El hombre que desembarcó en Montevideo en 1943 se llamaba Ignatius Ullmann, y era carpintero; en 1989 uno de sus nietos, Juan Ullmann, ganó su última pelea como boxeador profesional.
Ganar. Eso nunca fue lo suyo. Lo de Juan Ullmann fue perder desde la cuna, desde ese padre militar casi desconocido que murió de un balazo perdido en un entrenamiento antisubversivo, y su abuelo francés que impoluto de cualquier vínculo al castellano gritaba putain cada vez que martillaba. Las gentes maravilladas por ese destino casi anti griego de victoria, el del boxeador viejo y casi arruinado ganando frente a una joven promesa por un capricho del destino (el joven boxeador tropezó y Juan lo noqueó en un microsegundo de lucidez), le gritaban frases armadas de aliento y júbilo pero Juan Ullmann no podía dejar de sentir que todo lo que sucedía era una pantomima. Qué sensación patética la de ganar. Había dado todo para ganar. ¿Pero ganar para quién, a fin de cuentas?
Ya había salido del convulsionado gimnasio de la calle Buxareo en uno de los pocos rincones bonitos de la ciudad más tristes al sur, pero Juan Ullmann pensaba en el norte, en ese pequeño espacio en Manga que utilizaba para entrenar todos los días desde que tenía memoria. Había dejado una vida al costado por otra vida, la del sacrificio. Supuso que no estaba tan alejado de los dos fantasmas que le precedían. Sacrificio al martillar un escritorio de caoba y sacrificio al golpear un saco que colgaba de la pieza del fondo del rancho.
Juan Ullmann solía coordinar sus golpes a ese saco gris relleno de arena con los golpes del martilleo de su abuelo, el franchute de Manga. Ambos eran dos máquinas que golpeaban y sudaban, solo así Juan lograba entrenar, vaciandose de todo, golpe a golpe al ritmo de su abuelo. Pero a diferencia del nieto ya no francés, sino bien uruguayo, el abuelo galo martillaba para construir, cuando él golpeaba para destruir. Ganar destruyendo y ganar construyendo, los Ullmann eran de esos, construían y destruían, manteniendo al universo balanceado.
Le revolvía el estómago pensar que había ganado. Las luces de Buxareo se transformaron en las luces de un ómnibus repleto de otros boxeadores pero sin ningún título, ni sangre en los dientes.
Juan Ullmann pensó en su norte, en Manga, en ese barrio que lo esperaba tan desconocido para los montevideanos. Pensó en el norte de su padre, la Brigada de Caballería No. 1 en Artigas, cuando decidió enrolarse para poner un poco de orden a los barbudos. También pensó en el otro norte, en el de Ignatuis Ullmann, la París ocupada por los nazis, un hijo francés e hijo de David, partisano, que escapó asustado en un barco con veinte años, con la lenta agonía de saber que traicionaba a cada camarada muerto en tierra gala, que nunca podría volver con la frente en alto y que jamás pronunciaría la palabra résistance, ya tan lejana como su patria. Su abuelo martillaba todos los días, sin falta, y Juan golpeaba el saco.
El dolor se repartía sin saberlo, entre los dos hombres y ese tercero fantasma, muerto en el sinsentido de un entrenamiento militar. Tres generaciones de perdedores y ahora esto, pensó Juan Ullmann mientras apretaba sus puños y contemplaba la hinchazón de su rostro en el reflejo del vidrio mugroso. ¿Era eso la victoria? Escupió un poco de sangre en el piso del Mercedes que rugía rumbo al norte y pensó en el viejo Ignatius.
El rancho impoluto de todo gusto y decoración lo abrumó, como si la sensación de haber ganado la pelea, la última de su carrera, se acompasara demasiado con la tristeza de su hogar. Escuchó los martillazos de su abuelo, escuchó los insultos en francés y se acercó a ellos. Ignatius estaba de espaldas, con sus casi 80 años golpeando algo que a Juan le era totalmente indiferente. Abuelo, le dijo. Grand-Pere, le repitió e Ignatius se volvió para observarlo. Su cara arrugada no le devolvió el saludo, apenas un gesto. J’ai gagné, le dijo Juan en un francés tan tosco como su movimiento de piernas en los últimos años. Su abuelo se detuvo un segundo y un “voilà” apenas pudo distinguirse salir de su boca. Passe-moi la scie, s’il te plait, le dijo Ignatius, ya con más claridad y potencia en la voz, antes de recuperar su postura para continuar el trabajo. Juan Ullmann lo observó, le dio el serrucho y salió del garaje y siguió hasta el último de los cuartos donde entrenaba. El saco lo esperaba, ganador o perdedor, ahí estaría estoico e incólume al tiempo, como la frialdad de su abuelo, perdido en un norte de resistencia y vergüenza y como el norte donde murió su padre, disfrazado de militar. Pero ahí estaba él, Juan Ullmann en su norte, el último de los Ullmann, victorioso, ganador, escuchando los martillazos de Ignatius, sabiendo que entre él y su abuelo y entre toda la humanidad, solo había un voilà de distancia.
Esperó el insulto apagado de Ignatius para comenzar. Putain, merde ! Juan golpeó con todas sus fuerzas, sus nudillos sangraron enseguida. Fils de pute ! gritó su abuelo mientras el martillo tronaba mucho más agudo. Juan golpeó de nuevo con los nudillos rojos escarlatas. Merde, merde, merd… !
El saco se sacudió como nunca, y Juan cayó de rodillas, como no lo hizo en el ring. Miró al techo de chapa y pensó en el martillazo del fal que había terminado con la vida de su padre. Todos perdimos, se dijo. Respiró, respiró dos veces más y se levantó. Ya no había sonidos en el galpón, tampoco insultos. La oscuridad caía en Manga. Ignatius callaba, por fin, en el norte.