—Luca está muerto, bo, ¡muerto!. La voz áspera del gordo Julio, fue un disparo blanco en medio de la oscuridad. A su lado seis pares de ojos llenos de vergüenza miraban el granito rosa de la vereda; las manos buceaban en bolsillos de vaqueros y camperas, ávidas de un cigarro que aliviara la noche o por lo menos la hiciera respirable. En la calle, un auto con la ventana trasera destrozada escupía nubes de humo acompasadas a la tos ahogada del motor y se alejaba, pesado, dejando a su paso un sembradío de vidrios astillados. Unos metros más atrás, un hombre de treinta y poco, hediendo a sudor y meo, lloraba un llanto mudo, ensordecedor. Su boca abierta de par en par mostraba sus pocos dientes, ocres.
Fabián soltó el humo del enésimo cigarro encendido mecánicamente. Durante un segundo eterno, sus ojos se sostuvieron en la mirada del hombre agachado frente a él. Dos náufragos en medio de la noche abrazados a la única tabla que los mantiene a flote bajo una luna hostil.
Mil novecientos noventa y siete venía siendo definitivamente un año de mierda. Sin laburo ni energía para encarar los parciales de facultad, arrastraba la mirada sobre fotocopias manchadas de mate y ejemplares prestados del Gallito Luis, con el mismo hastío con el que el gallego del Adipe baldeaba la vereda con creolina cada mañana tras levantar la cortina.
Su novia lo había dejado, harta de esperar la transición de “joven y talentosa promesa” a una realidad estable, más creíble que la bohemia de grappa con limón y muzzarella en el CeSoPe, o la cantina del Club Sayago.
—Ya tengo 25 nene, quiero un hombre, ¡un hom-bre! no una crisálida, había dicho agregando la burla al portazo.
En medio de aquel páramo, al que ni siquiera había llegado el invierno, el anuncio del recital conjunto Divididos / Las Pelotas fue una bocanada de aire fresco para el rejunte de nacidos para perder y criados a mate, refuerzos de mortadela y vino suelto entre Sayago y Peñarol.
Por aquella época ya habían recibido la suficiente cantidad de palizas como para saber que la banda siempre hacía el aguante, pasara lo que pasara, muriera quien muriera.
Habían visto perder al voto verde y caer la Unión Soviética. Esquivaron de milagro la lluvia de balas y sablazos en la negra noche del Filtro, en el agosto más oscuro de sus vidas. Habían estado codo a codo con la Moni cuando decidió abortar, con el Sancho a punto de pelarse emparrillado hasta las tetas. Juntos habían encarado al Manteca al confirmar que era un tira…La silla de ruedas le quedaba preciosa al hijo de puta. Tenían acumuladas más borracheras que Onetti y Bukowski juntos. La banda era así, no te dejaba a pie ni a sol ni a sombra.
Aquel sábado 17 de mayo, Luca habría cumplido 43 años, Divididos y Las Pelotas tocarían juntos, y compartirían el escenario con Pettinato y Andrea Prodan, el hermano menor de Luca. Un marco perfecto para que el pequeño milagro ocurriera.
Pero esto no es Hollywood. Esto es Montevideo. Acá no hay ni habrá nunca panes ni peces que valgan.
II
Llegaron temprano a las canteras, vaciaron dos cajas de vino sentados al sol, chequearon el stock de puchos y otras hierbas, y entraron, sintiendo sobre la multitud que aguardaba en las gradas, el tibio fantasma de Luca. Las Pelotas hicieron un show redondo. El teatro bailó coreando Capitán América y Shine. Los Divididos fueron la aplanadora de siempre. Luego de casi dos horas, los tres músicos, sudorosos, se retiraron por los fondos de la concha acústica; el tiempo se congeló en la muda expectación de quien comienza a desabotonar por primera vez, la camisa de su amante.
La ansiedad era un hormiguero bajo la tormenta. Mil fueguitos encendían cigarros y fasos de sabores surtidos. Un susurro lento y tímido estalló en un grito de amor eterno: —Kaya, oh oh kaya-, que prendió en todas las gargantas.
Sobre el escenario, las luces no sabían si arder o mantenerse a medio voltaje. De pronto, los paneles blancos que apuntan a la tribuna se hicieron un solo foco intenso y cegador, que cayó como el chorro de agua de un guanaco en medio de la multitud.
La batiseñal del final de la fiesta fue saludada con un abucheo intenso, duro, sostenido hasta que las luces se fueron apagando lentamente. Montevideo sabe ser muy poco fiel, cuando la golpean malos vientos. Desde atrás de la torre de monitores Marshall de Arnedo, emergieron Petinatto y Andrea. El desconcierto en sus caras era el presagio del desencanto.
De a uno, volvían a escena los rostros conocidos, Sokol, Daffunchio, Mollo… Gabriela Martínez, decidida como siempre, tras el Fender. En un costado, Petinatto miraba al suelo, o chequeaba las llaves de su saxo, como si fueran a escaparse. Cuando la vergüenza es grande, siempre pesa en hombros ajenos.
Desde el centro de la escena, también con la mirada vuelta hacia el suelo, sin lograr cargar el peso de la ausencia, Sokol y Mollo dijeron el “Disculpen pero hoy no se dio”, que golpeó como una piña en las seis mil frentes. Concha’esusmadres.
Tras la retirada patética del Mollo, Andrea tomó la posta; repitió “fucking” como si fuera un mantra, mientras comenzaba a sonar la intro de Heroína. El menor de los hermanos Prodan, parado en unos zapatos infinitamente más grandes que su talla comenzó a cantar. En el público las lágrimas arrasaban los rostros.
I’m in love with this modern world
I’m in love with these modern girls,
I used to love an english girl,
Now I love a little german girl
Aquel lamento abría un tajo que sangraba broncas, traiciones, amores naufragados, abandonos y hacía más intensa y cruel la ausencia del juglar muerto diez años antes. La salida los encontró a todos de hombros caídos, abrumados por el mal viaje.
III
La rambla se inundó de autos lentos y caminantes con las remeras en las manos o enganchadas de los cintos de los vaqueros. Los cigarros en cadena eran faros diminutos que iluminaban los rostros apagados, mustios. —No se juntaron, che!, puta madre! -comentó Fabián tirando un puente de palabras para aliviar la caminata hasta la lejana parada del bondi de las 2-. Willy y la Vale se abrazaban canturreando Mañana en el abasto.
Unos metros delante de ellos, un hombre de los que nunca nadie ve, pero siempre están, que comen, duermen, cagan, fuman, cogen o se masturban, jalan pegamento o beben querosén en la calle; arrancó a cruzar la rambla en dirección al centro. Se mandó sin mirar, decidido y lento caminando como si estuviera en campo abierto.
El auto rojo que venía desde la Ciudad Vieja alcanzó a frenar apenas a tiempo. El chirrido de las gomas contra el bitumen sonó más salvaje que la guitarra de Hendrix en Woodstock. Frenó tan justo que el hombre, espantado, apenas logró apoyar una mano en el capó y evitar que su cabeza estallara contra el parabrisas. Se enderezó con dificultad, miró dentro y se inclinó, repitiendo un gesto mecánico cercano a la humillación.
Desde la ventanilla del acompañante del conductor, asomó una cabeza, la voz sonó como un disparo:
—¡La concha de tu madre desgraciado! ¡Mirá antes de cruzar!
El hombre, pasmado de susto, permanecía en silencio con la mirada vacía. Los hombros caídos, las rodillas flexionadas, apenas inclinado sobre su derecha, acompañando el peso del bulto envuelto en una frazada que colgaba de su mano. En la vereda, a dos metros del frenazo y los insultos, la banda y otros caminantes contemplaban petrificados el milagro ocurrido ante sus ojos.
—¡Sos un hijo de puta, casi nos matás del susto, pichi de mierda!!! –siguió gritando la cabeza asomada desde el auto, apuntando con la mano al hombre que se retiraba caminando tembloroso junto al auto y repitiendo un gesto de disculpa.
Desde el auto color fuego los insultos no paraban de caer sobre el vagabundo en una granizada de desprecio y violencia que crispaba el oleaje manso del Río de la Plata. Muda y quieta, la banda seguía allí, inamovible.
El tercer “pichi de mierda” sonó como una descarga de fusilería contra el rostro desorientado del pobre hombre, que seguía sin decir palabra; y fue demasiado… Tan silencioso como había estado, frenó en seco y sacudió el bulto con fuerza contra la ventana de atrás del auto que estalló en mil pedazos. Desde el asiento trasero un alarido que se prolongó hasta los fanales allá al fondo de la bahía, terminó de detener el tiempo.
Las puertas delanteras del auto se abrieron. Dos hombres saltaron al asfalto, como dos piratas lanzados al abordaje.
—¡Está mi mujer y mi hijo ahí atrás mugriento!, gritaba la talking head, coronando un cuerpo delgado, enceguecido en su carrera, que rodeó el auto, se lanzó sobre el hombre, soltó un golpe fallido y recibió una piña en plena cara. Todo se volvió confuso y macabro. Durante un minuto sin fin, los dos hombres martillaron sus carnes a trompada limpia, en plena calle. Varios autos frenaron, a punto de chocar a los contendientes que seguían trenzados en una coreografía en slow mo, en medio del chillido de los frenazos y los gritos que poblaban el aire.
Sobre el otro lado del auto, sin dejar de mirar la pelea y con paso decidido, el conductor fue directo a la ventana rota y miró dentro del auto. La mujer de rostro lívido bajó con un bebé en brazos.
Tan silencioso como un felino, abrió la valija, metió medio cuerpo dentro y emergió con un gato hidráulico en la mano. Se acercó por la espalda al vagabundo que seguía mal esquivando trompadas e insultos de la cabeza parlante. En la vereda y en los autos, nadie respiraba. Bajo la brisa fresca de la bahía, brillaban como un montaje de estatuas de sal frente al horror.
El gato cayó como un rayo en la espalda del vagabundo, segando la coreografía de tortazos dados y recibidos a pie firme. El hombre trastabilló y cayó de rodillas… el gato se elevó por segunda vez en el aire, y la rambla entera vibró en un aullido de horror, una súplica vana brotada de mil bocas bajo un cielo congelado.
El golpe caía como una sentencia cuando Fabián alcanzó a detener la mano asesina sujetándola con fuerza. Sin soltar la presa y con una voz inapelable susurró en el oído del conductor sorprendido:
—¿Qué hacés flaco? ¿Vas a matar a un tipo?
»Están todos bien. Vos, tu mujer y el bebé. Subí y andate. Lo fusiló con la mirada, ¡vayansé ya mismo a la mierda!.
Los dos hombres obedecieron. Subieron al auto seguidos por la mujer con el niño en brazos y arrancaron en silencio. En la calle, el hombre caído lloraba con la boca hecha un mar de sangre y baba… Fabián se agachó y quedó allí en cuclillas, hablando suave con él. El tránsito volvía lentamente a la normalidad.
Lograron ponerse en pie, tomados de la mano. Fabián le ofreció un cigarro, y fuego. El hombre aspiró como solo pueden hacerlo los recién nacidos, y los náufragos arrojados a cualquier orilla en medio de la tormenta. Cada uno tenía la mano aferrada a la nuca del otro, como aquellos que se aman sin condiciones. A menos de un codo de distancia, frente a frente, se miraron en un diálogo tan intenso como silencioso. Se despidieron, sin decir palabra, bajo la caricia oscura y fría del viento sur que repentinamente soplaba firme sobre Montevideo.
Fabián miró a la banda, congelada sobre la vereda de la rambla con las manos en los bolsillos y sonrió sin saber por qué. Su voz ya no era la misma cuando dijo, sin derecho a réplicas ni dudas:
-¡Vamo’ bo! Muevan el orto, que el tiempo no para, y Luca está bien pero bien muerto.