Si algo me gusta de París es su capacidad de volverte invisible. La ciudad obliga a todos los extranjeros a pasar por una especie de tabula rasa donde ya nadie es más que nadie, al menos al comienzo. Es una ciudad tan dura para con los extranjeros que ni sus apellidos pueden salvarlos (debe ser la gran pesadilla latina). He visto a decenas de ingenieros, psicoanalistas y médicos cuidando a insoportables niños franceses, limpiando pisos o recibiendo turistas en hoteles. Otra cosa que es bueno mencionar es la notoria diferencia entre, por ejemplo, chilenos, mexicanos o argentinos, con los uruguayos, paraguayos o bolivianos. Las probabilidades de que un estudiante chileno, mexicano o argentino radicado en París para continuar con sus estudios sea de una clase acomodada son grandísimas, mientras que para el estudiante oriental esas probabilidades bajan mucho aunque haya excepciones. Es como si nuestro sistema educativo enviara a Francia a esos despiertos que lograron terminar la facultad, mientras sus madres se desvivían por mandarles algo de dinero y cajas de comida durante seis años y a ninguno del British School. Como el mate amargo, mandamos a los amargados, no a los ilusos que ya bien viven en sus burbujas de estupidez, cervezas artesanales, terapias de música electrónica y biodanza. Es por eso que siempre tuve resistencia a los uruguayos chetos en París. No quería que ellos sean la representación de nuestro humilde y patético país, quería que fueran los desgarrados, los rotos y los desilusionados, aquellos que no se dejan engañar por la ciudad de las luces enceguecedoras, por aquellos que no encuentran ni un solo queso digno de ser alabado y ni una rue digna de ser fotografiada. Necesitaba al uruguayo, no a los hijos de los nuevos uruguayos. Necesitaba la vida frente a tanta pantomima.
La mexicana se llamaba María (como todas las mexicanas en Francia) y era “fresa” (según ella, y dicho con orgullo). Pero su particularidad, algo para mí incomprensible hasta el día de hoy, era su fanatismo por Banksy. Nos conocimos de casualidad (algo que rescataba ya que odio a los handicapés que utilizan las aplicaciones para conocer gente) y enseguida hablamos de nuestras vidas pasadas, o bien, las vidas en Latinoamérica. ¡Ah! No hay peor charla que esa, amigos míos, no hay peor charla que la fastidiosa conversa del país dejado atrás. Pero simulé interés, la soledad se disfraza de interés siempre. Al fin y al cabo todo mi interés por el otro reside en la gran dificultad de soportarme solo en la tierra. Todas mis habilidades sociales son denuncia de mi incapacidad de aceptar la idea de la muerte. Así que hablaba con ella, moviendo los labios y diciendo cosas normales, riendo de las cosas normales y pensando en cosas normales pero actuando como si recitara versos de un poema viejísimo que descubrí esencial para sobrevivir. Lo sé, parecería la descripción de un sociópata. No entiendo los rituales, las formalidades, recuerdo todo con haraganería y ni siquiera logro encontrar la dificultad. Entiendo perfectamente que algo no marcha bien, pero se me escapa el qué. Cuando hablaba con María pensaba dos cosas: que quería tener sexo con ella y que se me antojaba un plato de ravioles.
Rápidamente quedé sujeto a una walking tour con ella. Me propuso visitar y fotografiar, obviamente, a todos los stencils hechos por Banksy en París. No entendía el porqué, ni el cómo. ¿Caminaremos? ¿Por qué sacarle fotos a unos stencils de un artista hecho a medida del capitalismo salvaje? ¿Qué gana ella con hacerlo? ¿Es esto la vida, perseguir cosas que creemos que nos representan? ¿Qué representaba para ella Banksy? ¿Libertad? ¿Revolución? Nada tenía sentido pero acepté fingiendo mucho interés. Al día siguiente caminamos desde la Cité Internationale de París hasta el Quartier Latin, donde supuestamente una de esas grandes obras de arte adornaba una pared de mierda. Lamentablemente no la pudimos encontrar así que seguimos nuestro camino rumbo al panteón donde sí encontramos uno de los tan fabulosos stencils del gran artista llamado Banksy. No recuerdo qué era. Bonito. Seguimos caminando y nos topamos con el hotel donde Gabriel Garcia Marquez escribió “el coronel…” Saqué una foto a la placa. Recordé su entrevista donde contaba que bajaba de ese mismo hotel a llamar por teléfono a sus amigos para pedirles dinero ya que no tenía ni para comer. Me alegré. Él estaba roto. No dejó nada marcado en una pared porque eso es temporal, él había apostado a lo eterno. Solo los genios apuestan a lo eterno en detrimento de su vida. Tienes coche, me preguntó María de repente. Digo, tienes coche en Uruguay. Pregunta rara. Respondí que ni siquiera sabía conducir. Ella comentó que su ex pareja en México tenía una Hummer. Qué bueno, le dije, me gustaría un día subirme a una Hummer. Estábamos tan alejados de lo genial y lo eterno que sentía como la tierra nos tragaba entre más nos acercábamos a la próxima marca de Banksy. Tomamos el metro en busca de la última obra de arte que se encontraba en la Porte de la Chapelle.
¿Sabés lo que hay en la Porte de la Chapelle? le pregunté.
¿Qué hay?
Ahí viven miles de africanos sin papeles, supongo que Banksy pensó que era buena idea hacerles un stencil para alegrarles la jornada.
Si Banksy lo hizo ahí tiene un significado, me respondió Maria. Él siempre denuncia.
Sí, tal vez sea eso. Igual tengamos cuidado. No es un lugar para sacar fotos.
Yo solo quiero ver el Banksy. No te preocupes.
El panorama era muchísimo peor de lo que imaginaba. Cientos de familias adornaban la Porte de la Chapelle como un pesebre viviente de miseria y olor pútrido. Cientos de jóvenes, altos, negros como el carbón, de ojos amarillos, se juntaban en grupos mayores de diez, conversando, o solo mirando el suelo como calculando el tiempo restante antes de ser tragados por completo. De repente mi mortalidad y queja por la falta de genialidad para con mi ser tomó un color tan vergonzoso que sentí un escalofrío y ganas de vomitar. Lo visceral tiene el poder de devolverte a la tierra y transformar tus neurosis existenciales en una nada sin sentido. Lo carnal desnudo frente a lo patético existencialista no tiene lugar.
Según Google maps el Banksy está en esta avenida, me dijo María.
De repente sentí lo peor, que el mundo se derrumbaba. María estaba demasiado bien vestida, demasiado concentrada en su Iphone buscando el Banksy, demasiado protegida del sol con sus lentes Gucci, demasiado distraída de lo patético de la vergüenza internacional que nos rodeaba. Yo me sentía en un velorio con una niña que, alejada aún de la poderosa idea de la muerte, lloraba porque no podía ver sus dibujos animados preferidos. Quería ser tragado por la tierra, o golpeado por cualquiera de esos negros con el dolor de África y Francia en sus ojos. Sabía que cada foto del Iphone sería un golpe en el estómago. El uruguayo que aún tenía dentro gritaba desaforado que saliera de ahí corriendo.
María, mejor no buscamos más. Hay gente que puede sentirse incómoda.
¿Qué? Yo quiero ver el Banksy y después nos vamos. Ahí está, ya lo encontré.
Más de quince personas estaban junto a un muro blanco. Noté que detrás de ellos se encontraba el Banksy. Lo estaban protegiendo. Estaban prohibiendo que alguien lo viera. Noté que Maria no se interesó de la guardia y les preguntó si podían correrse para que ella le tomara la foto.
Give me money, and you can take the picture.
Lo entendí de inmediato: había un peaje. ¿Queríamos la foto? pues paguen el peaje del turista cómodo, del que piensa que el arte es una manera de entretenimiento. Pues saquen la foto, pero paguen antes, imbéciles. Quieren la foto, pues agáchense a lo terrenal y paguen.
Yo no te pago nada, es un lugar público, respondió María. Yo sentía la tierra en mis rodillas. Martín, diles que se corran por favor, me dijo totalmente ofuscada por la situación.
Please, Sir. The lady here only wants a photo of the Banksy. How much do you want?
De repente pensé que lo mejor era dejar a María a la merced del grupo que protegía la obra de arte. Sí, mejor. Que fuera sodomizada hasta la muerte. Creo que se lo merecía. Y yo también merecía ser sodomizado hasta la muerte por acompañarla y permitir esta situación grotesca. Estábamos en guerra y nunca nos enteramos ya que la miseria es tan sutil como insidiosa. Todos estábamos podridos y hundidos.
I want everything you have.
Toqué mis bolsillos. Sabía que tenía un billete de diez euros. La foto más cara de mi vida.
Ten euros will make it? pregunté. La cara del hombre dibujó una mueca y dijo que sí. Se corrió. María procedió a sacar muchas fotos. Me preguntó si podía sacarle una foto a ella posando frente al Banksy. Le di los diez euros al líder del grupo protector de obras de artes hecha por revolucionarios posmodernos, y sentí algo que jamás había sentido cuando le pagaba a los carísimos psicoanalistas parisinos. Respeto.
Tomé el Iphone y saqué, casi temblando, cinco o seis fotos mientras ella posaba con cara seria. Me imaginaba luego sus fotos en redes sociales con alguna frase motivacional. Sentía la tierra en mi cuello. El stencil estaba casi totalmente borrado, pintado encima y vandalizado. África había hecho su obra de arte, una verdadera obra de arte en esa mancha banksiana.
Muy bueno. Me gusta como describe los sentimientos frente a la desigualdad social y su aparente inocencia.
Muy bueno! Una odisea con un desenlace genial, pude imaginarme en ese trip, no como la mexicana sino como el narrador.
Adelante con la máquina !
Hola Martín tu relato es genial. Hasta me sentí un poco conmovida con lo que leí. Me encantó. Me quedo con esa frase “la soledad se disfraza de interés siempre”. Y eso q me gusta mucho Banksy… Ja
Qué mezcla de risa y representatividad me dio esta historia. Buenísima, muy realista por las muchas emociones que muchos uruguayos sienten en el exterior. La idiosincrasia se impregna en las células. POr más de estas comedias semi-realistas. (o anécdota?)
Excelente. Te lleva a introducirte en ese mundo y junto al protagonista ( el uruguayo) compartir sus mismos sentimientos.