El problema del muerto era que estaba muerto. Bien muerto. El hacha había quedado incrustada en la frente de Ernesto Di Palma. En los bordes del corte se amontonaba materia gris, hueso astillado, pelo, y sangre seca en una masa repugnante. Una muerte espantosa.
Irigoytía no pudo evitar pensar en Eddie y su hacha ensangrentada en el Killers. A pesar del asco una sonrisa burlona asomó en su cara. Marsicano, el joven oficial recién ascendido a Inspector de Homicidios, lo midió con la mirada. Decidió que el cronista del Diario de la Noche era un enfermo.
—Nada de fotos, y ni se le ocurra dar detalles. No necesitamos sembrar pánico.
—A los del canal los dejó grabar al muerto desde todos los ángulos ¿y pretende decirme a mí qué escribir?
—Los del canal saben de sobra lo que puede mostrarse. Esto no va a ser noticia en ningún informativo.
Irigoytía miró al policía de gesto adusto, camisa blanca remangada y vaquero con corte de última moda. A la luz fría de la habitación su semblante se veía lívido, al borde del vómito. La frente brillaba cubierta por una pátina de sudor. Todo en el inspector Marsicano parecía cauto, contenido.
—¿Por qué yo?
—Órdenes. Tiene fama de conseguir datos impensables para nosotros. El comisario cree que usted es una especie de mentalista con la antena sintonizada en una frecuencia que solo captan los criminales y los locos.
—Su comisario también sabe que no me gustan ustedes, ni su profesión, ni sus modos.
—Sabemos que sos un pichi resentido, Irigoytía. Un adicto peor que los mugrientos que se la dan con pasta base. —La voz de Garrido, entrando desde el baño ubicado a la derecha del Vasco, era inconfundible—. Alcanza con ponerte un asunto no resuelto adelante y caminás solito hasta cualquier abismo. Nosotros nos encargamos de que no te vayas de boca, desgraciado.
El Vasco sonrió forzadamente. Garrido era un viejo conocido. Un sabueso de la vieja escuela, de métodos nada ortodoxos y una hostilidad socarrona, casi afable. Sería gente, si no fuera milico.
***
En la esquina frente a la casa donde Di Palma había sido ultimado, un hombre de aspecto anodino terminaba un whisky doble. Dejó el vaso junto al pote de maníes. El viejo Gutiérrez era un barman de los de antes, curtido en tango y programas deportivos. Atendía con una sonrisa de compromiso y escuchaba sin recordar. No decía nada fuera de libreto.
Izquierdo pidió entonces una milanesa a caballo y una cerveza. Mientras esperaba miró el trajín intenso en la casa frente a la cual dos patrulleros y una ambulancia desplegaban sus luces. Enfermeros, médicos y policías de particular entraban y salían. Los uniformados habían sido destinados a las esquinas, con orden de no dejar acercarse a nadie. Una camilla con un cuerpo cubierto por una lona plástica salió del pasillo y se acercó a la ambulancia. El enfermero que la empujaba tenía el gesto descompuesto, como si enfrentara algo insólito. Cuando la milanesa, desbordante, llegó a su mesa, la ambulancia partía. Izquierdo comió lentamente, masticando a conciencia cada bocado.
***
—Ni creemos ni dejamos de creer. Estamos en punto cero, y este infeliz es el tercer muerto de un hachazo en la frente en las últimas dos semanas. El primero, era un profesor de literatura de Montevideo. Giordano Giusti, veterano, delicado de más -vos me entendés- que encontramos hace tres días. El apartamento en que vivía, en el Panamericano, empezó a largar olor, los vecinos llamaron al 911. La segunda es una mujer, de esas que organizan eventos de lectura de poemas y boludeces por el estilo. Una mujer bien, María Pía Garrone, llena de contactos en el mundo editorial. Apareció ayer en el estacionamiento de un cine.
—Y estos otros dos, ¿también fueron asesinados de un hachazo en la frente? —El Vasco preguntó fingiendo incredulidad, conocía de sobra la respuesta.
—No solo eso, sino que el hacha fue abandonada en medio del cráneo de cada muerto. Como una firma.
—Así que tienen tres homicidios de película en dos semanas, y nadie en Montevideo sabe nada… ¡Son terribles ustedes con los silencios! Después si uno recurre a otras fuentes cuando esconden la leche, se enojan.
—Somos prudentes, y usted no es quien para juzgar nuestros procedimientos. No hubo nunca huellas en los otros dos crímenes. Ni en las hachas, ni en los lugares donde aparecieron muertos. Nunca un testigo, nunca una filmación clara, y eso que los edificios y las calles están llenos de cámaras. —Marsicano sonaba seco, lacónico.
—Demasiada planificación, demasiado sistema. Entiendo. Se topan con alguien inteligente de veras, y claro, llaman a la caballería. —Irigoytía no se tomaba nunca en serio a la policía, aunque luego de años, profesaba respeto por el veterano Garrido. Milico y todo, tenía códigos.
***
—Estuve investigando donde ustedes no miran. —Habían pasado tres días desde el hallazgo del cadáver de Di Palma—. Me dijiste que tu primer muerto era profesor de literatura, y la segunda está vinculada al mundillo editorial. Di Palma era licenciado en letras y hace un par de años editó una novela. Ganó algún concurso de esos de las intendencias y consiguió que la editorial de Garrone lo publicara. —¿Y tan fulero escribe que lo ejecutaron? —A Garrido el cansancio y la falta de respuestas le despertaba un sentido del humor entre negro y estúpido que al Vasco le resultaba hasta querible. Encendió un cigarrillo y ofreció otro a Irigoytía, que lo rechazó con un gesto.
—No tuve tiempo de conseguir la novelita. Pero me puse a curiosear los concursos, y me choqué con tu trío de asesinados juntos y con un trabajito en común. El Licenciado Di Palma, el honorable Profesor Giusti, y la Sra. Garrone integran un jurado de cuentos en una editorial. Una antología de cuentos de terror.
—¿Mataron al jurado antes de conocer los fallos? ¡Son jodidos los escritores! ¿Será coincidencia?
—De momento, ni idea. ¿Siguen sin encontrar huellas de ninguna especie?
—Nada. Un profesional. Verdaderamente admirable.
En las imágenes captadas por las cámaras del Shopping se ve un hombre encapuchado que camina lento, rengueando, hasta el auto de la mujer. Se agacha frente al vehículo, como para atarse un cordón. Y queda oculto. Minutos más tarde llega la mujer, busca algo en un bolso. El asesino emerge delante del auto. Se acerca, le habla y súbitamente le asesta un golpe seco en plena frente El hacha parece un cuerno, la mujer cae. El hombre camina presuroso y sin renguear hacia la pared. Sube a una bicicleta que estaba allí desde la mañana y se marcha pedaleando tranquilo. Encontramos una bici parecida, abandonada. No sirve de nada.
—Ni siquiera sabemos si era esa, pero de huellas ni hablar. —Garrido sonaba derrotado.
—Marsicano me mostró el video del Panamericano. La noche del asesinato llega un delivery. Una cara de esas iguales a todas, que además se ve borrosa. Saluda al portero, y camina hacia el sector de los ascensores. La cámara del ascensor capta un hombre no muy corpulento, de gorra con visera, irreconocible. —El tono de Irigoytía tampoco era alentador.
—Los vecinos de Di Palma no vieron nada. Era de noche, llovía, la gente ni mira la calle en esos momentos.
***
La casa de la calle Moltke, jamás tuvo baldosas en la vereda. Un tejido oxidado sostiene de puro milagro una enredadera que sube por la columna de la luz y corre por el cable que alimenta la casa hasta bajar por las paredes. Un portón desvencijado se abre hacia un estrecho pasillo de baldosas partidas que recorre todo el largo de la casa y muere en un galpón que ha conocido tiempos mejores.
Izquierdo golpeó las manos, empujó el portón y entró decidido. Pasó frente a dos ventanales de hierro, divididos en vidrios pequeños, esmerilados. La guarda de amarillos y verdes contra el marco coloreaba la luz dando una atmósfera fresca al interior. Enfrentó la puerta de madera, maltratada por una vida de lluvias y soles, la abrió y gritó:
—¡Llegué!
—¡Adelante! Estoy acá en el cuarto.
Izquierdo atravesó la gran galería que llevaba al living hacia su izquierda y hacia la cocina a la derecha. Cuatro habitaciones se abrían en una larga pared tapizada de hongos y huecos en el revoque. Izquierdo sintió en el estómago la punzada del asco. El olor a humedad y a meo de gato era espeso, dulce y ácido en la tarde fría y gris. El primer encuentro había sido en un bar del centro. La mujer se había limitado a acordar con él un precio. Ciento veinte mil pesos. Veinte al inicio, el resto al terminar. Quince días, tres direcciones.
—Sin explicaciones, suelen ser un estorbo, —Había cortado en seco la verborragia de la mujer. Aquella tarde, luego de ejecutar a tres personas de un hachazo en la frente, sólo le interesaba recoger el dinero y marcharse. Había algo enfermo en la manera en que le habían hecho actuar. Pero en algunos oficios, a veces, el dinero manda.
Se dirigió a la primera habitación. Frente a la puerta, la cama de una plaza estaba ocupada por una mujer flaca, de cabello negro y grasiento. La sonrisa amarilla y los ojos vidriosos lo envolvieron. Izquierdo recorrió la habitación con la mirada, buscando donde sentarse. Las paredes estaban tapizadas de libros viejos, revistas, diarios, hojas mimeografiadas y una inmensa cantidad de figuras de cerámica o vidrio. Un verdadero cambalache. Una estufa de cuarzo brillaba a los pies de la cama.
—Vení, sentate acá, —La mujer dio una palmada al colchón—. Sin miedo, Señor Profesional, que no muerdo.
Del cajón de la mesa de luz desvencijada y poblada de hojas, paquetes de cigarros y un cenicero desbordado, sacó un sobre abultado. Debajo, se veía un hacha de hoja oxidada y unas hojas, llamativamente blancas.
—Cien mil pesos. Contalos por favor. Me gusta ver que está todo.
Izquierdo contó en silencio. Una radio sonaba bajito bajo la cama. Vecinos quejándose de la basura y la inseguridad. Un locutor que alentaba las diatribas.
—Ahí, debajo del hacha, ¿ves? Es un manuscrito, agarralo.
—¿Un manuscrito?
—Escribí un cuento de terror. Magnífico. La dama del hacha recorre Montevideo, ejecutando una venganza antigua, la policía jamás la encuentra. La editorial del concurso rechazó el cuento. Demasiado largo, dicen. “Las bases establecen 1800 palabras”. Hijos de puta.
Izquierdo terminó de contar y guardó el sobre.
—¿Por eso maté a hachazos a esos tres?
—Y por la guita, ¡pillín! —sonrió divertida.
Izquierdo la miró perplejo. Entonces tomó el hacha y la descargó con fuerza sobre la cabeza de la mujer. Dejó el manuscrito sobre la estufa. Ya los bomberos llamarían a la policía al descubrir el crimen. El fuego, como siempre, eliminaría toda prueba.
Enciende un cigarro. Sonríe al caminar.
—¡Mirá bo! Maté cuatro personas por culpa de 1800 palabras!
Ayyyy, fuerte para el desayuno!
ahh, tiene eso.
Ahora, desayunar a mediodía, no es pa quien quiere, sino solo pa quien puede.
Gracias por leer y comentar, Mariella!