Una audaz estocada

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La casa vieja, de gruesas paredes de adobes de principios de siglo, se elevaba como último bastión en los bordes mismos del pueblo, allí donde la calle apenas sostenía su condición en un trazado de granza y piedras que se perdía, un poco más adelante, en el trillo que hasta hoy se engarza en la ruta de salida hacia las chacras del ejido. La construcción fresca y húmeda abría sus ventanas a un remanso de sauces, paraísos, anacahuitas y limoneros, alimentados por la cañada subterránea que emergía un centenar de metros al este. 

Luis tenía ocho o nueve años cuando trabó amistad con don Emilio, un vecino viejo y cascado por años de trabajo sin pausa, que vivía en una habitación alquilada a la vuelta de su casa. Don Emilio era un hombre enjuto, alto, de hombros anchos volcados sobre el pecho. Sus manos grandes y resecas estaban siempre manchadas de tinta.

Bajo su boina de vasco, los ojos brillaban con picardía. El bigote ancho y poblado, enmarcado entre las patillas blancas y los lentes de armazón gruesa, era una segunda sonrisa en su rostro de piel de papiro. 

Había llegado al pueblo muy joven huyendo de su Italia natal, con la esperanza nunca realizada de retornar en algún momento. Hablaba poco, casi nada de su tierra. Cuando el recuerdo lo abrumaba, se refugiaba en un vaso de vino tinto, y la lengua se le desataba en una melancolía oscura, o un furor viscoso. Esas noches era mejor mantenerse lejos, a salvo.

Luiggi -como lo llamaba el viejo- era el encargado de ir diariamente al almacén de  la Nena Varela a hacer la compra. Galleta de campaña, vino suelto y tabaco, eran la dieta básica a la que se sumaban tocino, arroz, papas, cebollas, zapallo, boniatos, fideos, y ocasionalmente algo de azúcar y café. La leche y los huevos los traía don Zipitría que cada mañana recorría el barrio en su carro tirado por un tostado tan añoso como su dueño.

Una mañana fresca de abril, en que el niño volvía corriendo del almacén, don Emilio, haciendo un alto en su tarea de barrer la vereda, se apoyó con ambas manos en la escoba y lleno de curiosidad preguntó el motivo del apuro.

—Es que el viernes me traje un libro de la escuela, y tengo que devolverlo hoy.  En su carrera, el niño pivoteó sobre la pierna derecha, y ahora corría de espaldas, mirando fijo al viejo cuando remató, urgido: -Me quedan pila de páginas todavía.

—¿Y qué libro es ese que te tiene corriendo? quiso saber el viejo, con una sonrisa que iluminó aquella mañana de abril.

—Buffalo Bill, don Emilio. Es la historia de un vaquero que cazaba indios y búfalos para conquistar el oeste y hacer un tren hasta California.

—Ah ¡qué interesante!.

—¡Sí, mucho! -Luiggi hablaba con entusiasmo- Y la escribió el mismísimo Buffalo Bill, es la historia de su vida. Se llamaba William Cody. 

¡Atenzione bambino!– Don emilio se irguió, la escoba era un cayado en su mano derecha, mientras el índice de la mano izquierda se estiraba enfatizando la verdad inapelable que su voz cascada echó a rodar por la calle desierta. -Si la historia la cuenta el mismísimo Buffalo Bill, seguro está llena de mentiras y exageraciones. Todos los hombres mienten sus vidas cuando las escriben.

Luis abriò los ojos como platos. Don Emilio continuó: por eso las mejores historias son las que cuentan las aventuras de otros.

—¿Usted sabe contar historias? En los ojos atentos de Luiggi, cabía la inmensidad del universo, la profunda oscuridad de los mares del sur, o la paciente historia del improbable origen de la escritura.

¡Certissimo!, podría contarte muchas, si quisieras. Historias de piratas buenos y valientes en tierras muy muy lejanas.

—¡Uy, sí! Mañana vengo y me cuenta! Ahora me voy a terminar el libro, si no me queda por la mitad la historia de Buffalo! -alcanzó a gritar el niño mientras retomaba su carrera-.

—Anda, anda, y después me cuentas de tu cazador de indios.

Don Emilio trabajaba a diario en su escritorio, rodeado de una montaña de papeles, prolijamente escritos con una vieja pluma fuente. Era un escribidor de los de tintero y secante, frente sudada junto al farol, y cubre mangas de paño negro, ajustado por encima del codo con un pequeño cinto de cuero, y con elástico sobre los puños de la camisa. 

Nadie en el pueblo sabía nada, o casi nada de su vida anterior, aunque los rumores eran tantos como las historias que relataba a Luis cada día, luego de aquella primera conversación en plena calle.

Una de las historias, tan poco creíble como las de moros y cristianos matándose a mandobles de cimitarra; decía que don Emilio era la víctima de un destino tan cruel como los thugs adoradores de la diosa Khali.

Dicen los que leen documentos, que como buen habitante del Mediterráneo siempre quiso ser piloto de navíos, pero surcó solo una vez el Adriático, en un barco mercante que lo depositó en Brindisi. Don Emilio, observador como todo los buenos perdedores, rescató de sus tres meses embarcado la cantidad de aguafuertes necesarias para dar vida a piratas del Mar Caribe, compañías enteras de cipayos de pésima puntería y habitantes de los desiertos de Damasco, de rostros curtidos de sol y sangre.

Con infinita paciencia, bordaba cada día una nueva historia que iba a asentarse en la ávida imaginación de Luiggi, ya vuelto un lector impenitente a la tibia luz de las tardes invernales, cuando el cielo se tornaba brillante, frío y azul como un zafiro.

Así, Yáñez y Tremal Naik abrirían a machetazos discretos el camino por el que los tigrecillos llegarían al bungalow a rescatar a las eternas novias perdidas; y Leonor vencería nuevamente al campeón turco con una audaz estocada aprendida de su maestro napolitano. 

Luiggi se sumergía en aquellos relatos cada vez que podía. Su imaginación trenzaba malayos, moros, indios, venecianos y caribes en la trama diaria de la escuela, los juegos en la calle y el patio, las salidas en bici a hacer cross en el campito, y larguísimas horas jugando al fútbol de tapitas.

Las aventuras brotadas de las páginas gastadas eran un abrigo cuando el aire de julio cortaba la respiración, una compañía cálida cuando los primeros brotes anunciaban la primavera, un remanso fresco en las tórridas siestas de enero. 

El pequeño devoraba con pasión aquellas historias guardadas entre tapas amarillas y brillantes. Cada mañana, al llegar con la compra -galleta de campaña, vino suelto y tabaco- se sentaba en una pequeña silla redonda que una vez perteneció a un bar. El viejo tendía una taza de café humeante y dulce como la más rica golosina, tomaba un libro del estante, y sentándose en la mecedora de ratán a su lado, leía con una voz renacida en cada encuentro:

—Co… co… co. ¡Qué querrás decir, por todos los truenos y tempestades del Cantábrico! Co… co. Ya sé que hay papagayos llamados Cocós, pero estoy por creer que no será uno de esos pintarrajeados volátiles quien me haya escrito esta carta… Mejor será interrogar a mi mujer, la cual, quizás, tampoco pueda descifrar estos garabatos. En fin: ¡Panchita! Una robusta hembra de unos treinta y cinco años, morena, de ojos almendrados como andaluza, graciosamente ataviada y con las mangas recogidas para lucir unos bien torneados y mórbidos brazos, salió detrás de un largo mostrador de caoba, donde se hallaba fregoteando vasos, y dijo: 

—¿Qué deseas, Pepito?

Salgari, El último filibustero

La ceremonia se repetía religiosamente desde el relato apurado sobre las aventuras de vaqueros relatada por un tal William Cody. Aquella llave había abierto la puerta a una camaradería que rescataba al viejo del desprecio sordo de su familia. Luiggi se perdía en la lectura, tirado en un sofá desvencijado, o sentado en el borde de la cama prolijamente tendida de su abuelo, absorto en la escucha. Reía a mares cuando los Tigrecillos de Mompracem burlaban a la Royal Navy, fruncía el ceño cuando Kammamuri erraba el último disparo, conocía los dolores del amor de la mano de Tremal Naik que seguía buscando a su Ada en templos abandonados.

Lentamente, el niño se fue interesando en la vida de aquel inventor de historias apasionantes, y comenzó a intuir en los silencios de sus mayores, historias antiguas de su propia familia. Su memoria fue engarzando los resquemores que el abuelo irascible había dejado para siempre en los suyos con el recuerdo dulce del lector que abría mundos, al sentarse y dar voz a la historia desplegada ante su mirada. Adivinaba en ese gesto la maravilla que otros encuentran en las religiones: en el principio es siempre la palabra. 

***

La memoria de los relatos es una fragata a punto de zarpar, enredada en los jirones de una niebla impenetrable y traicionera que oculta los riscos donde toda la expedición podría fácilmente naufragar. Como un fanal que abre la oscuridad en busca de la corriente que indica el canal de salida, los aromas que vienen de la cocina lo guían en un avance que no deja de ser a tientas.

Una marmita de hierro fundido sobre la salamandra inunda de aroma a tomillo la sala. Cebolla y morrón, tocino y cuerito de chancho, papas, boniatos, zanahorias y zapallo hierven lentamente, en medio de un mar de porotos negros. Desde los parlantes del aiwa, Edmundo Rivero desgrana milongas y cifras que roban poesía a la vida austera de maleantes, guapos y mujeres del bajo porteño. 

Sentado en un viejo sillón de ratán, comienza a leer, como tantas veces. Una nube de lembranzas atraídas por el olor de la feijoada, por el grave temblor de las bordonas del feo en los parlantes, o por la promesa de una película a punto de dibujarse para él en el aire, llenan el amplio espacio de la antigua casona de gruesas paredes de adobes. 

Sin darse cuenta, cede al impulso venido desde el fondo de la memoria, y lee en voz alta: 

Un relámpago cegador, que dejó ver durante unos instantes las nubes tempestuosas empujadas por un viento furiosísimo, iluminó la bahía de Malludu, una de las más amplias ensenadas que se abren en la costa septentrional de Borneo, más allá del canal de Banguey. Siguió un trueno espantoso que duró bastantes segundos y que semejó el estallido de veinte cañones

Salgari, Sandokán

Su voz vibra en la casa vacía y da vida al recuerdo de aquel viejo de mirada torva y gesto dulce que ya dejado de la mano de dios, en una habitación alquilada en la que vivía solo como un paria, le abrió aventura tras aventura, el fascinante mundo de los libros. 

Un remolino enlaza los sinsabores que padeció su abuelo, las tardes de juego, las mañanas de lectura compartida, y el trasfondo de tragedia que puebla la vida del más grande de los héroes de su infancia. Salgari vivió siempre endeudado, pagando en libros los costos de internación de su esposa y su progresiva locura.

Aún recuerda la voz de su abuelo relatando con voz quebrada los últimos momentos de don Emilio.

—Aquel italiano soñador terminó sus días abriéndose el vientre según el ritual japonés del harakiri. Antes de irse definitivamente escribió a sus editores:

A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, os saludo rompiendo la pluma.” 

Sin saber por qué, abre un cuaderno, y escribe, con la misma pasión con la que siempre ha leído: 

La casa vieja, de gruesas paredes de adobes de principios de siglo, se elevaba como último bastión en los bordes mismos del pueblo.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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