Feliz

F

Soñé que era un adolescente muy tímido, medio desnutrido y con muchos granos en la cara, que me presentaba a un programa de talentos.

En el sueño, los miembros de jurado se rien de mi apariencia y mi voz de niño de escuela. En el auditorio se codean y se rien mientras yo me equivoco al dar mi nombre sin levantar la mirada del suelo. Pero una vez que empiezo a cantar, mi voz se transforma en una especie de tenor de ópera y dejaba mudos a todos. Me enderezo y saco pecho. Soy feliz.

La gente empieza a aplaudir como si por primera vez en la vida hubieran escuchado a una persona cantar de este modo. En muchos casos, tal vez sí. Pero a los efectos de mi sueño, no me importa en lo más mínimo. Yo sigo mostrando mi arte, concentrado en la presentación y en conquistar al jurado, que es lo único que al participante le importa en ese momento.

Pero el público juega su papel, porque es como el hincha en la tribuna: hace que el juez termine cobrando a favor de tal o cual equipo. Para el momento en que termino de actuar, las gradas estaban conmigo. De pronto, el más tonto del jurado empieza a aplaudir como un enajenado mental. Pega un alarido; se cree gracioso. El resto de los jurados ríe. Yo cierro los ojos para contener la euforia. Mis oídos logran focalizar el sonido de la música por encima de los gritos de la gente. Soy feliz.

La música termina, el público grita, el jurado aplaude. El más serio y respetable de los integrantes del jurado, pone cara de que va a dar un veredicto similar a si estuviera sentado en la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Dice: “quiero saber si perteneces a esta tierra muchacho o eres un ángel”. El público festeja la frase como si realmente fuera inteligente lo que dice.

Yo sonrío, hago un gallo al volver a hablar. Vuelvo a parecer un niño torpe. Miro al piso y me sonrojo. La risa que sale de mis labios es tosca. El jurado me pide que hable, pero yo apenas puedo emitir sonidos guturales por la alegría. Si bien ahora parezco estar más disminuido que antes, la gente siente ganas de besarme y abrazarme. Soy feliz.

El jurado grita como poseído. La euforia es colectiva. El más tonto del jurado grita al hablarme. Se para mientras da piñazos al aire y en el tono más chillón que puede, me grita que paso directamente a la final. Me muestra una cartulina dorada con el nombre del programa. Todos gritan, mientras a mí me arrojan toneladas de papelitos de color plateado. El presentador, que está al borde del escenario, entra a felicitarme. Dos mujeres cuya belleza puede deslumbrar al mismísimo Zeus me abrazan y me conducen para el exterior. Es lo más cerca que voy a estar de un par de caderas como esas en muchos años (y encima, pagando). Tal vez ese sea el mayor premio para un adolescente granulado como yo. Me sonríen y me derrito.

Estoy empezando a dar la entrevista de la gloria cuando suena el despertador. A mi lado, mi esposa refunfuña que apague esa mierda. Le hago caso y me levanto quejándome. Tengo 40 años, me duelen las articulaciones y es tiempo de ir a trabajar. Es invierno. Salgo para el baño duro de frío. Junto la ropa, busco una toalla. Antes de afeitarme me pongo a silbar un fragmento de una ópera conocida. Me corto un poquito en el mentón y puteo. Mi mujer todavía no se levanta. Pero en cinco minutos estará despertando a la prole para ir a la escuela. Mejor ir apurando el asunto para despejar el baño.

Entro a la ducha. El agua recorre mi cuerpo y me abraza con el calor que dejé olvidado entre las mantas. Me acuerdo de mi sueño y me rio. Pienso en lo estúpido que solemos ser, que a fuerza de reiteración nos quedan estas ideas en la cabeza. Adolescentes con voz de tenor que son aplaudidos por cinco minutos y luego condenados al olvido ni bien bajaron del escenario.

Pero soy feliz.

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Maximiliano Debenedetti

La partida de nacimiento dice que arribó a nuestro planeta por Montevideo en 1979, con todo lo que esto conlleva. Su contacto con la literatura fue ecléctico y supo ya en su infancia que estaría vinculado a la escritura, desde el día que tuvo que aprender a garabatear por primera vez su extenso nombre.

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