Más grande que el Sol

M

Por Demetrius Galíndez

No lo creo necesario, tampoco justo. No lo creo ni conveniente, ni acertado ni siquiera inteligente. Pero necesito decir algo. No como fuerza o tempestad de los sentidos, sino como la plácida manera de verse desde lejos, aunque sean solo cinco minutos después o veintiún espacios. No acarreo la culpa. Yo no levanto en mí ni siquiera un gramo de esa bazofia. No, no tengo culpa. Lo siento en el alma, en esa que dicen que existe (yo la siento, así que debe existir).

Jamás olvidaré la primera vez que la vi, un poco parecida al caramelo, supongo que de Brasil, nieta de los tambores y de Italia. Cómo negarme entonces a esta representación que se me impone desde ese lugar detrás de la comprensión, entre su idea pasada y ya tan lejana que duele como nunca y como siempre. Es su idea evanescente que quiere volver.

Ella miraba la lista de sus nuevos compañeros de clase. Teníamos catorce años. Estaba concentrada, parecía memorizar los apellidos de los desconocidos y alegrarse por los nombres que se repetían del año anterior. Rodriguez, el número 48 soy yo, le dije sorprendiéndola. Hola, le dije ya perdido en su collar tricolor. Hola, me respondió, hermosa como la última vez que la vi. Yo era el 48 de la fila, ella lo sabía, solía mirar hacía atrás cuando nos formábamos para entrar a clases como buenos soldados domesticados. Ella sonreía a través de veintiún espacios de cuerpos erguidos. La miraba sonreír y se me caía el mundo en el vientre. Vos sos el 48 y yo soy el 27, me decía. 

Quince años después necesitaba aclararle ciertas cosas antes de que partieramos al exterior. Aclararle, por ejemplo, que ya no la amaba. Si nos íbamos a vivir juntos, es decir, vivir en un país extraño sin las intermitencias de los viajes en carretera que solía hacer por mi trabajo, ella necesitaba saberlo. No es importante la cuestión del amor, o la pregunta de qué significa esa palabra tan bastardeada y sobrevalorada. Necesitaba aclararle lo que ella ya sabía. ¿Cómo no darse cuenta cuando el amor falta, si cuando el amor falta es la vida misma que, neutra, casi máquina, funciona y funciona hasta que ya no? El amor no se finge, se finge que se lo tiene, que es diferente a tenerlo. 

Yo reconocía mis avatares de perdedor, y ella reconocía en mí lo que yo reconocía, es decir,  un perdedor que tuvo la suerte suficiente de cruzarse con ella hace quince años en las aulas desoladas y sórdidas de un liceo en el pueblo de Manzana. Pero no quiero ponerme metafísico y hablar de abstractos. Ella sabía que yo no la amaba, pero sin embargo estaba conmigo cuando el avión, enorme e intimidante para un desgraciado como yo que nunca voló antes, salió de Montevideo a Madrid.  Ya no la amaba y ella me amó antes, es decir, amó a otra configuración de lo que yo era. Fuimos tiernos y simpáticos en la desgracia y la pobreza americana, pero fuimos torpes y dudosos en lo blandengue de la comodidad europea. 

Era una noche helada, de esas tan fortuitas en el interior profundo de ese país latinoamericano olvidado por latinoamérica, cuando nos besamos por primera vez. Dicen que Uruguay significa “río de los pájaros pintados”, pero significa otra cosa, mucho más próxima a los uruguayos : “río de los olvidados” . El problema de estos países creados a semejanza de otros países es que ya nacen exiliados, desparramados, de a pedazos, zonzos, turbios, desacatados en la lúgubre y tierna muerte de la subsistencia.  Son países niños pero avejentados, es algo por fuera de la comprensión, algo imposible de explicar a esos otros territorios ancestrales y milenarios. Nacimos medio muertos, medio tontos, y medio desesperados. 

Ella cantaba mientras paseábamos por los campos, los montes, en las arenas negras de esas playas estancadas, de corriente floja, sin rambla ni pescadores. Ella sonreía cuando me veía llegar y lloraba cuando me veía llorar, pero calculaba, contaba, sumaba y restaba : hace un año nos conocimos, hace treinta y cuatro semanas que me regalaste el bolso, hace siete minutos me besaste, hace cuatro horas hicimos el amor, hace treinta y nueve semanas que nos abrazamos, en aquel bar, tan extraño como hermoso, como tu boca abierta y esos ojos cerrados, gloriosos, que me amaban, hasta que dejaron de amarme. Ella contabilizaba fechas, momentos, situaciones, cosas, movimientos, gestos, sonrisas, miradas, llantos, silencios. Todo podía encajar en los compartimentos del registro. Todo es parte de la contabilidad cuando uno ama. Vos sos el 48 y yo soy el 27, me decía sonriendo. 

Pienso y repienso, busco y rebusco, revuelvo los recuerdos impregnados de su olor y de su sudor, de su tilde esdrújula y de sus apellidos italianos. ¿Cómo logré olvidarla? Pregunta imposible, como la más tierna pregunta de un niño. No hay respuesta al saber de  cómo llegamos a ese avión juntos, en esa situación penosa, triste y casi chistosa. Hoy la imagino sentada, porque aún la imagino, encorvada en un libro odioso, rechinando los dientes y refregándose los ojos, odiándose por no ser otra, o estar en otro lado. La amo, aunque suene raro, sentada sin hablar y parada hablando, con sus manos moviéndose, recordando a su cuerpo su pasado italiano. No entiendo como pasó lo que fue y casi pudo ser con ella.

Éramos dos, casi tres. El avión despegó, y nosotros sentados juntos sabiendo que moriríamos kilómetro a kilómetro. Un océano de penuria, un océano de separación, que nos desvelaba el fatídico destino de un amor que solo era posible en un país desolado. La crueldad es justamente el no poder decidir más allá de lo mero visceral, de la Trieb para sobrevivir. No sabíamos vernos en lo inconmensurable y en lo vasto, estábamos acostumbrados a lo rutinario, a lo vago, a lo llano y a lo lato de los conceptos tan grandes como “verdad”. No podíamos sino vernos tristes y mártires de un amor que no nos pertenecía, un amor que había nacido de los infortunios. No podíamos amarnos con la posibilidad, con la libertad de elegirnos, solo podíamos amarnos en la desesperación de un lugar que nos aprisionaba en la miseria, solo podíamos amarnos en Uruguay, en ese suelo verde de cielo siempre celeste, siempre triste, tan triste como yo y como ella, cuando al fin le confesé, que ya no la amaba.

Recién caigo en la cuenta, que no es tu cuenta, que no tengo tiempo de contar versos, estrofas ni sonidos. Así que estas palabras tímidas de despedida van, como dardo invisible sin blanco, como líneas inhóspitas que buscan el hogar y el vino suave que nunca te pedí, ni rogué, entre esos veintiún espacios que separaban tu número y el mío. Recién caigo en la idea maravillosa de la potencia de tu querer nunca obtuso, ni de a pedazos. Recién caigo en este pozo que no es el de Onetti y nunca lo será, porque no soy así. Busco desesperado, la rama del Sarandí para no ahogarme y no morir de nuevo. Recién caigo en la cuenta de que no cuento ni sumo, ni resto, ni divido. Ya no valgo en tu fórmula. Ya no más, ya no menos. Quiero ser más pero al final, solo logró ser menos escribiéndote lo que pienso que sos, que seguro no sos. Vuelvo a mirarte, tu mirada un poco torcida justifica cualquier genocidio.  ¡Qué más decir si todo ya está dicho! ¿Solo repetir palabras en un orden distinto? Escuchar los latidos de tu corazón, es decir, ¿imaginarlos? Quién soy yo, para decirte lo que debes sentir o guiar tu espejo hacía el mío, ya roto. No te amo, eso es mentira. No te amo, es mentira dos veces. 

La brutalidad de reconocer que esa niña, que miraba a ese niño por veintiún espacios, y que lograba incendiar una biblioteca más grande que la de Alejandría en un segundo azul de sentimiento, se había marchado sin moverse, mirándome partir con una maleta llena de libros y poca ropa, era irreal, era casi criminal.  Yo moría a cada paso que daba, pero no importaba, yo ya estaba muerto; el avión nos había matado, el nuevo país nos había degollado, el nuevo continente nos había abrigado de todo amor, de toda sonrisa, de todo collar tricolor, de todos los espacios entre nosotros, de todo cálculo y número, de todos los sentimientos resguardados en esos veintiún espacios sagrados de espera y suspiro que aún me queman, como un incendio más grande que el Sol. 

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