Testamento

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Tengo una compulsión, escribo testamentos. No soy un delirante, solo escribo los míos. A mis quince años me tomé la molestia de dividir todas las figuritas de superhéroes entre mis amigos: los soldados a Matías, los brujos a Gastón, los débiles a mi enemigo, los fuertes a mi mejor amigo. La guitarra eléctrica barata tendría un destino bien conocido: sería enterrada conmigo. Lamentablemente era todavía cristiano, y deseaba toda la parafernalia que viene con eso: un cura, los sacramentos, llanto y tumba con epitafio, un epitafio aún imposible de escribir. 

A mis veinte años llegó un segundo testamento, esta vez con la ayuda de Gastón que había comenzado estudios en derecho. Mis posesiones eran aún menores que a mis quince, ya ni siquiera la colección de figuritas de superhéroes me quedaba. Había resuelto algo más simple: cremación y una urna grabada con mi nombre. Destino de las cenizas: incierto.

A los veintiséis, ya lejos del Uruguay, mi testamento fue más sombrío. Ya sabía mi muerte, la depresión me hacía casi que confirmar que sería un suicidio. ¿Cómo se escribe ese testamento? Primero una carta, pidiendo disculpas y explicando, pero, ¿qué? Ni siquiera yo sabía el porqué de mi futura muerte. Escribí poemas, pero seguí escribiendo y me olvidé de suicidarme. Testamento fallido.

A mis treinta ya lo tenía claro, sería una procesión cristiana, volvería a mis orígenes, pero atea al mismo tiempo. Quería que me entierren en mi pueblo, cerca de donde están todos los ahorcados, ahogados y muertos por la inercia uruguaya llamada “picadas callejeras con motos chinas”, donde mi abuela debía ser solo huesos (con suerte) y donde me sorprendía que aún no estuviera mi padre. No tenía ahorros, de ningún tipo, solo una guitarra eléctrica Gibson SG que no quería dejársela a nadie, pero que tampoco quería enterrarla conmigo, ya que no era un virtuoso del instrumento y sería vergonzoso. Pensé en dejarla a algún músico de blues uruguayo sin dinero. 

A los treinta y dos, ya había ahorrado lo suficiente para que mi dinero al menos sorprendiera al que lo recibiese; dudaba entre mi madre, mi primo, mi hermano, o mi vecino que perdió el honor jugando a la bolita cuando teníamos seis años. Una vida sin honor, valía al menos algunos miles de euros. El suicidio tampoco sería el final, así que el testamento volvió a tener una infinita virtualidad, pero la obsesión de la muerte que apremia me obligaba a pensarlo. En la urna con mis cenizas, escribí en el testamento, deberá estar grabada la frase de Shakespeare “There are more things in heaven and earth, Gurí, Than are dreamt of in your philosophy”.

A los treinta y cinco cambié la frase, me pareció pretenciosa. Preferí algo más local, algo menos llamativo, una advertencia: “Acá están las cenizas de Martin. No fumar”. El dinero ya no me quedaba, lo había perdido en malas inversiones y promesas de billonarios online. Era un estúpido, ni siquiera una cremación merecía. Pensé en el suicicio de nuevo. Escaparme a la Selva Negra al norte, cruzar el Rin y pegarme un tiro en la amada y lejana patria alemana. El testamento volvió a ser triste, más una carta con explicaciones que una repartición de bienes. Volví a escribir poemas, esta vez peores que a mis veintiséis.

A los cuarenta solo poseía un viejo rancho en la Selva Negra, tenía un perro negro y estaba casado con Anne, una protestante analfabeta que había soñado toda su vida con un marido exótico y adorador de Dios (obviamente le dije que era un acérrimo lector del nuevo testamento, no tanto del viejo). Mi testamento fue mucho más largo, dividí la tierra en metros cuadrados y las repartí a todos los viejos que solía encontrarme en el único bar a treinta kilómetros de mi casa, allá por la ciudad de Baden-Baden. Apenas hablaba alemán, pero nos llevábamos mejor que con mis colegas de universidad franceses. Los poemas eran tan grandes que algunos se habían publicado en Francia, título del poemario: testamento.

Anne pensaba en la inmortalidad, no le importaba el testamento, me decía que perdía el tiempo. Era analfabeta, pero más inteligente que personas dando cátedra en la Sorbona en París, más despierta que un criminal de Saint-Denis, y más amorosa que una madre separada de sus hijos por un océano. Me lo dejó bien claro: Ich will nichts von dir, al contrario de mi ex esposa francesa que solía decirme Je veux tout, sinon rien, pues elegí la nada y encontré a Anne.  

Mi último testamento lo escribo a mis cuarenta y cinco. Estoy solo. Anne murió de linfoma. Fue fulminante. Entre el diagnóstico y su muerte pasaron tres semanas. Le tomé la mano y hablamos en nuestro tosco alemán, y nos miramos con un tierno amor. Nuestro perro, viejo y cansado, como Anne y yo, se acurrucaba entre nosotros. Creo que éramos felices, éramos algo más que nada, buscando nada. Murió el nueve de diciembre entre la nieve, y recordé a Hamlet diciendo a Ofelia que no hay nieve ni pureza, que nos haga escapar de la calumnia, pero Anne lo había hecho. Los dos escondidos en la Selva, escondidos de mi compulsión de escribir testamentos y de querer ser para los otros. Era casi gracioso; Era casi gracioso, había vivido anunciando la muerte y ahora quería vivir para siempre para recordar a Anne y para ver como la muerte significa nada frente al amor.

Los testamentos no sirven para nada.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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