguien con labio leporino. Defecto, dicen. Es solo un problemita estético en la cara. Me dicen todo el tiempo que es operable. Suena lindo, ¿no? Le pregunté de nuevo y titubeó un “sí sí”, apenas audible. Me seguía mirando la cara, el labio en concreto. Mis dedos seguían aferrados al mástil de la guitarra que aún resonaba y desvanecía un Re menor. Suena lindo me dijo mientras se miraba los dedos que asomaban desde sus zapatillas baratas. ¿Qué canción es? Una de Hendrix le dije mientras me levantaba de la butaca y devolvía la guitarra a su lugar. Era fútil. No tenía sentido seguir tocando para demostrar las cualidades de una guitarra eléctrica bastante mediocre, hecha en Corea. No la iba a comprar. Venía a decirme algo, a disculparse al parecer. Me enteré años más tarde cuando me reencontré con su hermano mellizo. Tomamos bastante cerveza y de repente, cuando el alcohol desinhibió la amarga distancia entre los dos mundos, me lo dijo: aquel día ella fue a pedirte disculpas, Juan. Solo que no se animó. Le dio vergüenza, ¿sabés? No, no sé. Le respondí. Terminamos la cerveza y nos fuimos a otro bar. Su hermana no fue tema de conversación en el resto de la noche. Pero aún recordaba ese día en la tienda de guitarras usadas por la calle Yaguarón. 

Era un paisaje típico de los puzles que vendían en el supermercado; una casa frente a un lago con un cielo violeta y nubes iguales al algodón. Flores en las esquinas inferiores que hacían el trabajo de reconstruir la imagen sea un poco más complicado. Empezamos por las esquinas, Juan, me decía y sonreía por mi tosca manera de colocar las piezas. Siempre se empieza por las esquinas, no te olvidés, decía, acentuando en la última sílaba. 

Las piezas se agotaban y desistían del orden mientras el caos florecía hermoso y calmo dentro de Helena.

Mi labio siempre despertó la curiosidad de los niños, sobre todo de aquellos que se sentaban frente a mí en algún ómnibus. ¡Mamá, mirá eso que tiene el señor! Era lo más común. Yo solía contestar alguna frase prefabricada para tranquilizar a las señoras nerviosas por el comentario de sus hijos. Viste. Me cortó una máquina. Por eso hay que estudiar. Para no usar las manos. El que estudia no usa las manos ni se lastima. A veces inventaba otras historias. Los niños se asustaban, a veces reían. Helena nunca se había fijado en el labio hasta ese día. Helena, con hache. No por la de Troya, sino por la doña de Virginia que Poe dedicó uno de sus mejores poemas. Me pregunto qué la hizo concentrarse en mi labio esa tarde. Tal vez sea más fácil reparar en el físico cuando el alma ya está podrida. 

La vi irse del local. Sigue siendo linda, pensé. ¿Qué la mirás tanto, Pibe? Gritaron de adentro. De repente observé cómo cruzaba la calle con el semáforo en rojo sin siquiera mirar para percatarse de que la calle estuviera despejada. Reconocí el paso del durmiente que nada ve sino solo un destino oscuro como la noche en el campo.

Histérica, le decía mi madre. Histérica que quiere que te arrastres y le llores. No sos menos por tener el labio así, nene, me decía mientras me servía el plato de lentejas de los viernes. No sos menos que ella. La plata no hace a la persona, no hace a la Mujer. Le falta mucho para ser mujer. ¿Sabe cocinar por lo menos? Helena no sabía cocinar, lavar, planchar, maquillarse. Era lo que mi madre decía un desecho de mujer; un hombrecito, una tortillera. No era la Helena de Troya. Me gustaba así, aunque, creo que eso la mató. Siempre las mujeres valientes mueren jóvenes, locas, presas o pobres; más si son negras como Helena. Mamá le decía negra de mierda. Yo comía el plato de lentejas y dejaba que su mano me acariciase la frente al susurro de pobrecito, mi nene. Ninguna negra de mierda te va a joder la vida. Hombre, como vos, hay pocos. 

Las piezas se agotaban y desistían del orden mientras el caos florecía hermoso y calmo dentro de Helena. Se colgó en su casa. Me dijeron que utilizó una cuerda de nailon bastante fina. No supo como hacer el nudo de la horca así que murió de asfixia. La cuerda le penetró tres centímetros la piel del cuello y sus pies rozaron el suelo todo el tiempo. En ese piso armábamos puzles en verano. No tenía plata para salir de vacaciones y Helena me decía que la mejor manera de matar el tiempo era con un rompecabezas de mil piezas. 

Una a una, ibas ocupando el suelo hasta que novecientas noventa y nueve piezas perfectamente distribuidas, tocando los bordes imperantes, denunciaban el sacrilegio. Falta una, Juan, me decía simulando preocupación sabiendo de mi canallada. Inmediatamente sonreía y sacaba de mi bolsillo la pieza rebelde que había hurtado. Siempre igual vos, che, me decía entre risas. Era nuestro ritual. El ritual número mil que hacían avergonzar a los novecientos noventa y nueve anteriores.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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