1
No sé escribir, pero nadie va a escribir a mi padre si no lo hago yo. Existe una responsabilidad ontológica, es decir, debo hacerlo vivir en algo que no sea la carne viva, ya que eso es cosa del creador. Yo no puedo crear la carne, ni el alma, ni el soplo divino que moldeó la adama en una figura que hoy despide olor a podrido. Me abruma la confianza de los sabios, su fuerza de espíritu me violenta. Desconfío de toda buena voluntad y sapiencia. Solo una parte minúscula de la humanidad puede hablar de la humanidad. La excepción del universal necesario para pensar lo universal. La humanidad no es en sí una cosa pensante, pero sí existen las excepciones, algo que se posiciona fuera del conjunto que organiza como Padre supremo ese mismo conjunto. Pero me canso de imaginarme amo y señor de una estructura que me importa cada día menos. Mi complejo de Dios es solo un recurso estético. Así nacen los pastores, creyéndose fuera del caos que ellos ayudan a crear. Se creen fuera de este adentro incomprensible. Qué se mueran, que revienten de sentido. Mi padre, al contrario de esos padres que han guiado a la humanidad desde que el barro fue soplado, nunca tuvo sentido.
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Así que me propongo algo estúpido, casi retardado: crear un sentido en algo que no lo tiene. La distancia, el abandono, el rechazo, el odio, la indiferencia cósmica de un Dios sordo, todo eso tiene algo de sentido, pero mi padre, no lo tiene. Luego del divorcio, él se fue. Pero no se fue lejos, sino todo lo contrario, se fue muy cerca, pero infinitamente lejos. Un niño esperando a un padre a trescientos metros: una marcha a pie apurada de cinco minutos, o diez minutos de marcha tranquila, que jamás llegó. Un padre que de repente pasó a ser un vecino, un saludo cordial con sus manos, un cómo estás, che, un golpe en el hombro, y un hasta mañana o la semana que viene, poco importa. A veces lo veía caminar, y si lograba captar su atención, recibía lo normal esperable de un vecino: un gesto amistoso, una sonrisa mecánica. Mi cerebro, inundado por hormonas de doce años, odiaban ese vecino, complotaban haciéndose mundos paranoicos de lealtades y rencores, pero ahora, veinte años después, algo más aterrador, y a su vez liberador, cae del cielo: la certeza delirante de que solo fue el sentido lo que se perdió. Nunca pude comprender ese cambio horroroso del amor a la vecindad, porque, como un niño, buscaba la razón en algo que no tiene razones, estratégias, ni siquiera motivaciones inconscientes. No hubo nada, y me llevó dos décadas admitirlo.
3
El lenguaje es fascista, dice Barthes. Nos obliga a utilizar su código para hablar de lo que no entra en su reino. Estamos atrapados y nos obliga a decir. Me veo obligado a utilizar el diccionario para describir a mi padre, alguien que existe por fuera del mundo de la escritura. No hay semiótica, no hay codificación, ni interpretación, que logre que yo pueda escribir sobre él: un tipo de carne y hueso de algunas seis décadas. Es una tarea imposible, pero que estoy obligado por el impulso de la vida, de recorrer hasta las últimas consecuencias. El último recurso metafísico que nos queda a la humanidad para escribir no es otra cosa que la inspiración. Entonces tengo que esperar ese rayo que llega de no man’s land para escribir, ya que la inspiración es una idea que no le pertenece a nadie, no hay un Otro que la envíe, no hay pastor ni terapeuta que obligen a la inspiración: es un momento incontaminado de sentido.
4
Pero como mi padre no tiene sentido, la inspiración que habilita cualquier intento artístico parece haberse escapado durante un par de décadas. Fue justamente en el día de ayer, que sentí el golpe indómito inconmensurable: el sinsentido fue claro por primera vez en mi vida. Caminaba por alguna calle, mirando alguna porquería en el suelo, pensando en él, y el sin sentido me abrazó, el de la existencia, el del cosmos, el de las religiones y el de mi Padre (con mayúscula porque mi padre hace años dejó de existir como una imagen, solo tiene hoy un valor simbólico, que ahora entiendo, repleto de nada). La parálisis fue grande. Logré sentirme de nuevo más vivo que una adama soplada con un tufo alcohólico. Era de nuevo una especie de Adán expulsado, libre e infinitamente triste con el parásito de la razón comiéndome el cerebro.
5
Me llamó para decirme: la abuela se murió. Lo interesante fue verlo como un niño, más niño que yo, llorando al lado del cadáver de Gloria, mi abuela. Nunca tuve una relación de amor con mi abuela, ella era alguien del lado frío del afecto, al menos conmigo. Así que ahora mi padre lloraba por primera vez (parafraseando a Borges, cada vez que un niño ve llorar a su padre, es siempre la primera vez que ve llorar a su padre). Pero la vida es sabia, y ella estaba muy vieja y enferma, y había algo de alivio en la detención de su sufrimiento, y de sus piernas que apenas lograban alzarse, repletas de varices y moretones. Una paz rodeaba ese cajón, y mi padre lloraba como un niño frente a su madre, y le tuve lástima por primera vez. No lo odié por primera vez. Había algo de humano en ese pathos, pero extrañamente extranjero. Ni yo, ni mi hermano, éramos partícipes de ese duelo. Era solo de él. Y eso lo respeto. Creo que fue la primera y última vez que sentí respeto hacia mi padre. La muerte produce milagros.
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El respeto y la lástima llegaron veinte años tarde, por supuesto. Al parecer esas cualidades del sentir son solo pensables apès-coup, pero no me molesta.
7
Mi padre me hizo odiar las sillas vacías. Cada vez que observo una, pienso en mi padre en posición sedente, cuando miraba la televisión por horas, mientras tomaba mate. Horas y horas, en soledad, en un cuarto oscuro. Horas y horas tomando mate, sentado en una habitación oscura, con un mundo afuera que tendría que estarse derrumbando, deshilachando, hilo a hilo, hasta que eventualmente l’effondrement le llegaba en castellano, en canario, con los dientes apretados de tanta amargura. El cuartel vecino, con sus soldados petrificados como él, mirarían de nuestra ventana escaparse tintineos, que avisaban de que un alma todavía seguía allí en vida, aplastada pero aún con vida.
8
Moriría tres veces. Una primera muerte para olvidar mi vida. La segunda muerte para liquidar la segunda vida, creada con la falsedad de ser la verdadera. La tercera muerte para morir definitivamente (o reencarnar en un perro). Creo que he muerto solo una vez, me faltan dos. Pero mi padre siempre me persiguió, como un ojo sin párpado sobre una torre barroca, visión tolkiana del padre que me guiaba torpemente en un mundo violento y duro. Un falo falso, embrujado, sin ley, caótico y sin mundo. Una pesadilla freudiana, un dispositivo-máquina de delirios. Luego pienso en las ganas de morir, pienso en mi padre, el verdadero, el vecino, y se me pasan esas ganas de clavarme una estaca en el corazón. En su nada misma, me salva de la locura del sentido. Puedo volver a respirar poco a poco, inventarlo, rellenarlo de un sentido mío, y solo mío. Darle dientes, uñas, altura, peso, grasa, músculos, ideas, dolores, convicciones, política, cosas sin importancia como un cuadro de fútbol y un amor clandestino. Todo es posible, pero no puede ser todo.
9
Crecer con un padre-vecino, es tramposo. Porque el vecino siempre está ahí, cerca, en la periferia. Recorre las calles con cierta asiduidad, y tiene horarios predecibles. Uno puede encontrarse con su vecino siempre, y también puede evitarlo, esperar que camine un poco, esperar detrás de nuestra puerta para no tener que obligarnos a saludarlo. El vecino es un ser bi-dimensional, nunca equilibrado, siempre ajeno o morbosamente cercano.
10
There is a creature that is completely harmless for your eyes: you scarcely notice it and forget it immediately. But as soon as, invisibly, it somehow gets into your ear, it develops there and, as it were, finally comes out its cocoon; and there have been cases in which it penetrated to the brain and there spread devastation. This creature is the neighbor. (Rilke)
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No escucho voces. No tengo buena suerte. Pero siempre quise escucharlas, tener un Otro adentro. Ser penetrado por sus pensamientos. Esa obsesión, al fin se fue, junto a la obsesión del sentido. Un padre-vecino es una criatura irreproducible, es lovecraftiana, no se puede imaginar, ni describir, solo puede insinuarse a partir del desastre y destrucción que deja en las huellas mnémicas, que se reactualizan siempre con más desastre y más confusión. La única salida, la verdadera salida, es el escape. No metafísico, sino físico. La huida despavorida de ese vecindario incestuoso y putrefacto. El amor, y el recuerdo, la lástima y el respeto, todo puede nacer a partir de esa huida, nunca antes.
12
La creación está hecha del después.
13
El número trece es mi favorito. Nací un lunes 13. Mi Universidad es París 13. Vivi en el decimotercer arrondissement en París y la mala suerte me persigue. También, el hijo de mi mejor amigo nació un trece. Vuelvo a ese número y me recuerdo contando los días sin hablar con mi padre, contando los metros que nos distanciaron, los pasos que debía realizar hasta su puerta, y los cumpleaños que él olvidaba. Volvía a llamarlo, fastidiado, ensordecido, delirante de amor, perseguido por un Padre malvado inventado en noches de soledad. La presencia del vecino se perdió. Solo quedó un padre, en minúscula, desposeído de toda maldad y de toda bondad. Un cáliz de barro, que aún no ha sido soplado por el aliento divino, y que aún no ha trazado sus huellas en el desierto de no sé qué pueblo elegido. Yo no soy hijo de ningún pueblo elegido, no soy hijo de ningún Padre poderoso, tirano, o amoroso. Dejé de ser hijo hace ya varios años, sin darme cuenta. Y ahora canto, espero cantar, no el cantar de los cantares, no el sentido del sentido, no esa hipertrofia del amor idiota y ciego, sino otra cosa que no tiene sentido, que lo tendrá, tal vez, algún día, cuando mi tercera muerte llegue.