El cuadro
La catástrofe ocurrió en un apartamento del quinto piso de uno de los edificios que Haussmann y Napoleón III construyeron encima del pueblo, pero pensando con una ajustada clarividencia moderna, en un pueblo futuro con dinero y ganas de comprar en las galerías Lafayette, cerca de la entonces nueva Ópera. Podía ver el palacio Garnier desde la ventana del consultorio (bastante grande para alojar una pequeña fiesta, al parecer), una monstruosidad hecha por ese arquitecto obsesionado con su nombre —lo escribió en cuanto recoveco pudo, moldeó su cara en algunas estatuas e incluso puso su rostro horrendo de bigote en el fresco de una de las bóvedas principales.
Éramos siete personas bebiendo vino caro o barato, nunca supe distinguir, hablando de salvar el mundo desde el infalible método psicoanalítico: tres psicoanalistas sin contar al anfitrión, M. Sidón, que luchaban hace más de dos décadas para entrar en la École de la cause Freudienne de París, sin éxito (vaya a saber si por estupidez o falta de apellidos); dos filósofos; uno de escasa y otro de nula trascendencia, y por último, el que narra esta catástrofe.
Me gustaría aclarar que no escribo esto pensándome desde fuera del grupo, como suelo hacer cuando juego al uruguayo pobre, especialmente en las rendez-vous cuando peco de ser el único extranjero, sino que admito mi culpa: yo era parte del decorado, del todo. Un todo extraño, que iba al revés de la teoría gestáltica, un todo que era mucho menos que la suma de sus partes, eso lo puedo asegurar. Hay grupos que restan. Incluso hay grupos que mientras más sean, parece que la nada los traga más fácilmente. El descenso al infierno es catalizado por la masa. Cualquiera que haya visitado una secta, o una cancha de fútbol, puede comprobarlo. El psicoanálisis lacaniano en París, aunque a veces me conmovía hasta las tripas, no distaba mucho de ser algo de ese estilo. De todos modos, esa noche, yo y los demás éramos parte de ese engranaje parisino que me niego a calificarlo de “intelectual”. Éramos un engranaje a secas, desprovisto de adjetivo o calificativo, como el resto de los grupos humanos. Bebimos vino y comimos camarones de supermarché, lo sé, porque yo los había comprado, aunque les informé al público en la habitación que venían frescos desde el puerto de Fréjus hasta la mesa Ikea que adornaba la sala de estar. Creo que nadie notó la diferencia.
No era mi idea la del gentilhomme de Molière, aunque sí me sabía algo diferente al resto del grupete, gracias a mi nacimiento en el interior profundo de un pueblo bastante humilde en esa patria vieja de espíritu llamada República Oriental del ya saben qué. Creo que comí comida del cuartel militar hasta mis seis años (algo de polenta y fideos que los militares regalaban a mi familia gracias a un vínculo que me da vergüenza admitir). El simple hecho de no tener el cerebro fastidiado por una malnutrición (que supiera) ya me hacía lo suficientemente agradecido con las contingencias de la vida: no estaba muerto como la mayoría de mis amigos de infancia, ni loco, ni viviendo en las mismas calles. Pero algo había en esa habitación haussmaniana. Algo que arruinó toda contingencia y volvió el momento de charlas vanas y superficiales disfrazadas de gran cosa en algo desastroso e inevitable: un cuadro.
El cuadro era pequeño. Estaba ubicado en el pasillo, entre dos puertas, la del baño y la del consultorio de mi colega. Apenas lo descubrí bien entrada la noche, cuando la música había pasado de Bach a un rapero argelino, o egipcio, o turco, o francés, o marsellés. No saben, o no se imaginan, como un filósofo puede mover las caderas con dos cervezas, al menos se divierten más que los incólumes psicoanalistas franceses. Vuelvo al cuadro. Las luces eran tenues, pero lo vi brillar, ya que era prácticamente blanco. Su dimensión no era más grande que veinte centímetros cuadrados. Fue su dibujo lo que me llamó la atención: era mi casa de la niñez. Una acuarela de un rancho pobre, de paredes blancas de barro y con techo de chapas rodeado de un pasto amarillento y un cielo ocre que amenazaba aplastarlo todo. Una acuarela de mi casa en un edificio haussmaniano frente a la Ópera Garnier. Mi curiosidad fue enorme, como pueden imaginar.
Me podrán recriminar que exagero, y que las casas de los pobres son todas similares, y no estoy en desacuerdo. Pero esa similitud se desvanece con la experiencia. Yo podía decir con una certeza asesina, que esa acuarela era mi casa. Quedé absorto por varios minutos. Escudriñé el cuadro mágico, imposible e invasor. No había dudas: era la vieja casa donde yo había pasado toda mi niñez y gran parte de mi adolescencia comiendo fideos y polenta, en un pueblo que, ya saben, me aburre repetir. ¿Cómo describir lo que sentí, lo que experimenté en las tripas? He pensado asistir a cursos de escritura para relatar este momento, pero adornarlo con florituras y buena sintaxis, solo oscurecerá mi causa. No hay curso de escritura que enseñe el buen gusto y yo, lamentablemente no lo tengo. Podría decirse que me sentí invadido, y no como algunos psicóticos paranoicos que solían hablar de sus certezas absolutas delirantes en el diván de Sidón, sino que realmente sentí un dolor físico desde la garganta hasta los esfínteres: un élan mortífero, algo que se me coló en el alma y quería despedazarme desde dentro. ¿Cómo describir lo que sentí? Al parecer, alguien había hecho de mi vida pasada, una pintura de mierda que decoraba un pasillo de mierda en un apartamento de mierda en una ciudad de mierda, ubicada en un continente de mierda en un planeta repleto de mierda, perdido en un cosmos de mierda gaseosa y materia oscura. Volià. Eso fue lo que sentí al ver el cuadro.
Mientras me acercaba a Monsieur Sidón, nuestro anfitrión y gran psicoanalista, pensé en Garnier y en su locura de pintarse en la bóveda del palacio que se le encargó construir. Tenía algo de sentido. El humano, y sobre todo los artistas, son vanidosos y están repletos de temores. Tienen miedo a ser olvidados. Si no, ¿para qué escribir o pintar? Pero Garnier, al contrario del acuarelista desconocido, era un empleado de Napoleón III, un súbdito que pensó inmortalizarse en su obra, aunque luego haya tenido que pagar el billete de entrada en la obertura del palacio como uno más. ¿Qué tipo de urgencia tuvo el pintor del pasillo? ¿Cómo pudo reproducir exactamente mi vida? ¿Qué vanidad, o temor, lo llevó a semejante proeza? M. Sidón sonrió con su copa de vino al verme. Me abrazó de costado y me preguntó cómo estaba pasando.
—De maravillas, Sidón. De maravillas. Aunque, tengo una pregunta. Me interesaría conocer al autor del pequeño cuadro que está en su pasillo. El de la casita blanca —le dije intentando disimular el temblor en mis labios.
—¿Ese cuadro? Fue un pago del pintor húngaro Molnár por sus sesiones.
—¿Molnár? No me suena.
—Es un total desconocido. Lo traté en los sesentas cuando él estaba viviendo en París. El psicoanálisis estaba de moda entre los artistas de esa época. Pedía monedas en las calles y a veces pintaba en Montmartre. Me pagaba con cuadros y ese es el único que guardé. Los pintaba en cinco minutos en la sala de espera. ¿Curioso, no es verdad? —me dijo con una sonrisa extremadamente rara para su carácter—. Nunca logró el reconocimiento. ¿Por qué pregunta? Debo admitir que lo conservo más por nostalgia que por su valor artístico. Molnár era un gran tipo. Un buen amigo. No tan buen artista, a mi pesar.
—Y dígame, Sidón. ¿Qué fue de Molnár ?
—Se mató la misma semana que Rothko. Tuvo una vida por demás interesante, y lo único que puedo decir de él ahora, es que murió la misma semana que otro pintor, uno más famoso, y por lejos menos talentoso que Molnár.
—Ya veo. Triste.
—Triste indeed. Muy triste —dijo mirando el cielo oculto. Una lágrima parecía querer asomarse, pero Sidón se repuso rápidamente—. Bueno, muchacho. Dígame. ¿Por qué tanto interés en mi amigo Molnár?
—Me gustaría comprar el cuadro, si no le molesta que hable de estas cosas justo ahora —le dije con una decisión inusitada para mi personalidad—. Desearía comprárselo ahora mismo si es posible.
—¿Qué le sucede, Rodríguez? ¿No me escuchó? Tiene un valor invaluable para mí. No me haga reír. Vaya a comer esos camarones que me dijeron que vienen directos del puerto de San Rafael. Aproveche.
Sidón se marchó riendo a carcajadas. Quedé petrificado con una sonrisa falsa. El cuadro me quemaba la nuca. Sentí su vibración reclamando cierta acción. ¿Pero qué tipo de acción? Necesitaba respirar. El palacio se ofrecía como una prostituta cara, imposible y hermosa a doscientos metros del balcón. El aire de invierno en París suele ser glacial, pero el calor de mi conversación con Sidón me dio fuerzas para respirar. Salí al minúsculo balcón, miré la ópera y pensé en el cuadro. ¿Molnár viajó a Uruguay? ¿A mi pueblo? ¿Qué carajos hacía un pintor húngaro por ese barrio? ¿Me equivocaba y esa no era mi casa? Imposible, pero tal vez… solo un boceto aburrido de una casa genérica que un pintor húngaro le ofreció a su analista para pagar una sesión. Esa idea me pareció aún más perturbadora. ¿La pobreza es igual en todos lados? Escupí hacía la ópera, fallando el tiro por unos cientos de metros. ¡Garnier y su palacio a plena vista y mi palacio clavado en el pasillo de Sidón! Molnár me había robado. Húngaro ladrón, saqueador de vidas, farsante, artista de plástico. ¿Tan fácil era imaginar mi pasado, que unos minutos de pinceladas eran suficientes para reproducir lo que me llevó años olvidar? Tenía que recuperarlo. Tal vez me pertenecía, reflexioné. Aunque Molnár lo haya pintado con resaca, en dos minutos, con acuarelas baratas, hace cuarenta años en el pasillo de Sidón. Aunque él y yo estemos separados como el palacio y mi vieja casa, ¡ese cuadro me pertenecía porque yo lo reconocí! La vida es sumamente oscura y perversa para permitirse ciertos giros argumentales que yo soy incapaz de comprender. Tenía que aceptar la situación y actuar. Volví al apartamento decidido. El cuadro era mío. Era mi pasado, y mi gran momento de desgracia y no podía permitir que estuviera a la vista de todo psicótico que page más de cien euros la sesión de diez minutos (para pagar ese monto, hay que ser indefectiblemente loco). Entré a la sala para informarle a Sidón que me llevaría el cuadro, y para no agitar más las cosas, ya que entendía que todo esto era muy bizarre, le ahorraría los detalles de mi decisión y me marcharía sin dar explicaciones.
—Sidón, necesito informarle algo.
—Dígame, muchacho.
—Me voy a llevar el cuadro de Molnár. No es un robo, solo una recuperación de algo que me pertenece. No voy a explicarle mis razones, ya que no tendrán sentido para usted. Pero le prometo, no, le juro, que ese cuadro me pertenece, y me lo voy a llevar. Disculpe.
Me dirigí al pasillo como Hitler entrando en París. Confiado, pensando que Europa me pertenecía, pero incauto de la tormenta que se avecinaba. Siempre he pecado de exceso de confianza. El cuadro era ligero como una pluma, tanto que me impactó. Imaginaba otra masa en ese objeto. Lo observé mientras escuchaba a Sidón gritarme en su francés del sur. No me importaba. El cuadro era mío. Recuperaba algo que nunca me habían sustraído, y que ni me pertenecía hasta hace unos minutos, curioso. ¿De esa manera habrá nacido la propiedad privada? No podía responder. La puerta estaba cerca, pero Sidón se interpuso. Sus casi dos metros eclipsaban sus noventa años. Su mirada era igual de confiada que la mía. Estaba claro que no me iba a dejar pasar, no sin antes derribarlo. ¿Podría hacerlo? ¿Podría animarme a derribar a un anciano de noventa años? Sidón gritó como nunca antes había escuchado a alguien gritar. El apartamento entero tembló, el palacio de Garnier tembló, y mis manos también temblaron, me duele admitir. Sidón se abalanzó sobre mí pero se detuvo rápidamente. Su mirada se esfumó, su odio también. Cayó al suelo como una piedra, y los filósofos y los psicoanalistas comenzaron a gritar y llorar con un pánico vergonzoso. Había seis doctores en esa sala de estar, pero ninguno sabía hacer una reanimación cardíaca. Sidón murió a los minutos.
El cuadro era mío, y la oportunidad de hacer con mi pasado lo que yo quisiera, también.
ü, é, á, í, ó, ú, ñ, Ñ, ¿, ¡, —