El mundo a través de una colmena

E

Adrián Villalba

El viejo dedicó toda su vida a la apicultura. Siempre la consideré una profesión extraña, tan rara como podría ser la de maquinista de tren, antenero, afilador o economista. La pasión que sentía por las abejas sólo era equiparable a sus acalorados comentarios frente al informativo de la tarde con el cual rara vez acordaba. Sin lugar a dudas, mi pensamiento político es deudor de aquellas puteadas magistrales durante las tardes transcurridas frente al Punktal technicolor. Simpatizaba y formaba parte del Partido Socialista, integraba grupos en el pueblo, se reunía con gente vaya a saber para hablar de qué cosas. Imagino que aquellas compras de alimentos al por mayor que eran distribuidas entre familias tenían que ver con ellas, ¿o sería la excusa?

             Lo primero que hizo en el 85 fue acercarme a la militancia, porque a su otra pasión ya me había empujado casi desde que nací.  Hablo de Mario en pasado, no porque haya muerto de verdad, sino porque parece haberse desaparecido en vida, que es algo mucho peor. Una serie de infartos cerebrales borraron hace poco más de dos años al hombre que supo ser. Es difícil reconocer en él, actualmente, a aquel padre de lengua afilada y pensamiento crítico. La vida puede ser muy injusta. Apenas puede articular alguna palabra en los días en los cuales el sol brilla. Tampoco puede alejarse sin compañía una cuadra de su casa sin correr el riesgo de no volver, en un pueblo  que hace alarde de una veintena de cuadras en ambos sentidos, no más que eso, en el que vivió prácticamente toda su vida. Insidiosa, progresiva e irreversible son los patronímicos de tres palabras que auspician y jalonan este proceso de deterioro en el apicultor. De poco le sirvieron años de ingesta de polen, jalea real y miel que siempre fueron considerados en la familia como invencibles panaceas, remedios contra toda enfermedad.

Silencio.

Escasos son los recuerdos que los años anteriores al 85 dejaron en mi acervo neuronal. No obstante ello, atesoro uno que bascula en su avance a través de una delgada línea de dendritas y axones. Pude comprenderlo muchos años después. En ese recuerdo me veo con un prendedor de metal que hallé en el más recóndito escondite del galpón, aquel que además soportaba el silencio de un alijo de epístolas de amor de vaya a saber cuántos atávicos e infructuosos noviazgos paternos. La escarapela de metal ostentaba vivos colores, rojo azul y blanco, además de dos letras, una F y una A. Eso era, lo que se me antoja decir con la distancia que me separa del hecho, lo que veía el niño que fui. Con la misma inocencia sobrevino la necesidad, que también era la de mi hermano menor, de mostrar tan inusitado hallazgo, nuestro descubrimiento, nuestro brillante tesoro, a nuestros padres. Nunca pude borrar de mi memoria lo que vino después. No entendía sus caras de horror, su prisa por arrebatarnos el prendedor de las manos, ni mucho menos lo que intentaron balbucear como explicación al hallado prendedor FA de vivos colores. No recuerdo si hubo reprimendas o castigos por la curiosidad. Para mi hermano y para mí quedó claro que por alguna extraña razón la muerte y el horror podían escribirse con dos letras, incluso en un escaso centímetro cuadrado. ¿Quiénes serían los portadores de tanta maldad en aquella Santa Lucía de tan pocos habitantes? ¿Cuáles los lugartenientes presurosos por aplicar sufrimiento a quien poseyera el pequeño tesoro? Tenía entonces siete años y quien me secundaba no despegaba de los cinco. Ese mismo año una abuela daba con el paradero de Anatole y Victoria abandonados a su suerte tres años antes en una plaza de Valparaíso… ¿Va/al/paraíso? Increíble contradicción.

             Silencio.

             Ese silencio prudente, cobarde, protector, se extendió durante muchos años. A veces pienso incluso que dediqué mi vida, mi profesión, mi pasión, mi vocación por  escuchar,  a detenerme justo allí donde los silencios se instalan y prosperan. El silencio está más en quien no puede escuchar que en la supuesta fuente emisora. Esto lo aprendí del viejo. Cuando abría una colmena sabía por el zumbido de las abejas si éstas tenían reina o no. Nunca pude tener la oreja tan afinada. Para mí se trataba de un zumbido a secas y chau!

             Silencio.

             Nunca lo escuché hablar de aquellos años, como si sólo hubiese podido soportar una sola de sus pasiones. O tal vez el silencio no se pueda superar una vez que ejerce un efecto “Casa tomada”, no lo sé, el miedo… ¡¿el miedo treinta y pico de años después de restituida la democracia?! El solo hecho de pensarlo me resulta demoledor. Recién avanzado el siglo XXI en  por lo menos una década le escuché los siguientes relatos, quiero pensar que tal vez animado por las apariciones de algunos cuerpos que desde el año 2005 comenzaron a tener nombres; Ubagesner Chavez Sosa, Fernando Miranda, y ya sobre fines de 2011 y principios de 2012: Julio Castro y Ricardo Blanco. Pero también porque el viejo sentía quizás que su tiempo se acababa y hay cosas que no se pueden ir con uno. Líber Falco solía alentar a sus amigos a escribir sobre aquellos que se habían ido, ¿para no olvidar o para poder hacerlo? Poder olvidar a nuestros muertos para poder seguir con ellos al costado y que no se nos enreden en el paso o, simplemente, para no escuchar sus risas y gritos en el implacable pampero, como pretende la canción. Hay quien sostiene el logro que implica una segunda muerte, pues de lo que se trata es de que ya no quede nada que entorpezca una verdadera evaporación. Los grandes autores habrían fracasado en ello, se los lee, se los cita, nombran calles de ciudades y pueblos; creo que a los detenidos desaparecidos les pasa lo mismo. No podemos olvidarlos, se nos sustrajo esa posibilidad. Nada más presente que el personaje cortado de la fotografía.

             Silencio.

             Carlos Alfredo Rodríguez Mercader era profesor de tornería mecánica en la UTU, participaba del gremio, era anarquista y miembro del PVP. Desaparece en Argentina en 1976, víctima de esa coordinación para la muerte llamada Plan Cóndor. Se había ido de Santa Lucía unos años antes. Pienso que esto fue por el 73 cuando atrapan a su esposa Ivonne, quien estuvo presa durante los siguientes catorce años. En esos días Mario se lo encuentra en Montevideo. Se sientan a tomar un café en el bar Rondeau, hablan de la vida en Santa Lucía en aquellos complicados días, de Amalia Mercader, la madre de Carlos Alfredo, seguramente de Ivonne y vaya  a saber de qué más, le dan la espalda a unos policías que pasan rampantes a escasos centímetros de ellos. Se abrazan en la despedida. Carlos Alfredo se pierde por calle Colonia, papá se toma el ómnibus de regreso al pueblo. Nunca más se vieron. Hay ausentes sin retorno. El viejo había ido a la capital a comprar bollones para la miel, Carlos Alfredo escapaba de la muerte.

Una cuestión de ubicuidad, permite que Carlos Alfredo Rodriguez Mercader sea en la actualidad, además de uno de los tantos detenidos desaparecidos, un espacio cultural que funciona en el pueblo (un argumento numérico no ha podido eliminar el hecho que un santalucense le llame siempre “el pueblo” a su ciudad). Allí funcionan desde una radio comunitaria hasta clases de teatro pasando por instancias de apoyo a estudiantes, recreación y diversos talleres. Lo gestionan varias organizaciones y vecinos. Ellos dicen que ponerle ese nombre al colectivo es generar un espacio para la memoria.

             Pascal Quignard escribe: “El pasado es un inmenso cuerpo cuyo ojo es el presente […] el desgaste y el peso de cada hora sepultan o esparcen sus vestigios”. Vemos el pasado desde la actualidad y cada libro leído, cada acontecimiento vivido, cada nueva ciudad conocida, transforman ese pasado. Se trata de un ojo muy limitado ya que nada puede contra  la decadencia que corrompe. Por eso la insistencia del relato, de la crónica, del discurso. Como si la vida dependiera de eso, podría decir Sherezade. No queremos olvidar lo anterior que, día a día, va vistiéndose de una historia que tensa su relación con el olvido. El ojo limita el campo de visión, recorta e inmortaliza a su vez, o eso intenta. Sabedores de que la historia presta atención a aquello que la hace persistir en la actualidad, el representante del gobierno de facto se presentaba ante la Comisión de Derechos Humanos en el año 1981 diciendo: “En el Uruguay lo que hemos tenido son procesados, muchos condenados, muchos liberados, pero desaparecidos, no.”  En Santa Lucía aún hay personas que creen en esto.

             Silencio.

             Transcurría el 74, un campesino chino encontraba la mayor obra de arte funeraria conocida, la llamaron los “guerreros de terracota”, Alemania Federal inauguraba la décima edición del mundial de fútbol, los Rolling Stones grababan su disco “It´s only rock and roll” mientras que ABBA vencía en el concurso Eurovisión, algunas bombas nucleares detonaban a modo de prueba bajo el suelo de Nevada a la vez que Nixon dimitía por espiar a los demócratas en el escándalo conocido como Watergate, Francis Ford Coppola estrenaba “El padrino II” cosechando ese mismo año un Oscar a mejor película y otro a mejor director, el mundo llegaba a los cuatro mil millones de personas, un paleontólogo estadounidense descubría en Etiopía restos óseos con tres millones y medio de edad de un pariente lejano conocida como Lucy, ese mismo año, mientras Domingo Perón fallecía del otro lado del río, el viejo andaba las calles santalucences atormentado por una decisión que debía tomar; dejar la fábrica de tractores en la que estaba empleado desde hacía algunos años y dedicarse plenamente a la apicultura, o no hacerlo. No sospechaba siquiera que otra decisión se avecinaba, su vida transcurría entre montajes de motores por un lado y ahumadores, caretas rejilladas y colmenas por otro. Es durante esos días que una de las figuras más importantes del Partido Socialista en aquel entonces en Santa Lucía, le pide un favor al apicultor: “Mario, necesito que guardes algo por mí, es un arma, ¿tenés problema en custodiarla por un tiempo hasta que la cosa esté más tranquila?” Imagino al viejo intentando esgrimir alguna excusa, que recién nació mi segundo hijo, que es peligroso, que nunca tuve armas, que no estoy para eso. Prefirió no contar nada a su mujer. Cargó sólo con la duda, no quería hilos sueltos. Finalmente, contacta a la persona, acuerdan lugar y hora de encuentro. Esa noche no pudo dormir, salió de la casa rumbo a la cita sin probar bocado mientras lamentaba no tener la oportunidad de ser fumador. La calle estaba vacía a esa hora, medía las cuadras siempre pensando en pegarse la vuelta. Juró haber sentido olor a pólvora cuando se abalanzó sobre el timbre que le estaba destinado. Entró a la casa, la habitación estaba oscura, el silencio lo abarcaba todo. Sobre la mesa una caja de madera anunciaba su contenido. Con parsimonia su dueño comenzó a abrirla, preso de un ritual hasta extraer el asunto en cuestión, se miraron, sonrieron nerviosos, el objeto volvió a su estuche. “Cuidala, es un arma fecunda”, parece haberle dicho el amigo mientras el viejo partía con la peligrosa caja debajo del brazo. La vida continuó su rumbo, vinieron más hijos, la casa por el préstamo hipotecario, el viejo Nash, las muertes esperadas. Once años después el propietario del arma reclamó lo suyo; “ahora Mario, es ahora, la necesitamos, ¿tenés aquello que te di en cuidado?” Acordaron lugar y hora de la misma forma que lo habían hecho años atrás, como en secreto. La caja volvió a abrirse, su contenido resplandecía más joven aún que antaño. El apicultor la había acicalado, desarmado, aceitado hasta el último resorte. Allí estaba remozada y vieja, tan magnífica como peligrosa, el arma: una máquina mimeográfica. Con más agradecimiento que curiosidad el amigo lo miró y preguntó: ¿dónde la escondiste durante todos estos años? El apicultor sonrió. Prefirió no dar detalles, pero soltó un: “eso sí, por suerte este año una colmena me va a dar unos kilitos más de miel”.

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