El hilo

E

La calle cruje, helada bajo las hojas muertas de los plátanos desnudos. Los últimos días de mayo se suceden en horas talladas por un viento sur violento y seco, un silbido frío y persistente que amontona perros de mirada acuosa y pelajes raleados por la sarna en los pocos portales que aún restan vacíos. Los dos hombres despiertan bajo la ochava de Guadalupe y Marcelino Sosa, donde el segundo piso de una casa deshabitada los cobija a la luz anaranjada del alumbrado público. 

Los cartones del piso, gastados y llenos de tierra apenas aislan el frío que sube de las baldosas como un hilo de araña que envuelve a la presa inmovilizándola en un abrazo silencioso, invisible y letal. Gonzalo siente la pena, infinita, irradiarse desde el estómago hasta el pecho, junto a la acidez del vino suelto que eructa mientras se sienta. Abre los ojos a un cielo brillante y despiadado que hace sus miserias tan patentes como un vidrio roto en un ventanal nuevo.

Bajo los jirones de la colcha, Gerardo, su compañero de desventuras, ronca ruidosamente la borrachera de la noche anterior. Gonzalo se pone de pie, y se dirige pesadamente hacia la volqueta. Su mano empastada de mugre y sudor hurga dentro del cierre abierto del vaquero de un color ya sin nombre. La pija asoma tímida, flácida, le entibia los dedos.  Mear es el más sexual de los placeres que ha experimentado en los últimos años. Un chorro violento y espeso estalla contra la volqueta y se vuelve un charco oscuro y lleno de espuma, como una cerveza bien servida entre la basura y el granito del cordón. Gonzalo suspira de placer, los dedos sacuden los últimos empujes de orina en un gesto demorado antes de guarecer su hombría dentro de la oscura hendija de la bragueta.  

La mano sube desde el cierre del pantalón hasta  la cabeza donde el pelo asoma en mechones lacios y grasientos tras las orejas y en la nuca. Se quita la gorra de lana, rascándose mientras un largo bostezo lo estira, estremeciendo cada músculo de su espalda. Aprieta los ojos hasta que duelen y bosteza de nuevo, Un largo “Uuoooaaaaaammmmm” recorre el empedrado irregular de la calle vacía. La sed es ya un puñado de arena lastimándole la garganta… Con paso torpe se dirige hacia la esquina. Su compañero murmura algo inentendible en medio de una resaca agitada. Le apoya la mano en el hombro y dice por lo bajo. “Tranquilo bo, tas soñando”. Un gruñido ahogado le responde mientras el hombre dormido gira y queda boca arriba. Los ojos cerrados, la boca entreabierta.

Gonzalo lo tapa hasta el cuello, vuelve a rascarse la cabeza, rebusca una botella vacía, y emprende el camino hacia la avenida Millán. El estacionero le permite, a veces, usar el baño para lavarse la cara y tomar agua. Con la cabeza despejada, encara al espejo que le devuelve una mirada ya casi tan vacía como su estómago, mete dentro del vaquero las tres capas de remeras y buzos, ata el cinto de cuerda y sube el cuello de la campera. 

Se calza otra vez la gorra hasta las orejas y cruza hacia la vereda del Vilardebó. Siente el sol en la cabeza, y con pasos cortos avanza hacia el Centro. Con un poco de suerte, en el comedor de la Iglesia Metodista podrá comer algo, y quizá a la vuelta consiga que el gallego de La Peral le tire alguna flauta vieja, o algunos restos de las tartas que no ha vendido en la semana. Nunca se sabe.

Mientras camina, con las manos hundidas en los bolsillos de la vieja campera de paño tararea con voz ronca una canción que su madre le cantaba para dormir, que hablaba de un pantalón cortito, y unos gurises que jugaban persiguiendo botecitos de astrasa… Barrios Amorín lo recibe bañada de sol y habitada por la veintena de desgraciados que duermen cada noche en el refugio y ahora, tras el desayuno se dispersan por el centro como hormigas en procura de  semillas y hojas para llevar a un cascarón vacío. Porque un refugio no es un hormiguero, ni una sociedad, ni una colectividad, es apenas un depósito de cuerpos acobardados que se humillan a cambio de un colchón y una taza de leche en polvo caliente cada mañana. No siente ningún respeto por esos cagones que, recién largados de nuevo al frío de la calle, lagartean al sol, toman mate y lo insultan mientras lo ven caminar enhiesto y lento por la larga subida que muere en 18 de julio.

A veinte cuadras, en la ochava de Guadalupe y Marcelino Sosa, Gerardo, tendido boca arriba, tose en medio de un vómito.

Desde que tuvo memoria vivió con tres hermanos en casa de la Gladys, una mujer menuda, regordeta y recia que les cocinaba y mandaba a la escuela de lunes a viernes, y les abandonaba frente a la televisión los fines de semana. El día en que cumplió 18 años, ella, la Gladys, que nunca ahorró comentarios hirientes ni cinchones de pelo, metió la ropa en cuatro bolsas negras, las demás pertenencias en dos cajas de cartón de Pagnifique, y lo soltó a la calle con un “ya tenés 18, yo hice lo que tenía que hacer, ahora te llevás vos solito”.

Pasó una semana entera sentado en la vereda de enfrente entre las bolsas negras y las cajas de pan hasta que vio llegar la camioneta del inau con otros dos gurisitos que no pasaban los tres años, y supo que la Gladys no había sido una madre como tampoco lo sería para estos otros dos. 

Tras medio año de errancia, en el que perdió todo lo que no llevaba puesto, se había hecho amigo de Gonzalo. Conversaban largo y tendido amurados al granito de El Gaucho, a la salida de los almuerzos que se procuraban en la iglesia de 18 y Constituyente, hasta que una tarde de domingo, o -tanto da- de miércoles, Gonzalo le había dicho, “¡Vamos!” antes de arrancar por Barrios Amorín rumbo al Palacio Legislativo.

Así andaban, casi como padre e hijo, el veterano de rostro surcado de arrugas y el gurisón de la mirada clara, errando juntos en un circuito de panaderías amigas, ferias donde hombrear cajones y vecinos que sabían sus nombres y les arrimaban fruta, agua o championes desvencijados y abrigos raídos o rotos. La noche anterior, luego de una buena tarde cuidando coches en la cancha de Defensor, Gerardo había comprado un bidón de vino suelto. Bebieron hasta la última gota, celebrando aquella parcería que los mantenía pese a todo, juntos y peleando cada bocado sin pedir jamás una ayuda del Estado. 

Gerardo se había emborrachado entre risas y silencios hasta caer dormido sentado contra la ochava, Gonzalo lo acomodó y lo recostó sobre su lado derecho. Durmió un sueño inquieto, poblado de peleas, insultos y puertas que se cerraban. 

Cuando el sol asomó tibio por encima de las casas de la vereda de enfrente, Gerardo aun se agitaba en sueños. La mano de Gonzalo firme y tierna se apoyó en su hombro devolviéndole algún sosiego en medio de la pesadilla. Allí quedó, boca arriba, arropado, navegando el sueño inquieto de la resaca cuando Gonzalo había marchado a su tranquila rutina de domingo.

Boca arriba, arropado y solo durmió su último sueño. Boca arriba, arropado y solo, lo encontró Gonzalo seis horas después, bajo un cielo gris plomo, cargado de agua y frío. Gerardo hacía ya horas que era solo un cuerpo tieso, con un hilo de espuma congelándose en la comisura de la boca. 

Bajo la luz anaranjada, un grito rajó el silencio del barrio, mientras la lluvia mansa caía sobre la triste piel de Montevideo.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

10 comentarios

  • Tremenda historia!!!! De ayer , hoy y ¿mañana….? Ojalá que no. Pero en la sociedad que vivimos los sistemas de niños abandonados es pura burocracia….
    Cuanto dolor, cuanta impotencia.

  • Me lo tomé muy personal.
    Hace días que estoy nostálgica, hoy me encuentro con esto.
    Un cuento que menciona las calles del barrio que habito hace casi 10 años, Vilardebó, Guadalupe, Marcelino Sosa…
    Y hace 10 años ya que tomé clases en la Iglesia Metodista de Constituyente y Barrios Amorín. Vaya a saber por qué mi Facultad decidió alquilar esos salones. Tal vez para que 10 años después, mientras leo este relato de amor, recuerde esos tiempos con el mismo sentimiento.
    Cuántas variables y cuántas historias, para una palabra sola.

    Gracias por compartir.

    • Gracias por tomarte el tiempo de compartir tus impresiones.
      Saludos y bienvenida a la máquina de contar

  • Me encantó!! Triste y al mismo tiempo tan real la historia de Gerardo..
    Muy interesante la idea de lo que “es” un refugio que manifiesta el texto.

    • Muchas gracias Natalia por tomarte el tiempo de leer y comentar. A veces la ciudad es una colección de aguafuertes

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