Un adiós lleno de destrucción

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Mi trabajo

Soy un tipo aburrido, que se dedica a sacar fotos. Pero no las fotos que usted ve en su celular, sino que saco fotos muy precisas, esas que terminan un matrimonio o confirman un plan de venganza a punto de explotar. Soy un fotógrafo necesario para Durazno. Necesito desnudar esta ciudad a través del lente de mi cámara, para así mostrarla como lo que ella realmente es. No saco fotos entonces a personas, saco fotos al paisaje que las rodea, a ese lugar donde la gente discurre su vida triste. No puedo concebir mi trabajo, ni mi vida, sin esta ciudad. 

Siempre pensé a Durazno como un ser vivo. Nada puede salir bien de un lugar bautizado con el nombre de una fruta. Es un lugar triste, pequeño, pero enorme en su capacidad destructiva. Lo he visto tragar a multitudes y lo he visto regurgitar cadáveres blandos y dulzones. No entiendo como la novela negra no es popular en este lugar: crímenes, asesinatos estúpidos (ergo pasionales), transas, venganzas, incesto, política. No existe una literatura negra, porque negro es todo este lugar, no hay espacio para la reflexión y la puesta en duda de la Verdad duraznense. Solo existe entonces, el drama de lo fijo y de lo muerto. Mi cámara juega como un entre, como un espacio crítico y lírico necesario entre la miseria de lo cotidiano y la ficción. Porque una foto nunca es la Verdad, pero se presenta como ella. 

El encargo

Las muecas de odio, de repulsión, y muchas veces de alivio, son comunes en mis clientes cuando ven mis fotografías: yo sabía que se lo estaba cogiendo; así que este hijo de puta anda con esta turra, y etcéteras no muy diferentes. Pero iría más allá, diría que sus rostros lívidos son ya la mueca, y al ver mis fotografías con el poder de la anagnórisis, se transforman en gestos nuevos y vivos. Mi deber entonces, como fotógrafo del bajo mundo duraznense, es sanador, mediador entre el muerto vivo y una posibilidad de respirar otra cosa que no sea el hastío. Solo hubo una cliente diferente.

Una tarde de invierno, ella entró por mi puerta. Me refiero por su pronombre porque no me atrevo a decir su nombre. Normalmente los clientes no saben lo que quieren, pero ella sí lo sabía. Era tímida y parecía querer huir de mi oficina. Necesitaba una foto, pero no de personas, sino de un concepto: “Quiero una fotografía de un adiós lleno de destrucción”, me dijo. Sonreí, claramente la mujer estaba loca, o leyendo demasiada literatura basura. “Así que un adiós lleno de destrucción. ¿Puede ser más específica? ¿Quiere que atrape a su marido con la amante, que le encuentre trapos sucios a su jefe o a su hermana?” “No. Quiero esa fotografía. Le puedo pagar bastante dinero”. “Cuanto es bastante”, le pregunté a su metro sesenta con tacones. “Necesito la foto antes del lunes. Este es mi número. Dígame cuando la tenga”. Se marchó casi que corriendo.  

La observé cruzar la calle desde mi ventana. Ganas de fumar no me faltaban, pero recordé la promesa a mi hijo de vivir hasta que cumpla la mayoría de edad. “Mierda de promesas, complican la existencia”, decidí fumar. Necesitaba pensar. ¿Cómo carajos hacer una fotografía de un adiós lleno de destrucción?

La búsqueda

Mi vida es aburrida a niveles crónicos, solo por esta razón decidí no pensar mucho en lo surreal de la situación, dejé llevarme por la locura. Esperé a la noche, supuse que los adioses se producen en la oscuridad, al menos los verdaderos. Yo conocía de adioses, sabía mucho sobre ellos: mi padre, mi esposa, mi hijo, mis cabellos, mis pulmones, mis amigos, pero un adiós lleno de destrucción era diferente. Yo estaba acostumbrado a los adioses llenos de aburrimiento y de muerte lenta. La cámara, mi abrigo, dos paquetes de cigarros, y Durazno: la destrucción era el paisaje, y los adioses pertenecían a la gente, solo necesitaba mezclarlos a la perfección: esta fotografía sería mi magnus opus.

Me dirigí por la calle Artigas rumbo a la plaza Sarandí. Los autos parlantes y las motos chinas hacían la banda sonora duraznense en las noches. Fumaba, observaba como un convicto fugado, necesitaba prestar atención, mi fotografía era abstracta, pero sabía que por ahí se escondía su materialidad. La plaza solo mostraba jóvenes tomando vino, como siempre. Nada había de adioses ni destrucción, solo ganas de pelear. Decidí seguir hasta la plaza Artigas por la calle 19 de Abril. Nadie, solo soledad y perros. Necesitaba humanos, no zombies ni animales. Necesitaba la vida entre la miseria. ¿Dónde encontrarla?

El paisaje duraznense era más tétrico que de costumbre, una niebla proveniente del río comenzaba a tomar las calles. Observé a dos vagabundos, dormían en el portal de un viejo almacén; saqué algunas fotos para mover mis dedos congelados. Pero no había adioses, solo destrucción. Un pavor recorrió mi espalda, un trabajo imposible, una búsqueda enferma. Necesitaba dejar de jugar al investigador privado, dormir al menos cinco horas y seguir sacando fotos a mujeres infieles y a maridos timberos. No podía llevar a cabo semejante hazaña. Hasta que la vi a ella.

La foto

Caminaba de espaldas, pero estaba seguro que era ella. Se dirigía rumbo donde nacía la niebla, la avenida Churchill. Me quedé petrificado. ¿Era una puesta en escena? ¿Alguién me estaba haciendo una cama? No importaba. Decidí seguirla. La avenida estaba iluminada, pero sus faros amarillos apenas me ayudaban a distinguirla. El frío era glacial. Caminaba decidida y entre los faroles se detenía unos segundos, parecía reflexionar bajo la poca luz amarilla. Durazno parecía tragarla poco a poco, el silencio era abrumador. La avenida desaparecía, solo había oscuridad, y algún ruido lejano de una corriente de agua dulce. Se detuvo en el cruce de calles, en la esquina de una vieja cancha de fútbol, ahora vallada. Un auto se aproximó desde la calle que bajaba hasta el río. Un hombre, mucho mayor que ella, se bajó del auto. No se hablaban, o no podía escucharlos. Me escondí entre los árboles, preparé mi cámara, me sentía un fotógrafo de la National Existentialist. Necesitaba un punto perfecto y lo encontré. Ella lloraba, él también. ¿Padre e hija? ¿Amante? ¿Marido? No lo sabía. El hombre mayor subió al auto y se marchó, casi tan rápidamente como ella se marchó de mi oficina en la mañana. Quedamos solos, ella, yo, y la cámara. 

Se sentó en un montículo de arena y pedregullo. Sollozaba. Sus manos sostenían su frente, su abrigo parecía demasiado fino para la temperatura. Casi salgo de mi escondite y casi le ofrecí mi abrigo, casi. Quedé petrificado esperando. Su rostro de repente se dibujó decidido. Tomé mi cámara con fuerza, me contuve. Luego mordió sus labios y miró al cielo negro, quise sacar cinco fotos en primerísimo plano, pero me detuve. Su rostro se volvió al ruido del río, unos metros más abajo en la calle de tierra. Se paró lentamente y comenzó a caminar hasta donde ya no había más luz, solo oscuridad. Se detuvo, pareció reflexionar.

Preparé mi cámara. 

FIN

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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