Malena

M

Estoy intentando escribir algo pero no puedo. La televisión muestra un talkshow con varios panelistas debatiendo sobre el divorcio de alguien muy importante. Me encanta tener la televisión encendida. Llena algún vacío con frases, gritos y pobres análisis de las celebridades porteñas. Qué vacío, dónde estará; no lo sé. Pero todos podemos asegurarlo: un vacío anda por allí y por acá e imperiosamente trata de ser llenado, atiborrado de flujos de letras, palabras, imágenes, sexo, música, hastío y alguna cosa más. Aun no sé qué quiero escribir, si cuento o novela, si llanto, queja o súplica. Lo único que puedo asegurar es que intento escribir algo imposible y tempestuoso. Cada vez que revuelvo del caldero el olor pútrido me paraliza y las palabras salen rotas o a medias, previsibles y con poca imaginación.   

Intento escribir la historia de una muchacha que conocí en mi trabajo como operario en un depósito de celulares. Era una mujer joven, de unos treinta y algo de años, vivía en Ciudad Vieja, escuchaba Sabina, era de izquierda y tenía una hija. Creo que estaba enamorada de alguien. Éramos buenos compañeros, solo hablaba con ella. Los demás me parecían estúpidos y no me daban razones para pensar lo contrario. Ella era distinta, se llamaba Malena como el tango. Cómo la película de Mónica Bellucci, le decía yo y la hacía reír. Cómo el tango, me retrucaba.

A veces, mientas trabajábamos como autómatas nos mirábamos y exhibíamos nuestras muecas de odio y dolor, solo para humanizarnos un poco, supongo. Era importante no transformar los gestos en muecas. Nuestros cuerpos estaban mecanizados, sí, pero no podíamos dejar que nuestro rostro sucumbiera con él. Horas y horas hasta que alguno soltaba la sonrisa y terminaban las imposturas. 

Malena bailaba en una comparsa. Me invitó muchas veces a los ensayos pero nunca fui. Le explicaba que tenía los domingos bastantes cargados en cuanto a quehaceres. Aquí radicaba mi lábil mentira hacia Malena: detestaba el candombe y todo lo que lo rodeaba. Por ignorante, lo admito. Un domingo voy y tomamos algún vino cuando termines de ensayar, le decía todas las semanas. Ella impávida, no me respondía y solía hacer un pequeño movimiento de caderas y brazos. Le leía la mente: esto te perdés si no vas. Malena estaba enamorada y nunca supe de quién, por eso la idea de verla bailar (pues, ¿quién baila sino los enamorados?) me aterraba. 

Hoy son días de ansiedad clínica. Me diagnostiqué sin poseer la sapiencia  de los oscurantistas y doctores, y tomo ansiolíticos. No confío en los médicos de la mente, prefiero correr mi riesgo. Hoy tomé dos miligramos de la primera benzodiacepina que mi mano rozó del cajón con las pastillas. El Pastillero le digo a veces. Tal vez sea esto lo que me impide escribir como acostumbro. Tal vez sea esto que me impide olerla, imaginarla. Metaforizar a Malena, saturarla de sentido hasta que desaparezca, es una necesidad fisiológica. Quedan trece días para presentar los cuentos. Apenas llevo dos y el tercero, como pueden ver, ni siquiera ha empezado y tenía que ser sobre Malena. El tercero debe ser sobre ella y ni siquiera puedo empezarlo. La Mónica Bellucci oriental de ojos tristes que vive en Ciudad Vieja.

Malena canta el tango

como ninguna 

y en cada verso pone

su corazón 

Es una lástima que no pueda escribir la historia de Malena, como creo que ella lo merece. No una novela, no la leería, me decía que se dormía con las novelas. Ella prefería las historias cortas ante las novelas eternas que ya nadie parece querer leer. Un cuento tal vez, pero me quedarían muchas cosas sin decir. Una carta. Puedo escribir las peripecias de un poeta enamorado enviándole una carta a Malena, tal vez salga bien. Qué quiero decir en esa carta, qué quiere decirle el imbécil del poeta enamorado que ni siquiera he inventado, me pregunto ahora. Me siento un idiota. No sé qué quiero decirle y sin embargo siento ese deseo incorruptible de escribir algo sobre ella o para ella. No hay diferencias, creo. 

Tu canción

tiene el frío del último encuentro

tu canción

se hace amarga en la sal del recuerdo 

Ayer salí a caminar. La ansiedad que me despierta este plazo de entrega a veces puede mitigarse con medidas no farmacológicas. Con un libro de Cristina Peri Rossi que encontré usado por Tristán Narvaja salí al encuentro de algún banco por las plazas montevideanas. Habían pasado cuatro meses desde la última vez que la había visto. Trabajo nuevo. Escritor. Supongo que ella trabajaría en el mismo lugar con los mismos idiotas. Seguiría viviendo en Ciudad Vieja, seguiría enamorada y tendría todavía una hija pequeña ahora un poco más grande. Bailará, me pregunté. Supuse que sí. Para los que aman, dejar de bailar es como morir. Me senté. Tomé el libro y elegí un cuento al azar. Cristina: después de leer varios de tus cuentos entendí el porqué de aquellos versos de Cortázar. Tenías algo para él. Ocupabas esos espacios o compartimentos del cerebro que yo intento llenarlos con ansiolíticos y con el vago perfume del recuerdo de Malena. Él, con mejor gusto que genio, te escribió poemas. Me harté de Cristina y sus dinosaurios y de su prosa eficiente. Es común que me enfade con los autores cuando los leo. Más de una vez me vi arrojando por los aires libros de Camus, Voltaire y muchos alemanes y rusos. Lo extraño, nunca había arrojado ningún latinoamericano, me conformaba con apretujarles las páginas y maldecirlos entre dientes. 

Tus ojos son oscuros como el olvido

tus labios apretados como el rencor 

Caminé. Caminé aún más. Retrocedí hacía el sur. Pude oler el mar, creo que pude oler el mar. Palermo nunca me gustó. Intentaba evitarlo siempre que podía. Conseguí escuchar el sonido apagado de la lonja contra los palos de madera. Seguí el sonido. Caminé más todavía y los golpes sordos de los tambores aumentaron significativamente. Estaba cerca. No de Malena, sino del baile, el candombe y algo que ella disfrutaría. Me sentí como un intruso en los sueños de otra persona. 

Tus tangos son criaturas abandonadas que cruzan sobre el barro del callejón cuando todas las puertas están cerradas 

Me congelé una cuadra antes de llegar al tumulto de personas. Tambores, fuego y vino emulaban algún rito pagano del que yo no estaba preparado espiritualmente para participar. La ansiedad me invadió, los nervios del cuerpo comenzaron a gritar y la respiración comenzó a correr rápido. Mejor vuelvo, me dije.

Mientras regresaba busqué excusas para mi cobardía. No podés llamarte como la canción de un tango sin ser miserable y hermosa a la vez, reflexioné. Pobre de aquel que ame a Malena, dije en voz baja mientras los ruidos de los tambores se apagaban. Luego sonreí, mientras escuchaba ladrar a los perros de la canción, porque recordé eso que ya sabía: el gran amor que había conocido llevaba el nombre de una milonga, no de un tango.

No hay dolor más atroz que ser feliz.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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