La luz no era de velas, sino de la tarde rojiza del verano, pero parecía de velas. El piso de la habitación no era de madera, sino de cemento recubierto de una lámina que simulaba la madera. El piano en la esquina no era un instrumento, sino un objeto de decoración que algún distraído podría confundir con un instrumento. La silla playera colocada en el centro había servido como último trono. El olor no era pútrido, sino dulzón. La sangre no era roja, sino negra. El tiempo no era futuro, sino pasado. El viejo ahí sentado, en el centro de la habitación, no era un hombre. Su cabeza baja, casi dulcemente sobre su pecho, simulaba el hermoso momento del descanso. Ese hombre no era hombre, era cadáver.
-Qué panorama. Masculino. Balazo en la sien. Típico. La muerte de los hombres solitarios en diciembre. Unos setenta y largos, ochenta diría.
-Setenta y cinco cumplió ayer.
-¿Lo conocés?
-Sí, era mi viejo.
La noche se aproximaba y el rojizo del horizonte dejaba lugar a las luces azules sordas de la ambulancia. La camilla paseaba torpemente el cuerpo, ya duro. Los dos oficiales fumaban, como cliché de escenario policial de una serie gringa, aunque les faltaba el abrigo largo y el sombrero. Con el calor del verano en el interior del Uruguay solo lucían camisas blancas, empapadas en sudor. La ruta cinco dividía la ciudad con nombre a fruta. La división era un poco más grande que la geográfica, sur o norte, este u oeste; era existencial. Las diferencias eran casi como la Alemania Occidental y Oriental, desde el material de construcción de las casas hasta la forma en que decidían morir sus ocupantes. Los cigarros llegaron a su fin. Los suicidios duraban lo que un cigarro demoraba en consumirse, normalmente. Ya nada más había que hacer salvo el poco fastuoso trabajo administrativo: llenar formularios, llamar al forense, llenar otros formularios.
-¿No vas a llamar a nadie? ¿A tu mujer o a tus hijos?
-No. Ellos nunca lo conocieron. Tampoco se interesaron mucho. Siempre les dije que estaba muerto.
-Ahora sí. Está bien muerto.
-Supongo.
-¿Vos estás bien? No te conozco mucho, Pérez, pero sabés qué me podés hablar si te sentis…
-No necesito ningún psicólogo, Gordo. El viejo estaba muerto hace mucho tiempo. No te preocupés.
La noche llegó entera, como siempre llegaba a esta zona pobre de ranchos de chapa, calles de tierra, perros pulgosos y mortales bien eficaces en la acción de pegarse tiros y ahorcarse. Pérez observaba el tumulto de gente rodeando el lugar, los pocos curiosos que aún quedaban: los viejos tomando mate, las viejas arrimadas entre si charlando de sus primeras impresiones y los gurises jugando al fútbol, ajenos a toda idea de la muerte, o tal vez solo indiferentes. “¿Por qué tenía el piano?” se dijo en voz baja. “¿Por qué tenía esa porquería ahí metida todavía?” Saludó levantando la mano al resto de los oficiales y se fue caminando dándoles la espalda. “¿Para qué necesitaría un piano un muerto?”.
Nada tenía sentido. La hipótesis que hace muchos años había comprobado ahora se desmantelaba. Tal vez el piano sólo significase decoración, algo en lo que apoyar sus botellas de vino, o una etapa no-muerta de su vida. El hecho de que su padre se pegara un tiro no lo molestaba en lo absoluto, pero sí el hecho de que aún guardara el piano. El Cambalache, Malena, Adiós Nonino y su infancia mugrienta y hambrienta se confundían siempre. El instrumento lo atormentaba. “Mierda”, pensó. Los vecinos dijeron escuchar algo antes del estruendo. La vida es parecida al Sol mayor, le decía su padre. ¿Cual sería la nota de la muerte? ¿El silencio? ¿un pitido largo en Si bemol?
Lo había visto por última vez una tarde de invierno. Fue ahí cuando Pérez chico comprobó la muerte de Pérez grande, mientras tomaban mate y comían galletitas dulces. Las sillas playeras en el rancho estaban frente a frente, obligando a sus ocupantes a enfrentarse, y el piano seguía tapado, lleno de polvo y desafinado, escondido en el rincón.
-Qué bueno que estés acá, Juancho. Le conté a Laura que hoy venías para hacer las paces.
-¿Cómo va ella con la enfermedad?
-Ahí va, tirando. ¿Ves? Todavía tengo la foto de vos y tu hermano en la billetera. La llevo a todos lados.
-¿La foto en que estamos vestidos de Peñarol y Nacional?
-Esa misma.
La calle de tierra se transformó en pavimento. La ruta cinco apareció algo solemne y tímida. Pérez se arrastró hasta el otro Durazno, el más iluminado, donde vivía con su esposa y sus dos hijos. La foto que su padre guardaba le había dado la última prueba de la incapacidad de Pérez grande de verlo como una cosa diferente a un niño. Como el Tango, él solo miraba la cosa triste que ya no estaba y que lo atormentaba como un fetiche, imposible de desprenderse de su divina tentación. Juan volvió sus ojos tristes al otro lado de la ruta, a la oscuridad casi rural y recordó esos otros ojos tristes y apagados de su padre mirando la fotografía. “Los dos jugaban mucho al fútbol. Les encantaba”. No había vuelto su mirada, parecía capturado por esa imagen de dos niños que ya no existían.
-Me voy, viejo.
La cortina que simulaba una puerta despidió un olor rancio al ser corrida. Juan volvió por última vez a mirar a su padre, que aún observaba la foto. El piano tapado, la mugre, la cama hecha de jirones eran el decorado de un velorio anticipado. Estaba viendo la muerte a sus ojos, directamente. Un escalofrío le recorrió su espalda y pensó, que así como el rencor puede irse, no se va sino arrastrando consigo también al amor.
-Chau, Papá —le dijo.
Te deja pensando …..
La pucha!!!! Cómo se me pararon los pelos!!! S/P. Chapeau!!!!