Yenifer. Nombre poco original, me decían cuando salí a la calle por primera vez. Pero me llamo como quiero. ¿Cuántos años de vida me quedan? Apenas diez, reventando, según mis amigos de humanidades que les encanta hacer estadísticas sobre las precariedades. Nunca supe a qué juego, entre los taxistas y camioneros, o aquel profesor de química del liceo que cuando me ve a la luz del día, pone cara de asco. Trabajaba también en un frigorífico me decía, y veía cómo mataban a las vacas y caballos, pero eso no le daba asco, asco le daba mi cara sin maquillaje por las mañanas. Creo que me odia por amarme. Creo que todos me odian por amarme. Una vez, un gurí de unos quince años se largó a llorar, tanto que me asusté. Lloraba a mares, gritaba que no podía creer lo que había hecho. Me cogiste, nomás, mi negro, eso hiciste, no te pongas la culpa del mundo en tus hombros, quería decirle. Pero yo cobro, y si no me pagan, les meto un tortazo y les saco los billetes, y algo más.
—Hoy van a venir estos guachos de mierda de nuevo, Gorda. Me traje los championes para correrlos.
—Metete atrás de este árbol y contra el camión. Tengo un matagatos. Esta noche les apunto al corazón.
—Esos no tienen corazón, Yeni. Nosotras tenemos corazón, solo por no degollarlos luego.
—Los putos no tenemos corazón, Vale.
Valen se va lejos. Todo por tener concha, nunca me va a entender. Acá en esta esquina tenemos una regla no dicha: las enconchadas trabajan menos, porque los que vienen buscando placer son casi siempre hombres. Si mañana me corto la pija, pierdo más de la mitad de mi trabajo. En Durazno todos quieren ser enculados: el intendente, el profesor de química, los taxistas, el canario con una familia modelo, el almacenero, todos quieren ser penetrados por algo. Calculo que es la falta de figura paterna en este Departamento. Nunca entendí el porqué, no veo mucho placer en sus caras. Veo otra cosa, odio, odio intentando entenderse a él mismo.
Los putos no tenemos corazón, el órgano director y simbólico del mundo. Por eso somos odiados, por eso vienen estos guachos en las motos con cadenas y piedras en el deporte nacional de “tirarle piedras a los putos”. Todos los viernes vienen de cacería, pero yo creo que en el fondo buscan ser cogidos. Quieren caerse de sus motos, y que nosotras les reventemos el culo. De eso estoy segura.
Pero el corazón como lo más íntimo de sí (un hecho antropológico casi universal), es otra cosa para los japoneses, me decía Estella. Ellos tienen una palabra para corazón, alma, espíritu y sentido: “kokoro”. Así que si los putos no tenemos corazón, somos menos que menos en la cadena alimenticia, solo agujeros de placer, y según los japoneses, no tenemos sentido, espíritu, ni alma. ¿Dónde van los putos cuando mueren? Somos los únicos ateos involuntarios, no hay Dios que nos espere.
—¿Sabías que las mujeres eran consideradas hombres a medias, Valen?
—¿Qué decís, Negra?
—La medicina pudo evolucionar un poco, porque los médicos podían diseccionar sus cadáveres, ya que las mujeres no tenían alma, y los hombres sí.
—¿Qué carajo decís?
—Las mujeres no tenían alma, y por lo tanto no resucitaban en ningún cielo. El paraíso cristiano era una fiesta de toros. Por prudencia hacían los experimentos en cadáveres de mujeres, pues, estaban vacíos de divinidad. Les salvaron el culo a los médicos en la Edad Media, Valen. Tenés que estar orgullosa.
Valen ríe. Solo ríe de mis comentarios. Pero yo hablo en serio.
—Viene un auto, Yeni. Levantate la pollera y mostrale de qué estás hecha.
Viene el profesor de química. Lento, sabe que voy a mostrarle el bulto. Le gusta. Lo mira como un perro mira un hueso. No necesito estudiar psicología para entender que el objeto velado emociona más que el desvelado. Al principio sacaba la pija, y el profesor solo la miraba triste, como si el sentido se perdiera. Ahora solo muestro el bulto, la carcasa del placer, de lo prohibido, y se le cae la baba. Nunca me falla. Que se vaya a cagar Freud, yo soy Freud en esta esquina.
—Se va. Escucho a las motos. ¡Ahí vienen!
—Escondete atrás del camión. Hoy no los perdono.
Valen se acurruca detrás del árbol, entre las sombras y la noche, es casi imposible distinguirla. Yo me encargo, le dije. Japoneses de mierda. Qué se metan el Kokoro en el culo.
Las motos son cuatro. Ocho en total. Veo las cadenas, piedras, cascotes, ladrillos. Zumban los motores chinos de metal barato. Hoy no corre la Yenifer. Hoy los cago a tiros. No me quito los tacos, hoy no voy a correr. Los espero en la mitad de la calle. Pongo mi mano en la cartera. El arma está cargada. Solo espero que esos atolondrados vengan, que aceleren. Yo los estoy esperando.
El viejo Molino hace de decorado. Estoy hecha una Madonna de veinte años, pistolera, fría, inmortal, seca de corazón y espíritu, soy un Drácula con tacones que va a probar sangre por primera vez. Venganza que me posee de repente. Espero y espero. Se acercan rápido. Gritan como animales, gauchos brutos. Pongo el dedo en el gatillo y como un leopardo, apunto solo a uno. Le veo los ojos grandes, atónito de mi gesto leonino. Apunto al corazón y disparo. Tres motos siguen sin detenerse y otra cae con sus dos tripulantes. Uno muerto, seco, boca abajo. El otro grita de dolor. Valen corre.
Ahora, en este momento, experimento un poder que nunca antes había sentido. Así que esto es realmente encular a alguien, pienso. Tiemblo pero soy cauta. El niño que me mira asustado es eso, un niño, pero yo también soy una niña. En Durazno solo me encamo con adultos, y los adultos pagan para encamarse con niños. Me pide, me ruega, me implora, me llora. Cargo y apunto al corazón.
Los putos no tenemos alma.