Cuatro muertes

C

—¿Quien mató al chofer?—

preguntó Howard Hawks

—¡Que me ahorquen si lo sé!—

respondió Raymond Chandler

—Solo tiene una chance, así que acá sus antecedentes no cuentan, amigo. 

El gordo Barrenechea hablaba con el tono de quien siempre ha tenido quien gane las batallas por él. Izquierdo escrutaba al gordo, que desplegaba sus manos carnosas sobre un escritorio atiborrado de libretas y papeles amontonados a un lado para hacer lugar a un plato, donde una milanesa a caballo reinaba en medio de una corte de papas fritas. Sintió el pinchazo del hambre pero no bajó la vista hacia el plato, ni hacia la lata de cerveza brasilera, que transpiraba sobre un posavasos grasiento.

Se atusó el bigote, ralo y ocre de tabaco, y sin ceremonias preguntó:

—¿Cuándo?

—Mañana.

—¿Dónde?

—Aquí, en la ciudad.

—¿Cuánto?

—Treinta de los grandes,  si no falla.

—Diez al inicio, y el resto al terminar.

—Treinta, un pago único, al final.

—¿Y cómo sé que me va a pagar?, —la mirada negra de Izquierdo mostró un brillo torvo—.

—Nada personal, amigo… Si falla y anda con plata encima, lo aprietan y seguro canta…  sin ofender.

Se miraron con asco mal disimulado y acordaron la tregua que entendían necesaria. Barrenechea tenía poco tiempo. Izquierdo lo sabía, bajó una octava su tono y dijo, casi como una amenaza: 

—Mañana a la noche escuche el informativo de Montecarlo. El final.

—Usted es quien necesita la plata, así que mejor que esté resuelto para la noche, como dice. —Barrenechea hablaba con sorna, sin levantar la vista de las gotitas que perlaban la lata de Brahma—.

—Cuando termine el informativo, estaré en la puerta. Usted me dará personalmente los treinta grandes, en billetes pequeños y no rastreables. Si no cumple, no llegará al informativo de la mañana.

—Se tiene confianza, me gusta eso.

Afirmó la mano en el escritorio, y apretó el intercomunicador. Sin dejar de masticar papas, llamó, perentorio:

—¡Barrios! Venite. —Cortó un trozo de milanesa y se lo metió en la boca. Masticó pesadamente varias veces, y con un largo trago de cerveza ayudó a bajar el bocado. A espaldas de Izquierdo, se abrió una puerta—.

Un hombre alto, de hombros volcados hacia delante, camisa a cuadros -celestes y blancos- de manga corta y corbata a rayas de tonos marrones y grises, entró con un sobre de manila en la mano. 

El gordo se sacudió las migas del pecho con los dedos de la mano derecha.

—Barrios, dale los detalles al hombre acá. Él se encarga.

Izquierdo tomó el sobre que extendía aquel brazo y evaluó rápidamente su contenido. Tres o cuatro hojas, y un objeto pequeño que abultaba en el fondo. Metió la mano en el  sobre, intrigado. 

—Es un Drypen, de computadora. —Barrios sonrió buscando indicios de complicidad con el desconocido—. Tiene los mapas de los cuatro con los recorridos. Los hice yo mismo con el GPS del auto.

—¿Cuatro?

—¡Tres! 

Barrenechea lanzó a Barrios una mirada que helaba la sangre. Sonrió a Izquierdo, cruzó las manos sobre el plato.

—Son estas tres per… tareas las que conforman su trabajo. Encontrará los datos de los tres.

—Sí, son tres. —Barrios palideció—. Estoy con la cabeza en la contaduría del bar. Disculpe amigo. Son tres. 

—Bien. Tres partes, una tarea. Diez por cada una. —Izquierdo movió el sobre en el aire al hablar, lo dobló en dos, y mirando a Barrios, que recuperaba el color, repitió: 

—GPS, recorridos y mapas en el pendrive

—Unos de esos drypen de ahora. Tiene todo lo que necesita. Los mapas y la información. Se la imprimí también.

—Con eso estoy. Me marcho. Mañana al final del informativo paso de nuevo—. Izquierdo miró a los ojos al gordo, que encendía un cigarro, mientras jugaba con una papafrita.

En el rellano de la escalera, miró rápidamente dentro del sobre. Cuatro hojas (sujeto 1, sujeto 2, sujeto 3, sujeto 4) y un pendrive. Algo no cerraba. Respiró hondo y salió del edificio de Ciudad Vieja con paso firme. Caminó hasta Paysandú y Andes,  esperó el ómnibus. El calor del mediodía era agobiante. Le volvía como un eco la leve inflexión en la voz de Barrios al decirle “todo lo que necesita”. 

Hizo señas al bus, en medio de la resolana y se cantó —es tarde para que te arrepientas—, marcándose el compás con el pie izquierdo, como los guitarristas de rock.

Cuando llegó a la casa, ya eran pasadas las dos. El sol era un agobio en aquella zona sin árboles. Se desabotonó la camisa, la quitó en un movimiento lento, y la colgó en una percha en la entrada. A lo mejor aguantaba otra salida.

Se dirigió al baño y se mojó la cabeza. La pérdida de cabello se había acelerado, y el jopo era apenas un matorral fino, lacio y de un castaño deslucido entre dos entradas profundas. Los ojos negros, brillantes, retenían aún cierto encanto. El bigote largo le daba un aspecto de mexicano de película clase b. Suficiente para ser intimidante cuando lo necesitaba, y pasar desapercibido la mayor parte del tiempo.

Salió del baño con paso cansino y se quitó los zapatos disfrutando del fresco del piso de baldosas mientras caminaba hacia la mesada. Puso agua en la caldera, tomó una taza que tenía impreso el escudo de una aseguradora desconocida, dos sobrecitos de bracafé, un frasquito de edulcorante barato y caminó hacia el escritorio. El monoambiente era una caja irrespirable a esa hora. 

Batió con agua tibia hasta hacer abundante espuma y llenó la taza con el agua que, ahora sí, silbaba en la caldera. De un rincón sacó un ventiladorcito de pie, lo enchufó y lo puso en marcha. Se instaló en el escritorio, y encendió la torre de una computadora que había conocido mejores temporadas. Sorbió un par de tragos de aquel café infame, resignado ante la lentitud del Windows 95.

El pendrive contenía cuatro imágenes que también se abrieron lentamente, y un documento breve con las claves necesarias. Izquierdo se preguntó si el larguirucho y encorvado Barrios habría conseguido él mismo aquellos datos. 

Sujeto 1. En casa (sitio 1) cada noche, hasta los mediodías. En las tardes, plaza (sitio 2). Compras en el súper (sitio 3). Ocasionales caminatas al prado con perro. A la noche, delivery del bar. Muzza, fainá, cerveza. 

Sujeto 2. Nunca en casa durante el día. Pocas noches, siempre con compañía distinta. Fines de semana en la casa. Solo feria. No recibe pedidos ni visitas que no lleguen con ella. 

Sujeto 3. Casa, oficina, casa de lunes a viernes (7:30 a 18:00) Cine cada viernes. Teatro cada sábado. Kiosko por semanarios jueves y viernes.  Recibe pedidos del super martes y viernes. No pide comida hecha. Solo.

Sujeto 4. Sin horarios fijos ni trabajo conocido. 

Izquierdo miró las cuatro hojas, la mano mecánicamente llevó la taza ya vacía a la boca. De la conversación con Barrenechea tenía claro que lo principal era eliminar al sujeto 1. Los demás eran una suerte de daño colateral, porque podían ser cabos sueltos en una investigación bien llevada. Lo verdaderamente importante, —crucial— había dicho el gordo, era el orden. Si 3 o 2 morían antes, 1 estaría sobre alerta y se esfumaría. El rutinario sujeto 3, resultaba inquietante, los datos impresos no se parecían en nada a los que le había adelantado el gordo mientras daba cuenta de su milanesa a caballo. Sin embargo, lo que generaba recelo en Izquierdo eran los sujetos pares. El sujeto 2 era nombrado como “ella” cuando él había dejado clarísimo que su trabajo no incluía jamás mujeres. Y, finalmente, Barrios había insistido con un misterioso “sujeto 4” que era literalmente una página en blanco. 

Suspiró con fastidio mirando aquellos datos. Algo no estaba bien. ¿Sería tan pelotudo Barrios como para pasarle una información errada? La insistencia en que el pago se hiciera al final le daba una pésima espina. Tenía un poco más de 30 horas para resolver aquello y cumplir lo pactado.  Le irritaba que hubiera misterios y preguntas no resueltas donde debía haber datos precisos para su trabajo.

Se preparó otro café, esta vez sin edulcorante, y volvió a revisar todo. Se decidió. Invertiría las 30 horas disponibles en resolver el misterio, antes de cumplir con el encargo. Barrenechea tenía razón en una sola cosa, realmente necesitaba el dinero.

Abrió el frigobar y sacó una manzana, la lavó y con parsimonia la comió. Las hojas del sobre, tal como le había dicho su improvisado informante, contenían en texto la información de los sujetos. No se les pasó por la cabeza imprimir los mapas a estos improvisados. Lo ganó el fastidio. Se calzó nuevamente, colocó en una mochila los papeles, el pendrive, una remera polo y una Hering con el logo de la OSE. Fue al baño, se mojó nuevamente la cara, se puso un desodorante en aerosol que tiró luego en la mochila, y volvió a ponerse la camisa de manga corta que había utilizado toda la mañana. 

Bajó los dos pisos por la escalera, y en lugar de tomar el pasillo hacia la vereda, se encaminó hacia el fondo. La vieja Jialing automática de 50 cc lo llevaba a cualquier sitio, rendía culadas por litro de combustible y, sobre todo, era discretísima.

Descolgó el casco celeste del manubrio, se lo ajustó en la cabeza y subió a la moto. Se impulsó con los pies todo el largo del pasillo, salió a la vereda, y en la calle se dejó ir unos metros por la bajada. Nunca arrancaba la Jialing en el pasillo o corredor de la casa; una mezcla de pudor, buena vecindad y cuidado. Casi en la esquina dio una patada en el arranque y sintió la moto vibrar entre sus piernas. Mi mangangá la llamaba.

Avanzó por Propios hasta casi Ocho de octubre, y se metió en un cyber.

—Dame una máquina. —le dijo a la muchacha con cara de pocos amigos, que no levantó la mirada del celular—.

—La dos. 

—Gracias.

Bajó las cuatro fotos del pen, las colocó en la carpeta que decía impresora y las mandó. Prefería hacerlo así, no fuera que la gurisa se pusiera a chusmear.

—Va un documento

Se levantó y se arrimó:

—¿Cuántas?

—Cuatro.

Ella giró y esperó que la impresora escupiera la cuarta hoja, con el lado blanco hacia arriba.

—¿Las engrapo?

—No, gracias. 

—Veinte pesos.

—Bien.

—Ya te cierro la sesión —dijo. Volvió a la máquina, eliminó los mapas, levantó el pen y se dirigió a la heladera—.

—Una Salus. 

—Cincuenta.

Extendió un billete de cien, tomó el cambio y salió. En la rambla, estudió los mapas, bebiendo lentamente la botella de agua mineral. Compuso un itinerario mental, se dirigió a la estación de servicio, llenó el tanque, puso aceite, y chequeó las ruedas.

El tránsito de martes a las cinco, era pesado, y más con aquel diciembre que iniciaba caliente y húmedo tras un invierno que casi había llegado a fines de octubre. La gente manejaba con el apuro de un fin de año que se acercaba galopando, y con el mal humor de los montevideanos que ven en  todo lo que pisa el asfalto un enemigo al cual temer y, con suerte, exterminar. Izquierdo se movía como pez en el agua en esa jungla. La adrenalina le permitía pensar, uniendo datos y planificando movimientos.

El sujeto 1 debería andar en alguna de sus salidas  eternas de las tardes, y además vivía hacia la zona de Millán y Raffo. Así que decidió por el o la misteriosa sujeto 2. 

—A ver qué tal esta mina, —se dijo mientras terminaba de guardar todo en la mochila y dejaba el mapa prolijamente doblado en el bolsillo de la camisa. La tela era como una frazada Campomar contra la piel ensopada. Puteó, se colocó el casco con la visera levantada, y se calzó la mochila. Avanzó por la rambla entre el vapor del asfalto; buscaba una casa en las inmediaciones de Ramón Anador y Facultad de Veterinaria—. 

Aquella zona de Montevideo conservaba, para su trabajo, la enorme ventaja de ser de esos barrios donde la gente todavía se conoce, tiene hábitos, compra en almacenes pequeños, pide la cena en la pizzería de la esquina, y saca el mediotanque a los patiecitos del retiro de la vereda. 

Cuando llegó a la cuadra señalada, cambió la camisa por la Hering con el logo de OSE. Caminó unos metros, miró la numeración y tocó timbre en el número de la casa del final del pasillo. Una mujer con la siesta aún en la cara asomó a la puerta:

—¿Sí?

—Busco al Sr. Hernández, del apto 1.

—En el 1 no vive ningún Sr. Hernández.

—Es la dirección que tengo para el aviso de corte.

—En el 1 vive una muchacha, Juana, pero vive sola.

—¿Juana? ¿Será hija de Hernández?

—No, no. Tiene un apellido extranjero, suena a francés, Vuaturét o algo así.

—Bueno, chequearé con la empresa—, Izquierdo sacó un celular del pantalón. 

—Disculpe la molestia vecina.

—No, de nada. Por la dudas pruebe otra vez con el timbre, a veces llega tarde la vecinita.

—¿Trabaja hasta tarde?

—Se toma sus libertades para llegar, digamos.

—Los jóvenes tienen esos trabajos nuevos, sin horarios, a veces. No son como era uno.

—No sé en qué trabaja, pero a la noche suele tener sus asuntos, si usted me entiende.

—¿Algún novio fogoso…? —Izquierdo guiñó un ojo, dando confianza a la mujer que ya se acercaba a la puerta, dispuesta a soltar la lengua—.

—Si fuera uno, o dos, pero todas las noches uno distinto.

—A lo mejor ese es su trabajo, —se encogió de hombros—, tal vez tenga sueño pesado.

—¡Esta casquivana! No creo que trabaje ni de eso. Por cómo grita, le debe hasta gustar no dormir…

—No le quito más tiempo vecina. 

Juana Voituret, pensó Izquierdo. Joven, castaña, delgada, bastante caderona -”culo gordo” había dicho con inequívoco tono de envidia la vecina del fondo–. ¿Cómo habrá llegado a esta lista? Ya en la esquina, se sentó en la moto, y abriendo la mochila se concentró en el Sujeto 3. Seguramente estaría ya en la casa. Encendió la Jialing y partió hacia la rambla. Barrio Sur lo esperaba, aunque no fuera un visitante grato.

La dirección de Barrio Sur, resultó ser una pensión de mala muerte en la calle Durazno. Izquierdo, esta vez con la camisa prendida hasta el ùltimo botón, bien metida en el pantalón, y fingiendo su mejor acento de eso que los montevideanos imaginan es canario de afuera, supo que el sujeto 3, Pedro Ancheta, jamás había pisado la pensión.

Pidió disculpas por las molestias, y se marchó. Cuando subió a la moto ya había decidido volver a su casa. Necesitaba darse una ducha y pensar. Le resultaba francamente intolerable, y harto sospechoso que un dato esencial para el trabajo estuviera tan mal. Como si quisieran que no lo lograra. Después de fracasar miserablemente en la pensión de la calle Durazno, había buscado por el mismo número en Maldonado, un edificio de diez pisos, donde no tendría cómo ubicar al sujeto, y en Canelones, donde una cortina baja señalaba una empresa que no abriría hasta la mañana siguiente, pero donde seguramente no viviera nadie. Algo estaba mal.

Izquierdo salió de la ducha a las nueve. La oscuridad avanzaba sobre aquella zona de Aires Puros. Envuelto en una toalla, sacó una cerveza brasilera del frigobar y sintió con placer el Fzzz al abrirla. Bebió un trago largo, helado. Se sentó en el borde de la cama, y pensó. El sujeto 1 debiera estar en la casa, si no se había salido de la rutina. La muchacha Voituret seguramente estaría procurando compañía para la noche. El 3 era un misterio aumentado por el inquietante sujeto 4 del que no solo no había nada escrito, sino del que no habían dicho palabra en el encuentro con Barrenechea y Barrios. 

Se secó, se puso el calzoncillo, la bermuda y las zapatillas. Vació la mochila. Con extremo cuidado colocó en ella una sobaquera con la 9mm y un 38. Ya se los calzaría llegado el momento. La camisa negra con un estampado de palmeras blancas, el pantalón beige pinzado, los mocasines y la cadena de fantasía quedaron en el fondo de aquella mochila. 

Frente al espejo y con extremo cuidado se colocó un aplique simulando una cicatriz que atravesaba su rostro desde la sien hasta la mandíbula y una falsa barba en el mentón. De allí en más, cualquier eventual testigo, hablaría de un hombre enjuto, de barba candado y con una enorme cicatriz en el lado izquierdo. 

Recién entonces se colocó la discreta Hering gris. Así vestido era un rostro sin cuerpo, fácilmente reconocido por una cicatriz que desaparecería en la primera boca tormenta, junto con la perita. 

En el negocio de Izquierdo un buen disfraz valía tanto como la agilidad mental y física, los datos bien chequeados, las armas limpias y cargadas y -esencial-, un estado de sospecha permanente; sobre todo de los más cercanos. Había visto cómo su padre, una leyenda en investigaciones, caía en desgracia y era degradado tras cubrir a un colega hundido hasta el cuello en un asunto de drogas. Cuando unos meses después aquel colega asumió como jefe de policía, el padre de Izquierdo se había colgado en un campo en San José.

Desencantado de la vida, curioso, discreto, empedernido buscador de la verdad oculta tras cualquier detalle cotidiano, Izquierdo se había hecho detective privado casi por casualidad. Tenía a su favor la facilidad para la conversación de la que siempre extraía datos, su físico privilegiado para ciertas tareas como observar sin ser visto, o asumir mil aspectos y pasar desapercibido. Primero fue seguir a una esposa infiel, luego rastrear a un misterioso firmador de cheques de cuentas inexistentes…

Paulatinamente había ido tomando trabajos en Montevideo y Buenos Aires, donde la paga solía ser mucho mejor. Tras un trabajo mal resuelto había matado a uno de sus contratistas habituales. En una noche había aprendido a borrar huellas y desaparecer cadáveres para hacerlos brotar de la tierra meses después. Una cosa es eliminar pruebas, otra es dejar a una familia sin tumbas donde llorar a sus muertos. Izquierdo era un profesional, no un hijo de puta. 

***

Diez minutos después mientras la Jialing zumbaba por Carlos María de Pena,  Izquierdo seguía pensando en la forma en que Barrenechea había mostrado un filo de furia cuando Barrios dijo “cuatro”. Su sonrisa de vendedor de autos usados no había bastado para disimular la contrariedad del gordo. Al llegar a Camino Castro, giró en U y avanzó a paso de hombre, mirando las parejas que se besaban tendidas en el pasto o bajo los árboles donde las sombras cómplices propiciaban ciertas caricias. 

En esta época del año, más te vale tener a mano un repelente que condones, se dijo, recordando sus años mozos, y a Margot, la estudiante de magisterio que le dio a lamer y morder los primeros pechos de su vida adolescente. Aquellas tetas mínimas de pezones largos habían hecho sus delicias. Cuando ella deslizó la mano tibia bajo su pantalón se sintió ir en una convulsión húmeda y espesa. Ella se había llevado la mano a la boca, y con cara traviesa le dio su primer pieza de sabiduría sexual: “lo primero, mi amor, es aprender a dominar la ansiedad”.

Izquierdo sacudió la cabeza, no le convenía distraerse, y menos con esas cosas en medio de aquel sopor. Detuvo la Jialing la subió a la vereda y la dejó junto a un banco de pintura descascarada, con la cadena y el candado bien ajustados. Caminó unos metros hasta Ramón Cáceres y, adoptando un paso casual y lento, emprendió la marcha hacia las paralelas; Susviela, Islas Canarias… al llegar a Mauá dobló hacia el arroyo. 

De zapatillas, bermuda de jean, remera gris y con una mochila negra colgando de su hombro izquierdo, era apenas un paseante más. Cruzó el puentecito sobre el arroyo y continuó. La casa de la esquina de Pierre Fossey no tenía encendidas las luces del breve patio, la ventana del segundo piso dejaba salir la luz azulada de una TV, o quizá un monitor de computadora.

Izquierdo avanzó lento una cuadra, llegó a la esquina. Pidió una lata de Patricia —“helada por favor”— y, bebiéndola, emprendió el regreso hacia el arroyo, bordeó la casa y se dirigió hacia la orilla. Deseó ser un fumador empedernido como los buenos detectives de novela negra, pero odiaba el humo de tabaco. Ignoró los mosquitos, terminó la cerveza y aplastó la lata con la mano.

Dos horas después, en la costa del Miguelete ya no quedaba un alma. La gente se encerraba en las casas protegiéndose del calor bajo los aires acondicionados, o el aire insulso de los ventiladores de techo. En la casa de la esquina no se notaba movimiento alguno, la luz azulada del primer piso seguía brillando.

Izquierdo se preguntó qué haría aquel misterioso habitante. Cuidando de no ser visto, sacó las pinzas y se dirigió hacia el tejido que cercaba el patio. Un gigantesco paraíso sombreaba aquel rincón y le daba la cobertura necesaria. Abrió una brecha cortando algunos alambres y se coló dentro de la casa. 

Sacó de la mochila la 9mm, y le puso el silenciador. No recordaba haberlo guardado, ni las pinzas, pero allí estaban, casi mágicamente aparecidas, como para cubrir alguna necesidad. Ahora que pensaba, tampoco recordaba haber visto en google maps aquel conveniente paraíso. O las fotos eran antiguas, muy antiguas, o de nuevo los datos fallaban de forma muy extraña. —Dejá de pensar pelotudeces y concentrate en lo que hacés—, se dijo. Olvidarse de una herramienta le resultaba menos inquietante que tenerla a mano sin recordar haberla traído consigo. Era total e irremediablemente desconfiado, sobre todo de sí mismo.

En la habitación, Rubén Hernández, argentino de 60 años, escritor reconocido en el ámbito de la novela negra latinoamericana, encendía un cigarrillo, y aspirando hondo clickeaba en el botón aceptar, iniciando así la impresión de la última prueba de su nueva novela.

La saga de aquel detective montevideano que vivía en Ramos Mejía y trabajaba en todo el conurbano bonaerense, iba a finalizar con un nuevo trabajo; esta vez en Montevideo, donde el protagonista, hijo de un ex policía caído en desgracia, tenía la oportunidad de resolver un caso antiguo y eventualmente cobrar venganza por las canalladas que habían llevado a su padre a una muerte no del todo clara.

El detective, en sus cincuenta, enjuto, cínico, mujeriego y de un estoicismo a toda prueba para soportar largas noches de vigilancia, caminatas eternas en las afueras del Gran Buenos Aires, o días de ablande y averiguación en las fondas y whiskerías del más hediondo lupanar del bajo, volvía a su ciudad natal, dispuesto a todo.

Como nunca antes, llevaba en la noche decisiva no sólo su viejo 38, que solo salía en emergencias y casi nunca era disparado, sino también una 9mm sin marcas, con silenciador. El detective había virado a homicida premeditado y alevoso llevado por una serie de revelaciones a medias que ponían en cuestión todo lo que había sabido de su padre. 

Hernández bajó a la cocina, sacó una botella de Chardonnay helada, la descorchó, llenó una copa y se dirigió nuevamente a su estudio. Se acercó al mullido sillón de cuerpo y medio frente a la ventana. Encendió la lámpara de pie estratégicamente colocada tras el alto respaldo, tomó las quince páginas del último capítulo, finalizado hacía unos minutos, acercó un puff, se sentó y estiró las piernas. Comenzó a leer:

»En la casa del jefe de policía, extrañamente sola en un jueves de diciembre en que los dos guardias habían salido a un casamiento, un novato vigilaba, luchando contra el sueño. En el patio, un viejo pastor alemán entrenado  en el plantel de perros del cuerpo de policía, descansaba en la noche de luna nueva. Echado junto al paraíso era invisible a todos. El guardia, que adivinaba su presencia porque se la habían señalado a la mañana, no notó que hacía ya dos horas que el perro no respiraba. Si hubiera hecho una ronda cada hora, como le indicaron, habría notado la quietud del perro; tal vez se habría acercado y habría entrado en pánico viendo la cabeza del animal destrozada por una bala que jamás se escuchó.

»El joven guardia estaba concentrado en su celular, cachondeándose con una enfermera con la que salía desde un par de semanas antes. Hacía casi dos horas que tenía una violenta erección siguiendo el diálogo con la mujer que decía estar masturbándose en su casa, imaginando una serie de juegos que harían el fin de semana, cuando ambos estaban de franco por un día y medio.

»En medio de aquel incendio virtual, no notó que una sombra se movía desde el paraíso hacia los macetones en que Hernández tenía sus limoneros desde hacía tres años. Aún no decidía dónde plantarlos definitivamente, así que de momento aquellas tres moles ocupaban uno de los bordes del camino que iba desde el portón de calle a la puerta de la casa.

»Inesperadamente una piedra cayó a sus pies llamando su atención. Dejó el celular en el bolsillo y miró el piso con detenimiento. Una nueva piedra cayó un metro delante suyo. El novato se llevó la mano a la cintura y avanzó un paso. Fue lo último que hizo antes de que una mano le asestara un golpe en pleno rostro dejándolo atontado, Ni siquiera notó el culatazo que Izquierdo le dio en la nuca para terminar de desmayarlo. Cuando en medio de un dolor horrible despertó al amanecer, estaba amordazado y atado de pies y manos, sentado contra la pared. Quien lo hubiera visto de lejos pensaría que era un borracho durmiendo la mona. Pero aquella mañana aún estaba lejos.

Izquierdo entró en la casa, y recorrió la planta baja en el mayor de los silencios. Todo estaba vacío. Del hueco de la escalera brotaba una luz amarillenta, como las de las luces de las casas de campo con pantallas de cuero. 

Los escalones de madera son los peores para estas escenas que necesitan discreción. Crujen irremediablemente, aun cuando se tome la precaución de caminar pisando en los bordes. Pero tal como había ocurrido con el silenciador, el paraíso o la repentina salida de los dos guardias de confianza del viejo policía, en ese momento el habitante de la casa murmuró algo sobre la necesidad de música para ciertas lecturas. Repentinamente comenzó a sonar un tango. 

Izquierdo se detuvo y aguardó. La música lo paró en seco. —No te puedo creer que este hijo de puta también escucha a Canaro—, se dijo mentalmente, mientras el cantor de voz engolada comenzaba a cantar tras la larga introducción de fuelles, violines y piano, “Golondrina de un solo verano, con ansias constantes de cielos lejanos…” Izquierdo suspiró y apoyó un pie en el primer escalón. “Alma criolla errante y viajera, querer detenerlas es una quimera”… otro paso. 

“Golondrinas con fiebre en las alas, peregrinas borrachas de emoción…” en el tercer escalón se detuvo a escuchar. Fuera del Quinteto Pirincho no se escuchaba otra cosa, 

“Siempre sueña con otros caminos, la brújula loca de tu corazón…” dos escalones más. Se agachó y asomó apenas la cabeza. A su izquierda, un monitor emitía una luz  con un reflejo azulado, seguramente la luminosidad que había visto durante dos horas desde la costanera del arroyo.

Delante suyo, frente a la ventana, solo se recortaba el alto respaldo de un sillón  bajo una lámpara de pie y pantalla de lonja, cuadrada; que dirigía un diáfano manto de luz blanca hacia abajo, proyectándose hacia las paredes en un tono ocre que generaba una atmósfera cálida. Empotrados en la pared de la derecha, cuatro estantes empotrados a la pared hacen las veces de biblioteca. En uno de los estantes, la led verde de un equipo de audio mostraba el avance de la música. Track 1. El muy terraja escucha copias—, pensó Izquierdo que, arma en mano, aguardaba el inicio del track 2.

Las golondrinas se fueron, los compases de Cambalache iniciaban; tan contundentes como la Quinta de Beethoven, o la clarinada de Azuquita pal café, reconocibles hasta por el más turro. Izquierdo dio tres pasos breves, terminando la escalera. Se incorporó y dió dos pasos más en absoluto silencio, yéndose hacia la izquierda para oculto por la lámpara y a contraluz si el miserable aquel llegaba a notar su presencia.

Hernández avanzaba en la lectura. La aventura llegaba a su desenlace. Se detuvo  un momento, tachó una palabra y buscó mentalmente un sinónimo. Su detective se llamaba Izquierdo, eso complicaba los movimientos de escritura, pero tenía su gracia.  En los ‘70 un tipo fuera de la ley que hacía el bien, sin mirar demasiado a quién, y cobrando según un código ético insobornable: “a la Humphrey Bogart, pero con letras de Discépolo”; era de cajón que se tenía que llamar Izquierdo. Más sabiendo que su deriva estaba signada por la corrupción; que entre los milicos es casi una segunda piel, cuando no el corazón.

Hernández repasó mentalmente la escena, y sí: Izquierdo debía ir a la izquierda para sorprender al villano que, sentado en un sillón reclinable, bebía vino leyendo un viejo reporte policial que había permanecido oculto en el fondo de un baúl por casi cuarenta años. Vio al milico mover las páginas amarillentas, se mojó el índice y giró la página. 

—¡Joder! —se dijo— los dos estamos girando la página a la vez… —y siguiendo el más irracional de los impulsos volteó la cabeza hacia su izquierda—.

Todo fue un instante, la sombra tras la lámpara, el fogonazo silencioso, el dolor brutal en el pecho.

—¡La puta que te parió Izquierdo! ¡Sos un bruto!

Izquierdo tras la lámpara, apenas oculto, intentaba ver el rostro del misterioso Sujeto 1 al cual debía matar como objetivo principal, sin olvidar al ilocalizable sujeto 3 y a la putona sujeta 2, la Voituret del culo gordo.

De golpe el hombre había girado, llevado por un ruido o tal vez el oscuro presentimiento de la muerte, que a veces -Izquierdo sabía bien- hiela el aire sin otra razón que hacer saber al señalado que su final está a dos suspiros de distancia. Se asustó y disparó, sin pensarlo; como un reflejo, o una descarga de tensión. 

Vio, en una secuencia eterna como las de los animé japoneses que miraban sus sobrinos, el rostro sorprendido del sujeto 1; de Hernández. Junto al resplandor en la punta del silenciador, notó el impacto del retroceso en la mano, como en cada disparo, y sintió, sobre todo, un ardor brutal en el pecho.

—¡Serás imbécil! —bramó Hernández, y trató de respirar con dificultad—.

Izquierdo intentó respirar, el ardor en el pecho era insufrible. Dejó caer el arma, y se llevó la mano al pecho. 

—El sujeto 4…

—Nunca entendiste nada, todas las pistas te dejé, ¡idiota!.

Hernández jadeaba entre insultos.

Las pistas, el sujeto 4, el que Barrios quiso señalar y Barrenechea, gordo hijo de puta, ocultaba tras la sonrisa. El 3 que no vivía allí y que lo había llevado a decidir no actuar hasta saber lo que ocurría…

La voz del cantor llamaba “¡Petronita! ¿Qué? No hay que hacerse mala sangre…” Izquierdo comprendió: él era el personaje de las novelas de Hernández y acababa de matarlo, contra todo lo que su experiencia le había enseñado sobre la prudencia, “aunque el mundo se derrumbe, aunque chumbe el paterío, y el del alquiler nos chumbe”

—Cuatro muertes, claro —se dijo—.

—¡La puta que te parió!

—Muere usted, leyendo un borrador, muero yo con usted, muere el gordo Barrenechea, ese sorete, muere Barrios, que no era mala gente…

—La puta que…

—No podía ser que mi trabajo fuera eliminar a una muchacha sin más pecado que tomarse todas ciertas libertades nocturnas y a un fulano que jamás había pisado la zona. 

Izquierdo cayó de rodillas, Hernández era un rostro lívido, una boca abierta de la que goteaba un hilo de sangre, casi tan grueso como el que manaba de su pecho ya definitivamente detenido. Los parlantes seguían sonando:

No hay que hacerse mala sangre

como dijo Shopenhauer

salga pato gallareta

como dijo Martín Fierro

Y al mal tiempo buena jeta

mientras haya qué comer

(lo demás son cuentos)

Y si un mal tiene remedio

afligirse no conviene

y si remedio no tiene

no sé qué le vachaché

Más de...

Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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