Cuatro versos

C

I.- Hugo

In my dream I was drowning my sorrows

But my sorrows, they learned to swim

Surrounding me, going down on me

Spilling over the brim

U2

El viento sur trepaba la cuesta de la calle Río Negro con la furia de una jauría hambrienta. Hugo se subió la solapa del sobretodo, respiró con fuerza bajo la bufanda y apuró el paso. El bigote espeso concentraba el olor rancio de los treinta cigarrillos diarios. En la esquina de Soriano cruzó con la luz roja, lo mismo hizo en la esquina siguiente, eran las diez y media de una noche de jueves que no suele ser demasiado agitada en la muy fiel y reconquistadora

Empujó con fuerza la puerta de la calle Maldonado y lo envolvió el aroma dulzón de un saxo de la era en que el jazz se apareaba mansamente con la bossa nova. ¿Getz o Hawkins? El bar estaba casi desierto. La luz amarilla de las lámparas vintage, apagadas por la madera que cubría las paredes y el gastado piso en damero, daban al lugar una atmósfera sepia. Bruma de Londres en una fotografía vieja, humo de cigarro en un club de mala muerte en el puerto de Liverpool. Todo en Uruguay es viejo, con olor a salitre y niebla carcomiendo el hierro de los barcos y los pilares de los edificios de la rambla. Un país importado, usado hasta el cansancio, que arropa sus miserias con los jirones de un glorious past, que no nos pertenece. 

—Estamos mal, —pensó mientras caminaba hacia una mesa contra las ventanas de la calle Río Negro.

Se quitó el sombrero de fieltro que a duras penas había logrado mantener sobre  sus ya escasos rulos apretados, lo apoyó en una mesa breve -brillante de barniz roble oscuro-, y recorriendo un aro imaginario por sobre su cabeza liberó el cuello de la doble vuelta de bufanda a cuadros. La ajustó sobre sus hombros como lo haría un obispo con su estola y, dejando el sobretodo prolijamente estirado sobre la silla que daba al pasillo, tomó asiento.

—Un whisky, doble, dos piedras, ¡No me lo agüés muñeco! —El Japo -barman, sonrisa elegante, mirada penetrante, gestos de malabarista- cabeceó desde la caja y el recién llegado extendió sobre la mesa un rollo de hojas A4. Dejó que el alcohol luchara sin prisas con el hielo que lo invadía, bebió dos tragos y maldijo al presidente que había prohibido fumar en los sitios públicos. —¿Dónde se ha visto? —dijo, dirigiéndose a la puerta con un Phillip Morris en la boca, el encendedor en una mano y el vaso en la otra—. Se apretujó entre la puerta y el ancho de la pared y encendió. Por suerte aquellas construcciones casi centenarias eran de paredes gruesas -autoportantes, como decía su tío constructor-. 

Las imágenes que había compuesto comenzaban a ordenarse. “Las imágenes que había compuesto”: sonrió divertido y a la vez sorprendido de la ocurrencia mientras exhalaba una nueva nube azul al viento que se arremolinaba en la esquina haciendo danzar hojas ocres y bolsas marcadas por la desidia. El asfalto, húmedo de niebla, espejaba las luces, también amarillas, del alumbrado público. Apagó el pucho y se repitió en voz alta la frase que lo había hecho sonreír minutos antes: “las imágenes que había compuesto”. Se obligó a recordarla, y entró nuevamente al tibio vientre del bar.

Jugaba con un resto de whisky aguado cuando vio entrar al Negro Daniel y el Tano Bellagamba. Discutían acaloradamente, a juzgar por los gestos de ambos. 

—¡Buenas y santas! Veo que además de tus habituales ambiciones expansionistas —dijo arrojando el sobretodo del hombre que lo miraba sentado, hacia la mesa a sus espaldas—, has comenzado ya a calentar esos motores. ¿Qué pesada preocupación te inquieta tanto ¡oh poeta! que has convocado a estos tus humildes servidores? —El Negro -jeans claros, campera de cuero con el cierre cruzado sobre el pecho, manos de mecánico- siempre se había reído de la manía de Hugo por los sobretodos—.

Cuando el mozo se acercó con otro whisky doble, y las consabidas dos piedras de hielo fundiéndose en el líquido dorado, los tres hombres se encontraban ya sentados. El Tano se frotaba las manos heladas. Levantó la vista, y ordenó:

—Un fernecito para este marica, y a mí lo de siempre, una medida de ginebra en un vaso largo y una Stella, bien helada.

Los vasos llegaron con una vasija llena de maní salado. Coleman Hawkins hizo lugar a un compilado de los Stones, el bar recibió a otro grupo de parroquianos, jóvenes, ruidosos, que pidieron cerveza en pintas y gestionaron el cambio de música.

—…el tema es que estoy atascado en un cuento —Hugo hablaba haciendo gestos breves con las manos—, y necesito ideas para poder encontrar una vuelta.

—¿Atascado en un cuento?

—Eso dijo, y se ve que le cerraron bien el paso, porque nos ha traído en medio de la noche negra para despejarle el camino. El Tano hablaba con el bigote lleno de espuma. Su voz cascada, de radio de onda corta mal sintonizada, tenía la cualidad de encontrar siempre el volumen adecuado para que sus palabras no fueran mucho más allá de la mesa que ocupaban.. Nadie podía decir a ciencia cierta si era una cuestión de frecuencia o de tono; pero la voz del Tano era un cubo arriba de la mesa. Un metro cúbico de voz, que inundaba sin desbordar. 

—El asunto es así. —Hugo colocó la punta de los dedos sobre las hojas impresas, su mano derecha era una gigantesca araña deambulando por la pradera blanca plagada de diminutas figuras arial 12—. Ya les leo lo que hay, pero primero hay que ver si el asunto rueda bien, si se arma un cuento. Vieron que uno lee y sabe si diez páginas son un cuento o solo diez páginas.

—¡Ah, pero es de laburo la reunión! ¡Habrá que comenzar a regar estas almas y pensar esa estructura! —Daniel se pasó la mano por delante de la cara, dejando que los dedos recorrieran con lentitud dramática la bajada desde la frente lustrosa que se perdía en su incipiente calvicie hasta la nariz, desde donde se despeñaban hacia los labios y el mentón. Cerró el gesto mesándose con parsimonia la barba candado que usaba desde hacía veinte años. Con su habitual voz de locutor de FM, grave, pausada, y una entonación en la que jamás había faltado una s, deslizó:

—Esto va a ser largo amigos, así está el mundo.

Hugo tomó un trago largo, miró directo a los ojos a cada uno, y apartó a un lado los cigarrillos. Cuando se apasionaba, no toleraba distracciones, y sus palabras, precisas entraban directo en tema: 

—Dí con un personaje que me encanta; Milton, un cura de pueblo…

—¡Dio fetente! Arrancamos con un cura…

El Tano separó la mano derecha del vaso de cerveza y la movió, abierta, lenta, directo al pecho del Negro Daniel. “Callate un poco, hacé silencio.”

Daniel llevó los labios al ferné, paladeó largamente antes de tragar y dirigió la mirada atenta al amigo que intentaba continuar: 

—Mi cura es un tipo de pueblo, sencillo. Obrero pero sin ser sesentista. Un existencialista soltado de la mano de dios a fines del siglo pasado en un pueblo de la ruta 1. Debiera ser del sur de Francia o irlandés, pero es criollo, más criollo que el aujero ‘el mate. Y un día tiene un sueño que lo inquieta. Mucho lo inquieta. Tanto, que el tipo va y lo escribe.

—Cura de pueblo… inquieto que escribe un sueño. Bueno. Promete… y, sobre todo, se aleja de “chico conoce a chica”

—¡Gran siete! Yo me callo y vos te pones pavo, escuchá no seas guarango- —El Negro, lector de los cuentos de su amigo desde hacía veinte años, había sido mordido por el inicio en ciernes de una nueva historia. Sentía lentamente el veneno ingresando a sus venas, y no quería abandonar ni la electricidad violenta que invade la mano -como cuando uno se quema con agua recién hervida o te pica un alacrán en medio del camping-; ni la placentera y lenta expectación que de a poco va tomando el cuerpo en un cosquilleo que pronto será vértigo. Para el Negro Daniel una historia bien contada era igual o mejor que un buen polvo tras una larga noche de seducción. 

—… entonces, el tema es que el cura no puede dejar de soñar el mismo sueño, casi una obsesión. Y el asunto se va agravando a medida que se acerca la Semana Santa. 

—¿Se agrava al llegar turismo?

—Cada noche resulta un tormento. Porque además, y esto todavía no se los dije, no se trata de cualquier sueño. La cuestión es que de manera inevitable él lo tiene que escribir. ¿Se imaginan? Está obligado a escribirlo, no puede no hacerlo aunque preferiría, como decía Bartleby, no hacerlo. Pero no tiene chance, no tiene opción, él lo escribe cada vez. De hecho cada vez lo escribe más corto, como si en vez de contar el sueño buscara hacer un microcuento con lo que ve en sueños.

El mozo llegó con una pizzeta de masa fina y crujiente, peperoni y tomates cherry sobre una gruesa capa de muzzarela, sin que nadie la hubiera pedido; pero eran habitués, tarde o temprano alguien iba a pedir algo. 

Con la boca llena, y el gesto típico de quien se quema la lengua en el apuro por comer, Hugo prosiguió:, 

—…y ese es uno de los personajes.

—¡Ah! ¿Hay más? —Al Tano, que había publicado dos volúmenes de poesía, siempre le intrigaba la construcción de personajes. Sus poemas, breves, sin métrica solían ser unos aguafuertes potentes sobre la soledad, el desamor, el agobio de la vida en las ciudades, el sinsentido de un mundo que no da tregua a nada ni nadie—. 

El Negro -músico desde la adolescencia, bajista en bandas de rock pesado-, las letras siempre le habían resultado un aditamento que alguien espolvoreaba sobre la música. Lo suyo era componer líneas complejas, cargadas en lo melódico sin perder el groove. Entendía el proceso creativo, la angustia de no saber cómo seguir una frase, pero en el fondo la literatura le resultaba un ejercicio al que le faltaba músculo y sudor. 

—Tengo otra. —Hugo intentaba responder—. Una gurisa joven, alocada, rockera. Se me había ocurrido jugar un poco con el disco ese de Bowie que te gusta a vos Tano, el del rayo en la cara…

—¿Aladdin Sane?

—Ese mismo, me puse a jugar y  la gurisa se llama o le dicen Agalin Sane.

—¡Pésimo! Típico juego de palabras pajero que nadie va a entender. 

—Sí, me doy cuenta, me ata mucho. Probé de todo, recorrer las letras del disco, usar trocitos como epígrafes o nombres de partes, o -derecho viejo- meter algunas expresiones en las descripciones de los ambientes. Encima es un disco aburrido, hasta para ser del “genio” de la mirada fija…

—Pero Hugo… ¡Huguito, mi amor! Vos no tenés ni idea de rock, ni de músicos, ni guitarras, ni del ambiente… ¡Y, no te metás con el Duque Blanco, porque te pico!

—Cierto che, vos sos como Cortázar o Scott Fitzgerald, te sacan del Jazz y te perdés. Vas a andar a los tumbos. O vas a terminar haciendo que John Lennon sea guitarrista en Judas Priest.

—Soltala a la piba, o buscale otra vuelta…

—Algo de eso he pensado sí, pero no sé, hay cosas de ella que me gustan.

—¿Del personaje?

—¡De ella, de la gurisa! Es super intensa, es claro que hay algo que la mueve.

—Ah muchacho… ¡Parecés enamorado! ¿Está buena por lo menos? —Una de las especialidades del trío Hugo-Daniel-Gabo era aflojar tensiones, sobre todo cuando alguno de los tres se sentía invadido de angustia—.

—Yo que sé… Tiene las tetas como cucuruchos, y es pelirroja…

La carcajada los sacudió a los tres. Sin mediar palabra se levantaron y se dirigieron a la puerta. El Negro pasó su brazo por sobre los hombros de Hugo, mientras el Tano -Gabriel, Gabo, o piernitas, como le decían a veces jugando con su apellido- se quedaba un poco atrás y se dirigía al baño. La cerveza, por más reforzada que venga, sigue siendo cerveza…

Meó rápido, espumoso, todavía riendo. Se enjuagó las manos, y se mesó el cabello -negro, abundante, largo, cayendo en ondas suaves hasta la altura de la quijada prolijamente afeitada-, era la forma de secarse las manos en lugares públicos. De camino a la puerta, se arrimó a la barra, donde pidió otra vuelta y sugirió pasar de la música que entraba a ponerse peligrosamente noventosa a un poco de blues eléctrico, Mayall, Peter Green, BB King, algo que sostuviera en su cadencia la pregunta del amigo. “Somos complicados los escritores“, —pensaba cuando abrió la puerta y extendió los dedos hacia la caja de Nevada que le ofrecía el Negro—.

El Hugo, a esas alturas, hablaba como un descosido, en pleno furor explicandis:

—…Escribir es un trabajo exactamente opuesto al de los sueños. Uno se sienta, lápiz en mano y va tallando con palabras. 

»Está enteramente hecho de palabras el horror en la mirada última del hombre asustado con la cabeza apoyada en un tronco, el grito que descarga el verdugo, el gesto de la multitud que voltea al unísono las cabezas, entrecerrando los ojos. Palabras en un papel, el seco golpe del filo asesino contra el tronco tras haber desgajado en un mandoble brutal la cabeza que ahora cae al suelo de hierba verde fresca y alta…

—¿Por qué carajo no escribís lo que estás diciendo? Habría que grabarte a vos, y te ahorrarías un montón de esos líos del tipo “se me atascó un cuento”, como si fuera un volkswagen gol en medio de las dunas de Valizas. —El Tano contribuyó con su pequeña nubecilla de humo y entró en la conversa sin pedir permiso. Hugo le tomó el antebrazo, siguió como un poseso—.

—…El sueño es lo opuesto, un montón de fotografías sepia, como la calle y -sobre todo- el ambiente del bar, donde ahora ya no suena el Desafinado de Hawkins, ni el Colossus de Rollins… Una serie de aguafuertes animadas, y mayormente mudas. 

»No. Mudas no, sino habladas en un lenguaje de colores, de sombras y luces, de movimiento, de gestos que se ven, y que son mutiladas horriblemente cada vez que uno intenta pasarlas a palabras. 

—Porque el relato del sueño es la destrucción del sueño a fin de cuentas. Nunca se pasa todo. Contar un sueño es como hablar de un disco de Zitarrosa o de los Beatles sin incluir una sola referencia a las letras o a la década del sesenta.

—¡Ustedes dos son como un matrimonio viejo! —soltó el Negro divertido, viendo como tantas veces antes, que cuando la conversación se encendía alrededor de las cosas que apasionaban a alguno de ellos, brotaba algo potente y honesto. Algo indefinible, intenso, como una gema en bruto—.

***

II. Agalin Sane

Lily Malone maneja un camión

Hay ruido de motores en su corazón

Sale del bar, se pone a andar

Y encara la autopista hacia ningún lugar.

Riff

De nuevo en la mesa, Hugo se disponía a leer. El Tano le quitó las hojas de la mano. 

—No pibe, no… Primero queremos conocer a esa hermanita de Bowie. ¿Cómo era el nombre?

—Es que justamente, no hay mucho que conocer. Son unas líneas, no sé qué pueda pasar con ella. Pero de alguna forma, presiento que ya está allí.

—¿Allí dónde?

—Allí en ese mundo donde los personajes hacen banco antes de entrar a tallar en una novela, un cuento, una canción. ¿Dónde más va a estar? —Hugo se impacientaba. Le carcomía no tener todavía definido el devenir de una idea/personaje en el que intuía algo, y las preguntas del Daniel y el Gabo le resultaban un enjambre de tábanos en medio de la siesta—.

—Mientras no la dejes en la sacristía, pervertido…

—Bah, espero no ser tan obvio. Aunque puede ser buen tormento para el Milton, Mire que andar soñando que es él quien incita a las masas a crucificar al bueno de nuestro Señor Jesucristo.

—Tiene razón el amigo Bellagamba. No nos fuerces a llamar escribanos y testigos…¡Hay confianza che! presentanos a la ninfa, ¿o ya te la querés guardar? No seas guardabosques ¡oh poeta del triste invierno de San Felipe y Santiago! —Rieron, chequearon que los vasos estuvieran nuevamente provistos, Hugo hizo agregar otras dos piedras de hielo a su whisky, necesitaba la cabeza despejada más que nunca, porque finalmente estaban entrando en tarea

—Se las presento así de una:

La gringa caminaba por la calle con paso de matón de película clase B. Los rulos bruñidos de rojo caían sobre sus hombros bien torneados. Sus pechos como cucuruchos se movían rítmicamente. Sobre los pómulos altos y poblados de pecas, dos ojos color mar eran una ventana abierta de la que tanto podía brotar una ternura infinita como refulgir la más salvaje de las tormentas.

»Nieta de irlandeses, hija de una fanática del glam de los 70s, Agalin Sane era dueña de sus horas y su cuerpo. Se movía como una Joan Jett en las avenidas de L.A., tomando cerveza del pico de la botella, fumando cigarros negros, y escuchando Saxon, o Riff.”

—¡Opa opa! ¿Alguien ha estado investigando! Metiste tres referencias rockeras sin pifiar mucho pibe. — El Tano -Contador en un laboratorio, jeans negros, poleras de mayo a octubre, lentes de aro, Yes, Genesis y blues en todas sus variantes- golpeó la mesa y echó el cuerpo hacia atrás:

—¡Seguí nene, seguí!

»Entró al taller mecánico del Rodolfo, prendió un cigarrillo y soltó un ¿qué onda? ¿le encontraste las cosquillas a la nave? 

»El hombre joven, asomó la cara negra de grasa de una de las tres fosas y la recorrió desde las pantorrillas hasta la sonrisa. Como siempre, le hizo notar que la velocidad del recorrido visual se volvía ostensiblemente más lento al trepar por sus muslos, el monte de venus apretadísimo por la calza negra, y continuaba subiendo por derecha o por izquierda a sus pechos erguidos, breves y distantes. El recorrido visual desembarcaban invariablemente en su sonrisa amplia, y el portal  verde agua de sus ojos intensos.

—¡Al fondo nena!”

—Está completamente tomado por la Agalin este reo. Con razón la tiene escondida, en cualquier momento le va a meter mano. —El músico sentía vibrar el bajo en el pecho y se permitía licencias poéticas con su amigo.

—El tema está en que la historia de la gurisa termina en que anuncia un viaje que no se sabe si tiene previsto el retorno. Apenas lo dice, lo que me brota es ese momento horrible del 2002 cuando se nos fue media generación.

—Y cual es el problema con eso? —No en vano el primer poemario del Tano se llamaba Pueblo desangelado—Estaría muy bien que ese talento tuyo para generar historias explore la migración. A mí nunca me salieron más que los versos entre amargos y envidiosos de quienes no tuvimos ni los recursos ni el coraje de buscarnos la vida lejos de este basural.

—No sabría decirte, mejor sigo:

»—Te espero lindo. ¡Qué mierda tas escuchando!dijo, mientras sacaba un cassette de los Fabulosos Cadillacs y colocaba uno de los suyos elegido al azar de la mochila de cuero negro que colgaba eternamente de su hombro izquierdo. El vozarrón de Rob Halford inundó el taller. Agalin buscó el mate abandonado junto a un tarro de grasa, le dio vuelta, cebó uno, y escupió el agua tibia.

—¡Qué asco esto!Con un gesto de fastidio llenó el termo, lo apoyó en la mesa de carpintero -siempre hay mesas de carpintero en los talleres que se precian de serlo-, y enchufó el sum, colgado en uno de los clavos de la pared. 

»Te traje esto, bombón, para que tires esas terrajadas de una vez. —Dejó sobre la mesa una pila de posters de músicos de la década del 70. Son de la revista Pelo. Los tenía el viejo apolillándose en un armario .

»La voz del viejo Silvio Porto sonó cascada como siempre desde otra fosa:

—¡Las mamitas de casino se quedan donde están, nena! si te ponés celosa, una de dos, o no venís más o lo dejás al pollerudo este, igual con la paja se arreglaba bastante bien. Coronó su entrada en escena con una carcajada sonora que retumbó en el fresco del taller

—No hinches las pelotas viejitorió con su voz grave y frescaIgual, vos ya no tenés dientes pa’ carne fresca. Dejá de babear, y asomá el hocico así te doy un mate como la gente, y no esta inmundicia que tenías acá afuera.”

—Viene bien la flaca, manda parar de lejos. —Al Tano le encantaban las referencias a los trabajos manuales, una fuente de metáforas precisas, alejados de su vida de escritorio y trámites en la city— ¿Cómo es eso de que se pianta? Porque se la ve muy instalada en ese ambiente a la moza.

—Es uno de los problemas, seguí por ahí y cuando quise acordar se estaba yendo a España, la crisis del 2002, toda esa mierda de crítica social, y no me sale. 

—Tiene razón el Tano con lo que te dice. Metete un poco con esos temas. Tus relatos últimamente están llenos de fantasmas o de gente que está muy mal de la capocha y vive en ambientes que parecen de sitcom yanqui.

—Es complicado decir algo que no suene a panfleto. Ustedes saben que el canto popular y la poética militante no son lo mío… Cuando entro a ver que estoy bajando línea me da terror y me paralizo. No quiero que me lean buscando respuestas. Quiero contarles mis preguntas, y no sé cómo hacerlo. 

—Lo tenemos claro, pero te estás ahogando en un vaso de agua… Fijate que el Tano acá te tira un cabo. Él sólo pudo decirlo desde la voz de los que nos quedamos. Con Rigor Mortis, en esa época teníamos un par de canciones que iban por el lado de insultar a la clase política. Vos has viajado, conocés Barcelona, Madrid, La Coruña. Podés colocarla ahí a la gurisa, que además tiene su carácter, y después… después es tan recién llegada como vos cuando te viniste de pueblo Achar a Montevideo. Tenés pistas. Bah, creo…

—¡Claro! pero no sé mucho que hacer con ella, de hecho, en algún momento intenté reescribirla, pero era gringa mismo y estaba en pleno en la costa.

—¡Decime que la pusiste en tanga, papá! —El Negro le palmeó los hombros y se dirigió al baño.

***

III. Milton

El padre no funcionaba en el Vaticano,

entre papeles y sueños de aire acondicionado;

y fue a un pueblito en medio de la nada a dar su sermón,

cada semana pa’ los que busquen la salvación.

Ruben Blades

La noche avanza, la barra joven de las dos mesas próximas había hecho girar la banda sonora hacia el Hip Hop de la costa oeste, siempre dentro de la estricta política musical de la casa: los ritmos anglo sajones o afro americanos se inventaron para ser cantados o rapeados en inglés. Viendo que ya solo quedaban sus habitués, el dueño, heredero del viejo bar al que había aggiornado desde la propuesta de tragos y tapas, hasta la música y un cuidado extremo en los detalles de sonido e iluminación, decidió darse un gusto y colocar a sus mujeres favoritas como banda de sonido.

Afuera el viento luchaba a brazo partido con la niebla que se imponía ya definitivamente. Las dos parejas que habían pasado cerca de las 11, se habían marchado hacía buen rato ya. Los tres hombres se pusieron de pie como para ir a fumar, el Japo les hizo seña de “todo bien” y arrimó un cenicero, no sin antes dejar dos en la ronda de jóvenes. 

El bar se pobló de pequeñas luciérnagas rojas. La Merchant le entraba a Because the night

—Canta bien la gringa con pinta de maestra de tercer año, pero no le llega a los talones a la madrina —Daniel, siempre tenía algún comentario despectivo para todas las mujeres que no fueran Janis Joplin o Patti Smith. En su docta opinión el rock, como el fóbal, era cosa de hombres. Hugo y el Tano lo miraron revoleando los ojos: “Same ol’ same ol’—.

Hugo se atusaba los bigotes dispuesto a volver a la lectura. La puerta de la esquina se abrió y entraron dos mujeres, Una morena, -bajita, muslos bien combados dentro de un jean, pelo azabache, largo y lacio- colocó las manos delante de la boca y las calentó con su aliento. Su compañera -alta, nariz afilada, ojos claros, gorra de lana calada hasta las orejas- se dirigió directamente al baño.

—Una cerveza negra, si tenés, y algo caliente de masticar, una pizza o un fainá… —La morocha dejó una cartera de cuero verde petróleo en la mesa, y también se dirigió al baño. 

—¡Bueno, gente! —Hugo había dejado tiempo para el prolijo escaneo de las recién llegadas— No se me distraigan con la primera ninfa que se apersona en medio de la oscuridad, les presento al amigo Milton.

—Nada de eso. Usted señor, es un escribidor, y tiene en la cabeza esa ridícula de usted, lo que quiso escribir. Leo yo, y vamos viendo —El Tano le arrancó las hojas de la mano.

—Pero es que hay cosas que…

—Por eso mismo, gurrumín —El Negro Daniel impuso sus términos— Tramposín de su mamá, deje que acá nosotros leemos esos papeles desnuditos y tal como están, sin abogados defensores ni alcahuetillos que paguen la fianza. Deje quieto que el caballero acá lee

—¡Uh! Bueh, dale, leé. Leé de una vez:

La imperiosa necesidad de orinar lo sacó de la cama minutos antes de que el alba rayara en el cielo cargado de nubes. Desagotó la vejiga, viendo el líquido humeante y oscuro inundar el fondo de la taza blanca y descascarada del viejo inodoro; se enjuagó la cara y miró el reloj de pulsera: cinco y veinte. Se dirigió a la cocina, y puso en el fuego un hervidor pequeño y esmaltado lleno de café, mientras buscaba en la bolsa una galleta de campaña que dejó en la breve mesa.

»Caminó hacia el cuarto y se puso un cardigan, deshilachado y con la mitad de los botones, por encima del pijama; a la vez que buscaba las medias de lana gruesa. El fresco de abril comenzaba a notarse claramente, y el día se anunciaba gris y seguramente lluvioso.

»Mientras retiraba el café -que ya rompía a hervir- del fuego y se sentaba, pensó por un segundo en el sueño que se repetía cada vez más seguido. Las imágenes se sucedían, con una familiaridad inquietante.

Che, esto es muy “La mala hora”, parece García Márquez en Nueva Helvecia… —apuntó el Negro con una gesto de amable reproche—. Impostó la voz y continuó leyendo:

»En su sueño, estaba parado en medio de una multitud, expectante. Hacía un calor seco, y la tensión se respiraba en el aire espeso y reverberante bajo el sol. Las mujeres vestían prendas largas de colores firmes y sin brillo, y cubrían sus cabezas con pañuelos largos. Los hombres vestían túnicas claras. Todos llevaban turbantes que los hacían parecer más altos e imponentes de lo que realmente eran. Los rostros llevaban las marcas del mar y el desierto, arrugas marcadas, labios cuarteados, ojos siempre semicerrados. Los hombres llevaban barbas largas, más o menos cuidadas. Cada frente sudaba en chorros serenos que bajaban por las sienes, o en gotas saladas que irritaban los ojos. La agitación creía. 

»Él se encontraba en ese punto ciego y panóptico de los sueños, en que todo se ve, y era a la vez protagonista, coro y espectador. El murmullo crecía, las voces se cargaban de angustia, alaridos agudos, y gritos gruesos que desgarraban el aire. Un estrado de madera rodeado de soldados le permitió entender que estaba en la antigüedad o en una película de los cincuenta. Los legionarios, tiesos, afirmados en sus jabalinas delgadas y con los escudos rectangulares y curvos atados a sus brazos izquierdos, miraban sin ver a la multitud. Los cascos brillaban bajo el sol. 

La última tentación de Cristo. Casi se oye al Peter Gabriel de fondo…

¿No da?

—Seguí, seguí.

»Llenó un tazón de café caliente, y colocó un chorro de leche sacada de un hervidor en la heladera añeja que vibraba al compás de un ruidoso motor, sobre el piso en damero. Abrió la galleta y remojó una mitad en el tazón. Se lo llevó a la boca, sorbiendo para evitar que el café con leche chorreara sobre la mesa. Bebió un par de tragos breves. El calor y el sabor amargo terminaron de despertarlo. 

»Apretó los ojos, bostezó largamente, bebió un trago más largo y se metió otro trozo de galleta en la boca. En unas horas, vestido de túnica blanca y con la estola de raso verde bordada por las hermanas del sagrado corazón, enfrentaría una nueva misa de ramos. Tras seis años como párroco de aquel pueblo pequeño a la vera de la ruta 1, Milton atesoraba de su comunidad una larga ristra de recuerdos cálidos, tiernos, así como también el pesado collar hecho de las perlas de la traición, la cobardía y las pequeñas mezquindades de quienes en confesión abrían su alma y su memoria al silencio de aquel cura todavía joven, de mirada pacífica. 

»Sus manos enormes llenas de callos de gurí criado en el campo, hecho a mil oficios sabían ser el confort que palmeaba el hombro de los dolientes. sus dedos gruesos sabían del alivio que dan los aceites sobre la frente en el último momento de hombres y mujeres sencillos que aguardan que al final de la jornada, algo del paraíso, y -sobre todo- de la infinita misericordia divina-, sean tan verdaderos como el hecho de que les falta el aire, mientras sus miradas se vacían en un adiós mudo y definitivo.

»La homilía del domingo, ancestralmente gira en torno a lo sencillo que es alabar a dios nuestro señor, en la humilde presencia de Jesús montado sobre un borrico, y los gritos de la muchedumbre que saluda al mesías. Luego vendría el giro, la puesta a prueba, la tentación de la violencia en defensa de causas justas.

»Unos días después la figura del mesías pacífico de brazos abiertos a todos se contrapondría a la del líder terrenal de una resistencia armada y violenta contra toda opresión. Barrabás le generaba siempre dudas y noches de insomnio. Aunque este año había llegado en forma de sueño agitado

»Milton era, a sus casi sesenta años, el mismo niño de fe sencilla, enamorado del paciente caminar de las hormigas que siegan hojas en grupo, las trozan para llevarlas individualmente a la colonia, y entierran a sus muertos en la casa común. Seguía admirado de la destreza sin pensamiento del hornero, del inequívoco canto del tero que anuncia visitas no deseadas y de la mansedumbre de la vaca que enfrenta el marrón sin retobarse ni recular. 

»Dios padre era para él la sencillez inapelable de los ciclos de la naturaleza. Por eso le inquietaban tanto algunas figuras, que para colmo llegaban como extras cruciales para que el relato fluyera. Judas, traicionado por dios padre, condenado a ser traidor y arder en los quintos infiernos, o no cumplir el plan divino y arder en los quintos infiernos…

—Va por ese derrotero la cosa, pero hay algo que no me convence… —Hugo se excusaba viendo los gestos del Tano que escuchaba atento a cada palabra— Me da demasiado terrenal para meterse con un tipo que sueña que es Làzaro y que está en connivencia con Judas para traicionar a Jesús.

—Decime una cosa, Huguito de mi corazón —Gabriel masticaba pausadamente una segunda pizza. A esa hora, tomado por la pasión que le provocaba seguir la escritura de su amigo, y con una deliciosa borrachera en ciernes, era mejor meter algo sólido que engañara el estómago.— ¿Por qué un cura? ¿Por qué un cura que parece salido de una fábrica, o una chacra? ¿Para qué toda esa paja pseudo teológica? Estás pisando la autoayuda. 

—¡Por eso el atascamiento! Me metí con un micro cuento, y me pareció horrible. Y… ustedes saben, traté de estirarlo, darle ambiente, colocar al que sueña en algún sitio, darle un pasado. Hacerlo consistir, ver que el tipo cobrara vida…

—¿Hacerlo consistir? —El Negro encendió un enésimo cigarro y apoyó los codos sobre la mesa.— ¿Qué carajo es hacerlo consistir?

—Hacerlo creíble, y, si se puede, querible. Un ser de carne y hueso, ¿entendés? Un tipo cuya mera existencia te arañe de alguna manera. Cómo te digo, pasar de un lick a un riff, y de un riff a una canción. Así seguro que vas a entender. 

—Pero si hace dos horas me amasaste el cerebro explicándome que un cuento es un montón de palabras amontonadas por el viento en una esquina de mala muerte; ¡Como si Poe y Heminway fueran tipos con tanta suerte que los personajes les brotan por generación espontánea hasta que desbordan de los libros! Y ahora me venís con que tienen que consistir. No te entiendo. ¡O sí! capto la idea, pero no sé cómo hacer eso. Realmente ¡no sé cómo le hacés!

—Es que ese es el tema, justo en el clavo my friend. Son solo palabras, pero desde que bajamos del árbol y nos metimos en una cueva, y encendimos un fuego las palabras no son “solo”. Son lo que nos hace humanos.

—Bueno, se mamó el Hugo, habrá que ir pensando en la cuenta —El Tano había sufrido mil veces tratando de transmitirle a Daniel la importancia de encontrar “esa” palabra, que no es cuestión de rima. Horas intentando mostrarle que las palabras tienen su propia musicalidad, su ritmo. A sus cuarenta largos, ya captaba que mil metáforas no bastan para decir lo que sólo puede escucharse por fuera de las palabras—. 

—No, no, ¡pará!, no seas pavo —El Negro quería seguir dándole cuerda al parlamento de su amigo, necesitaba él también entender, destrabar el nudo en que se había metido Hugo. El tipo tiene una pregunta interesante. Para él y para nosotros, que de última hace cinco horas que tomamos y hablamos de un cura que tiene pesadillas y una pendeja que todavía no sabemos qué va a hacer.—

—Ni siquiera sabemos si se juntan en algún punto los dos.

—No sabemos si se juntan ¿quiénes? -La voz de la mujer, partiendo desde la derecha los tomó por sorpresa. La morocha bajita, sonrió estiró la mano hasta la caja de cigarros del Tano, tomó uno, rebuscó en el bolsillo del vaquero un encendedor pequeño y antes de encender continuó- hace horas que están enfrascados en algo con un cura, y pelis viejas. Ni nos vieron entrar.

—…

—Mónica, un gusto. Ella… —señaló a su compañera, que ahora sin la gorra lucía una abundante cabellera de rulos cobrizos,— …es Bea. ¿Nos invitan a una cerveza?

—… Eehhhh —se miraban desconcertados— ¡bueno! 

—¡Yo sabía que sí! —Beatriz, que había permanecido sentada en su sitio, con la sonrisa más encantadora de la comarca se puso de pie y acercó su silla.— ¿Qué les trae tan atormentados, hombres de buena fe?

Desde la caja, el Japo supo que la noche se estiraría por lo menos un par de rondas. En la mesa grande la barra de jóvenes demandaba cerveza, cigarros y algo con guitarras en serio che que se ablandó mucho la milanesa…

—Es un viaje eso que hacen de reunirse a ayudar al escritor. Beatriz no le quitaba los ojos de encima al Tano, que miraba a Mónica, que seguía con atención las manos de Hugo, o los labios gruesos del Negro

—¿Todos escriben?

—¡Ni dios permita! Después uno anda jodiendo a los amigos, forzándolos a emborracharse y conocer mujeres bellas a altas horas de la noche —Como siempre el Negro intentaba marcar la cancha—.

—El caballero es músico, aunque no parezca —Hugo tomó la palabra— Y nuestro amigo Bellagamba es poeta, de los que publican y sostienen el fuego sagrado…

—¿Qué las trae por esta comarca, si se puede saber?

—La noche nos ha traído, como a toda musa —terció Beatriz inclinando la cabeza hacia la izquierda. La melena roja, enmarañada iluminó su hombro por un momento. El humo del cigarro la envolvió en un aura azul—. 

Desde la caja, el Japo miró la mesa y sonrió. El juego había cambiado, aunque los jugadores no lo supieran.

***

IV. Cuatro versos

Una por mí se moría,

Yo me muero por usted,

Usted se muere por otro;

Qué mundo tan al revés.

Zitarrosa

A las cuatro ya sólo quedaban los cinco, enfrascados en conversaciones sobre todo y sobre nada. Un continuo fluir de miradas y sonrisas componiendo un delicado juego de seducción montado sobre el filo de una navaja. Una coreografía descarnada y brutal de cuerpos todavía jóvenes y encendidos de frío, alcohol, caídas de ojos, soledad y deseo. Equilibrio precario entre el cuidado por las amistades y una economía donde todo recurso -dinero, mujeres, hombres, tragos-, siempre es demasiado abundante o desgraciadamente escaso. 

La cabellera y la forma delicada y masculina del Tano, la recia postura del Negro, y el apasionado tormento del Hugo tenían su atractivo. La delgadez de Beatriz, sus ojos verdes y sus comentarios de mujer habituada a habitar la locura, los pechos generosos y la mirada intensa de Mónica, paseaban de un lado a otro, como la mano del apostador que recorre los números de la ruleta sabiendo que tiene muy pocas fichas y que la bola ya cae en la rueda.

El Japo, sube las últimas sillas a las mesas, va y viene desde la barra, revisa las cuentas, termina de lavar los vasos, y despide a los dos mozas luego de repartir las propinas del día. Cierra la puerta de Río Negro ante la mirada interrogativa de Beatriz sonríe y dice amistoso: 

—No hay apuro mi gente, me quedan vueltas para cerrar. ¿Volvemos al jazz?

El piano fender de Herbie Hancock da el acorde inicial de So What, el Japo toma la cuenta en una mano y mientras elige la botella más fría para mandar la vuelta de la casa, piensa que quien quisiera escribir un cuento vivo, con personajes consistentes debiera comenzar por preguntarse cuántos de los seis van a dormir solos lo que resta de esa noche cerrada. 

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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