El farero

E

Por Diego Yani

Ya no lo soporto más.

Al inicio había pensado que todo era fruto de mi imaginación o simplemente que mis oídos confundían el continuo graznido de las gaviotas que revolotean molestas alrededor del faro con ese llanto de niño. Pero desde esa trágica noche en que partiste ese chillido agudo que me tortura todas las noches apenas el sol se pone sobre los islotes rocosos del Oeste, se ha vuelto insoportable. Al principio, y antes de que los efectos del alcohol hicieran estragos en mi ser, me había desesperado buscando al niño: había corrido alrededor del faro, había subido velozmente la empinada escalera caracol hacia la linterna cuya luz permanente hace semanas se ha extinguido, había buscado frenéticamente dentro del pequeño ropero, debajo de la cama que compartíamos y de las mesas, pero nada. De ese extraño niño cuyo llanto me tortura desde que partiste ni rastros.

Estoy exhausto. Me es imposible conciliar el sueño: apenas cae el sol el llanto se hace presente, se prolonga durante todas las horas de oscuridad y sólo comienza a menguar a medida que el alba tiñe de colores más claros el horizonte. Ni siquiera el rugido feroz de las olas que alzadas por el viento se estrellan contra las rocas las interminables noches de tormenta, logra acallar el abominable sonido. Y es entonces cuando recurro al único remedio con el que todavía cuento: el alcohol. Me aferro a mi aliado fiel y bebo a borbotones hasta embotar toda mi consciencia.

Ahí está: lo escucho nuevamente. Cruel paradoja que ese llanto, manifestación primaria de la flamante vida, haya sido el anuncio de tu inaceptable muerte. Y por eso mis manos… ¡Basta! ¡No quiero pensar en eso!

Me pongo de pie con intención de emprender nuevamente la inútil búsqueda pero la torpeza que la bebida imprime a mis movimientos en complicidad con las tantas botellas vacías que tapizan toda la superficie de este faro maldito donde vivo, obstaculizan mis pasos. Me tambaleo y caigo rendido. La cabeza me estalla.

¿Tal vez la soledad de este islote perdido en el medio de la nada me está jugando una mala pasada? ¿Quizás las extrañas y ancestrales leyendas transmitidas por los marineros acerca de esos seres intangibles que deambulan por los faros del mundo se estén materializando en mi mente?

Antes era distinto. Efectivamente antes que ese ser insignificante que habitó tu vientre te arrebatara abruptamente de mi lado, el aislamiento y el rugido del viento y del mar se me antojaban poéticos. Pero debo confesarte que desde el momento que te fuiste y mis manos enloquecieron ya nada tiene sentido. ¡Basta! ¡No quiero pensar en eso….!

Para mayor tormento ya queda poco alcohol y la tempestad que todo lo azota allá afuera hace imposible que se acerque el barco de Tomás con las provisiones que una vez al mes arriban desde tierra firme y cuyo marinero fue el último hombre del mundo exterior que te viera con vida. Ojalá tu imagen sobre el muelle saludándolo mientras te acariciabas maternalmente el abultado vientre a punto de estallar perviva en su memoria y te dote de la inmortalidad concedida a los moradores mitológicos de los faros.

Sin pensarlo dos veces, e ignorando todas las advertencias recibidas del anterior farero, decido salir de la torre en medio de la tormentosa noche. Con mucha dificultad debido a la lluvia incesante que el viento incontrolable arroja a mis ojos cansados y que me nubla la vista, me abro paso resbalando repetidamente sobre las traicioneras rocas hacia la parte trasera de la torre donde, no hace mucho, te enterré con dolor infinito. Allí estás: veo la pequeña y destartalada cruz de madera que me indica tu tumba. Corro hacia ti y caigo de rodillas sobre el túmulo. Curiosamente a medida que los efectos del alcohol se disipan en mi organismo, la luz del faro que creía extinta comienza a resquebrajar tímidamente la oscuridad profunda del cielo tenebroso. Me aterro. ¡No, no quiero ver…!

¿Estoy enloqueciendo…?

Busco desesperadamente la petaca de whisky que llevo en el bolsillo del impermeable y, amenazado ante la incipiente sobriedad que me anuncia esa mítica luz desde la torre, me la llevo a la boca y bebo impaciente las últimas escasas gotas. De nada sirve: inevitablemente la luz del faro se hace más potente, la tormenta parece debilitarse y la claridad invade también mi consciencia. Sin mi mejor aliado para embotar todos mis sentidos deberé resignarme a enfrentarme con los sollozos del niño invisible que recuerdan una vida trunca y que tal vez, si yo no hubiera vengado tu muerte, se habría parecido a ti. ¿Seré capaz?

Observo la tumba precaria mientras la brisa fría me devuelve la cordura y me trae a los oídos los chillidos espectrales del niño inocente que no se resigna a guardar silencio.

Tal vez él también merezca una tumba.

Este cuento pertenece al libro “Cuentos de los Arcanos” de Diego Yani y fue cedido por el autor.

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