A la memoria de O.E.
Su lengua, pausada, selló el tabaco. Con dedos ásperos lo llevó a la boca y lo encendió. Pitó largo y profundo. “esto era una viña nene, una viña”.
El vestuario, breve, lleno de trastos y lockers comenzó a ajustarse a los aromas de 40 años atrás, mientras el Flaco se afirmaba en la primera bocanada de Cerrito. Sus ojos viajaban en un tranvía hecho de mil madrugadas, al abrigo del humo que dibuja el relato en el aire, sin prisas.
— El loco Ferrantes era así, de no creer. Siempre, pero siempre eh, fue así. Y mirá que yo lo conocí solo veinte años, y él ya no era ningún nene. Pah! si vieras. Yo ya lo agarré de venida, ya andaba medio descangallado; no te tomaba más de tres o cuatro copas y ya se te caía.
»Una vuelta, yo hacía poco que estaba, y el viejo Ferrantes (que ya ahí le decíamos Loco o Viejo, asegún quién le dijera, porque para nosotros ya era el viejo Ferrantes; Loco solamente le decían los que estaban desde el principio con él -una cuestión de respeto viste-, le podíamos decir viejo de mierda, pero Loco era para los de su barra).
La prosa del flaco era un enjambre de paréntesis abiertos, y disgresiones que siempre iban a ninguna parte, daban tres o cuatro rodeos y volvían al surco. Porque el flaco no te soltaba jamás un cuento sin terminar…
— Ahí estaba el Loco, a las seis y media de la mañana, en pleno julio, con un frío de cagarse, con la ropa de trabajo toda sucia al lado del fuego, armando el asado, porque en esa época desayunábamos asado. No todos los días, pero dos o tres veces por semana sí.
Un dedo grueso, largo, de nudos macizos y manifiestos, como todo en él -la voz cascada, la risa plena, las cicatrices de años-; llegó a la brasa y tamborileó apenas; un golpe seco y breve enviando al piso la ceniza que ya descansaba en sus pulmones.
— Ahí sí que la plata rendía. Pah, cómo rendía nene, ¡cómo rendía la guita! Mirá, antes de entrar acá yo estaba en la construcción, y ahí había plata fuerte. Cobrábamos por quincena; y los días de cobro yo la llamaba a la patrona (por teléfono la llamaba) y nos encontrábamos ahí en el Paso Molino, porque yo iba en el 128 desde la obra que estaba en Pocitos, y ella se iba desde las casas.
»Y ahí llegábamos los dos, empilchaditos, yo bañadito de la obra, y ella desde la casa. Ella se tomaba un vermú, (sí señor, la señora se tomaba su vermú) y yo me pedía un chopito de los largos, y después recién comíamos. Panchos, sánguches calientes, ella se tomaba una Coca Cola, o dos y yo me pedía otra cervecita. Y otra.
»Y después yo le decía, “¿la señora quiere que vayamos en taxi para las casas, o nos vamos caminando y tomamos un helado? Y ella decía “bueno, vamos” o “no, no tengo ganas de tomar helado”. Y la plata daba y daba. Por quincena, eh! Dos veces por mes comíamos afuera. ¡Sánguches calientes, comíamos!”
La risa –como todo en él— inundó el espacio breve del vestuario; sus ojos brillando perdidos en el momento y el sitio del que venía el relato. Siempre miraba como de lejos el flaco, abrigándose en la seguridad en otro tiempo.
— Te decía… la plata te alcanzaba, y a la mañana (en cuanto llegábamos) uno prendía el fuego y otros dos se iban a la carnicería a buscar un asado gordo que daba gusto. A mí me gustaba ir porque ya de paso me tomaba una grappa en el boliche de acá de la esquina, donde está el súper; ahí había un boliche, y yo ya me tomaba una y la cargaba en la cuenta de la colecta.
»Asaba siempre el loco Ferrantes, ¡por dios qué atorrante que era ese viejo! Cuando yo entré siempre andaba con la cantora, una radio chica de esas con manija. ¿Y qué hacía el sabandija? Se iba con la escalera (porque era pintor él). Se iba con la escalera y la dejaba contra una puerta, o una ventana, o en las rejas.
Sus ojos ríen, —pícaros, profundos— y el lugar se llena con los ecos de los pasos del loco Ferrantes en el pasillo. El relato, brota del aire derramándose en esa voz cascada que desgrana parsimoniosamente las palabras.
— Dejaba la escalera y le colgaba la radio prendida que se oía de todos lados, y al lado, en lo que hubiera (las rejas, un banco, igual), él ponía un cartelito: “PINTURA FRESCA”. Y se iba. Se mandaba mudar por ahí. Dos, tres horas igual, y después volvía y cambiaba: la escalera para un lado y el cartelito para el otro, y siempre la radio.
Los ojos entrecerrados indicaban que había calentado la garganta y la memoria, y recién ahora entraría en tema, sin urgencias.
— Y ¡andá a encontrarlo vos! Se perdía por los recovecos, o se te iba a la azotea, o al boliche, (derecho viejo), y cada dos horas cambiaba el cartel. Y la radio siempre sonando y él no estaba. Y siempre parecía que hasta recién había estado trabajando ahí. Qué nene, el loco Ferrantes. Si tendrá historias.
»Ese día había un revuelo bárbaro porque la tarde anterior había llegado de Europa una donación, un piano de media cola, con su banquito de ébano forrado de piel de nutria, todo muy coqueto.
»Había llegado el pianito aquél, y los muchachos de la tarde, que estaban en pleno mate con tortafritas, (habría llovido, no me acuerdo) en vez de llevar todo al salón de actos, lo habían dejado en la Intendencia, como changuita para los de la mañana.
Las manos autómatas, fuera de su ser y su relato, enrollan tabaco en la hojilla amarilla —las mejores, nene—. La voz queda suspendida en el aire, allá va otra vez la lengua cargada, fugaz, asegurando el segundo tabaquito del cuento.
— En la tarde sólo había cuatro o cinco que limpiaban salones, bajaban tachos con las cosas de las entregas, cartones, esas porquerías de pichón de arquitecto.
»De mañana estaba la gente que limpiaba toda la facultad, (el hall se lavaba antes de las ocho de la mañana, eran tres baldeando aquel piso), vieras como brillaba. Y pulían las manijas de las puertas, y los vidrios. Parecía que no hubiera de tan limpios que los tenían.
»Estaban los de oficios, tapicero (nunca supimos para qué) electricista, sanitario, jardinero, carpintero, albañil, pintor, y los que hacían los salones. Una majuga que pa’ qué te cuento.
»Varios de esos, los oficiales y uno o dos de la limpieza era que nos juntábamos a comer el asado a la mañana. Y la pelotita de cinco, que nunca faltaba y que había que reponerla. Allá iba yo, y ya cargaba la grapita. Ahí en el boliche que te dije. Ya después de las ocho y media, nueve, encontrabas al intendente, y alguno de las oficinas, chupando y jugando al truco… whisky tomaban. Y todos los días, mirá que la plata daba y daba.
La historia mana desde las mismas paredes, ocupan cada resquicio de aquella voz que por momentos parece ya no ser pausada, aquél rostro que ya es puro vértigo, aquél tiempo que entra en cada rincón del breve espacio del vestuario, donde imperceptibles, ya se amontonan los atorrantes de la limpieza, y el electricista que no deja de sobarse el bigote, recordando.
— Entonces, Ferrantes ahí con su fueguito, y no se lo fueran a tocar, esperando la carne. Y nosotros medio calientes con los de la tarde porque el dichoso piano tenía que estar en el salón de actos a las ocho, que venía el decano a revisar todo para el acto de la tarde. Un acto académico le llamaban, venía alguno de afuera, decía tres bobadas, miraban diapositivas y después le daban al chupe y al morfe como quien lava y no tuerce.
»Y estos sabandijas se entran a borrar, unos a la carnicería, otros tres a la panadería, otro a ver si llovía, y quedamos Ferrantes y yo con el piano aquél, y el banquito de ébano.
»Sudamos como locos, y mirá que hacía frío. Sudamos con la pianola, escalera arriba, y con cuidado porque no podía tener ni un rayón.”
La risa le gana toda la cara, y el relato acelera, empujado por la adrenalina del movimiento, el piano cargado por dos en el frío de julio. La risa se normaliza y aquella cara ajada de mil inviernos es un par de ojos centelleando al sol, mirando desde lejos…
— Llegamos como a las siete y media de vuelta a la Intendencia, y ahí ya habían vuelto todos, y estaban tomando vino y quejándose. “Che Ferrantes, no se te puede dejar solo, te mandás mudar, y ni la radio dejaste pa’ saber donde no buscarte“.
»”No se puede creer, Ferrantes, hasta el fuego se te está apagando, donde estabas“, le decían los otros dándole manija al Loco. “Dale que tenemos que comer algo rápido, y hay que mover el pianito nuevo ese“. “Hay que moverlo temprano, con el banquito”. “Nosotros vamos a traerte todo y vos dejás apagar el fuego, y era la última leña”.
El pucho cae el piso. Una voluta de humo crece pesada desde el suelo, y se diluye en el aire suspendido del vestuario. Su rostro de tango de Goyeneche se ríe desde cada arruga con la malicia de una sabandija, mientras un gesto lento lo pone en pie. Abre los brazos, que inundan todo el espacio, y por un momento deja de ser el Flaco.
En medio de una carcajada que cala los huesos, se entrega al recuerdo del Loco Ferrantes que gesticula como un poseso:
— “¿Ah sí…? ¡fuego! quieren fuego los señores“, dice el Loco. “Leña para el fuego quieren, yo les voy a dar leña y fuego“, y agarra el banquito de la pianola, ese todo lustrado, con asiento de piel, lo levanta de las patas y lo da contra el piso con una fuerza tal que la tapa saltó por el aire y casi le pega en la cabeza.
»Ahí tienen, leña para el fuego, y pueden venir a comer en media hora, manga de atorrantes” grita el Loco, mientras las patas empiezan a arder en el fuego, y el loco saca el forro de piel y se hace un plato pa’l asado con la tapa del banquito recién llegado de Europa.
– Esto era una viña, nene, una viña.
Siempre hubo un flaco Ferrante, por el barrio. Pero nunca tan bien descripto y con tan inteligente final.
Me encanto.
Gracias Rosario! Que nunca nos falten esos personajes
Muy bueno edh la descripción del flaco respecto a ferrantes y la tuya del flaco Esteban,andara haciendo sus historias por los cielos,un personaje
Gracias! Que circule y circule
Fantástico relato. Atrapa al lector.
Descripciones muy acertadas de esos funcionarios y sus tareas con la consabida picardía de hacer cómo que trabajan pero llevan en sus genes la madre de todos los males “ la Sra pereza” solo quieren pasar bien , divertirse y divertir.
Gracias Nair! Esos mundos cotidianos y poco conocidos son fascinantes. Hay mucha sabiduría en la picardía de la gente
Muy interesante. Me sugiere el relato la descripción de rasgos propios de ciertas masculinidades…
Nací en 77 y nunca viví eso de que la plata “rindiera tanto”, imaginario de los personajes, quizás…
Seguramente sea imaginario. De ese mundo anterior del que solo conocemos personajes ya viejos, y algún relato idealizado. Gracias por la lectura
Muy bueno. Capta la imagen de peculiares personas en la memoria de muchos uruguayos. Calentillas, nostálgicos, degustadores de los placeres mundanos… Atributos que con la mirada del hoy nos recuerda a seres queridos que partieron. En mi caso, muy especialmente, mi abuelo.
Gracias profe!!
Uy qué bueno!!!
Son como esas estampas sepia de un país que no conocimos, pero nos contaron mil veces.
Gracias por la lectura atenta y amable.