Gravedad

G

La muerte de mi hermano no me asusta. No quiero creer en los fantasmas, como quiere creer el vulgo y los psicoanalistas. Yo creo en la materia y de materia están hechos los recuerdos. Por esta razón intento olvidar a mi hermano. Los fantasmas son materia oscura, materia falsa, una negación del recuerdo. No creo que Gonzalo sea un fantasma que me atormente, pero creo que es una presencia física que debo disolver, como el azúcar en el agua, para no ahogarme en este Aqueronte falso. Escribiendo tal vez lo logre.

I

Me siento más cómoda escribiendo en primera persona. No solo porque es más sencillo, sino porque no sabría crear a un narrador que lo sepa todo. Una mujer necesariamente debe escribir en primera persona. Parecemos obligadas a narrar tristezas, y parecemos estar succionadas de la ficción para así atestiguar una vida de miseria y desamparo, pero no escribo por eso, escribo como finalidad pura. Hoy me toca ser parte del mundo donde la vida de una mujer con más de seis décadas y pobre como una perra pulgosa parece ser más interesante que la de un hombre en sus veintes, exitoso y dueño de alguna empresa de estafas piramidales, especialmente en este siglo nuevo.  

La simpleza y la poca carga moral de los narradores omnisabelotodos me repugna. Prefiero mi estupidez que esa estupidez vacía y alejada. Por qué leer a un narrador que no se involucra en sus personajes, y que cree inocentemente en la separación del mundo ideal y del mundo material. Obsesivos que viven en su cerebro y diccionarios. Hay que histerizar la literatura, ponerle cuerpo. Quiero a mi literatura como el flamenco, cantada con faltas de otografía. 

II

Pero si lo pienso un poco mejor, también soy una narradora. Detesto la palabra. Detesto muchas palabras: “narrador”, “piano”, “calambre”, “helado”. Podría hacer una lista. Las puedo escribir, pero jamás osaría pronunciarlas. Si hay alguna razón por la que escribo, es porque puedo prescindir del habla, del acto de abrir la boca y… esgrimir (perdóneme la palabra sin imaginación) ciertos sonidos que un interlocutor sin problemas mentales podría entender. Problemas mentales. Nadie tiene problemas mentales. Nadie sabe realmente lo que es tener un problema en la mente. El problema está afuera, y la mente se angustia al notarlo. 

III

Mi amigo de habitación es mudo, o idiota, pero es mi amigo. Néanmoins, la amistad me fue esquiva toda la vida, como un secreto familiar que reposa su presencia en las espaldas y le da un peso gravitacional diferente. Las amistades, como los secretos familiares, son pesadas. Mi amigo enciende siempre la televisión cuando se lo pido. Nunca le ordeno nada. Prefiero pedir con amabilidad que la encienda. Su cuerpo está clavado a la cama, como si la fuerza gravitacional que sufre su cuerpo fuese diferente a la que sufre el mío (tal vez mi amistad le sea muy pesada). Siempre le dejo elegir: puede, o no, encender la televisión. Si lo hace, contentos todos, si no lo hace, contentos también. Necesito dejarle algo de poder. El poder de hacer lo que quiera con el control remoto que tiene en su mesita de luz. Poder, palabra bastardeada por sociólogos, psicólogos, psiquiatras, abogados, filósofos, mercaderes de la felicidad, modelos y futbolistas. Poder es poder cerrar la boca y no morirse de angustia. Eso es poder. Lo entendí temprano, y lo practiqué muy tarde. 

IV

Mi habitación es sencilla, como cualquier cárcel. No estoy loca, así que zafé de la prisión para los locos. Estoy en la prisión normal, para prisioneros normales. Pero tengo televisión, vaya a saber por qué razón. Tal vez mi amigo, el del cuerpo afectado de gravedad, tenga dinero. No me interesa. Nunca fui una admiradora del dinero. Siempre estuve contenta, o algo cómoda, con las contingencias de mi vida y creo que el dinero vuelve idiota a las personas.  Pero sospecho de la contingencia, es otra palabra que detesto. Detesto las palabras “narrador”, “piano”, “calambre”, “helado” y “contingencia”. No descubro el fuego, pero la contingencia es bastante fija en algunos casos. No es el destino del pobre morir pobre, pero me sorprendería que no muera pobre, si es que se entiende. Mi amigo Raúl, no era un tipo brillante, pero no era idiota como mi amigo de acá al lado (el afectado de gravedad, ya saben), y sin embargo, por más esfuerzo que brindó al cosmos jugando el futbol, el Uruguay también se lo tragó. No es que odie a mi país, ni mucho menos, sino que le tengo miedo, pánico. Es un lugar vivo, que respira y se nutre de personas distraídas, y que reclama los cuerpos: es un país caníbal. Pero ya necesito lavarme las manos. El solo hecho de escribir “Uruguay” (ya van dos veces) me acalambra los dedos.

V

Noto que no he escrito la razón de por qué escribo. Pobre de usted si me lee. Pobre de mí, si es que otro me lee. Sonrojo al notar que alguien, con sus ojos de exégeta y profesional, mide mi sintaxis y mis faltas de ortografía (perdonen si algunas tildes faltan, escribo con un teclado francés, y las tildes en varias vocales faltan, o me son imposibles de encontrar). Nunca tuve buen gusto, nunca. ¿Por qué lo tendría también para escribir? Vuelvo a la razón de por qué escribo. ¿Mantengo la tensión? ¿Me estoy haciendo desear? Tal vez no. Tal vez usted esté aburrido y solo me lea por compasión o lástima. Pero no me tenga lástima, no soy una idiota, y tampoco necesito que usted me lea. Necesito escribir, eso sí. Tal vez utilice demasiado la palabra “idiota”, pero al contrario de las palabras que detesto, la palabra “idiota” me parece hermosa. Un amigo, gran lector de Cervantes, hizo un recuento de cuantas veces la palabra “idiota” aparece en el aburrido Quijote: desconozco la cifra, la olvidé. Pero “idiota” no significaba nada más que un mero calificativo deprovisto de toda maldad. Si usted se ofende por la palabra, no hay que aclararlo, usted lo es. 

Escribo porque me dieron una pequeña computadora. Escribo sin lápiz. Creo que no toco un lápiz desde hace tres décadas. Escribo por eso. Y si estoy en una cárcel ¿por qué tengo una computadora? No lo sé, como tampoco sé por qué mi amigo afectado de gravedad tiene un televisor. Somos dos incógnitas. Las cosas simplemente me suceden. Soy una joyceana, me decían mis amigos cuando leían mis cuentos. Nunca pasé de la página dos del Ulises. Vaya bazofia. Ulises y cuánta mierda, prefiero leer los obituarios del periódico que esa maravillosa e insoportable diarrea de palabras. Yo no soy joyceana, soy un ser abrumado por la vida, como usted, y como su madre, y como su futuro novio, o vaya a saber quién más en esta tierra de televisores y gravedad. 

Escribo porque tengo tiempo. Esa es la única razón por la cual alguien escribe. Yo sé. Estamos en el tiempo del eufemismo: siempre hay causas grandiosas por las cuales se escribe. Siempre hay algo más, algo incomprensible, algo digno, algo de esto, algo de aquello, algo de algo, una queja, sobre todo una queja. Los escritores son quejosos, son seres repletos de dudas, miedos y sobre todo de vanidad. Quieren ser leídos, que los otros los toquen y los penetren con su mirada llena de admiración. Por eso detesto a los escritores y me niego a calificarme de uno. Usted ya lo habrá notado: no soy una escritora, sino que soy alguien que escribe. Esa es la diferencia entre yo y digamos, Onetti. Yo no soy escritora, ni tengo oficio de escritora, no necesito la escritura, la escritura no me nace de los poros, no hay necesidad en mi cerebro cargado de opioides de escribir. Solo tengo tiempo, un tiempo indeterminado por ahora. Un tiempo seguro, que terminará en la muerte, pero un tiempo al menos, un poco de tiempo.  

Confieso que escribo por una razón bien determinada. Una razón similar al soldado irlandés. El hombre pidió escribir su testamento antes de ser ahorcado por sedicioso. Esto lo ocupó varios meses, ya que pecaba de “perfeccionista”, hasta que fue salvado por los soldados o el IRA, no recuerdo de qué bando estaba el sujeto. Eso es un escritor: alguien que escribe como excusa para no ser asesinado. Yo no escribo como excusa, ni tampoco me van a asesinar (creo), pero tal vez pierda la cabeza si salgo de esta habitación (mirar televisión con mi amigo el idiota no me parece mejor opción). Así que volià, aquí está mi testamento, que usted leerá, hasta que se me cansen los dedos, o hasta que usted se canse de leer y decida a pasar a otra cosa más interesante.

VI

La nada es pobre. Quiero decir, la nada como concepto es vejada por el todo y las cosas: como mi amigo que enciende la televisión a mi demanda. Necesito rellenar la nada de esta habitación, de este techo con manchas de humedad y sabanas amarillas. Necesito el ruido que detenga los pensamientos obtusos que mi mente crea a partir del ocio. Necesito cosas y olvidar a la nada. Pero de vez en cuando, la nada se nos apersona mágicamente, y si usted lo ha notado, la nada está en cada una de mis palabras, no solo en los espacios entre ellas, sino en el todo que completa este testamento. La nada como función creadora que detiene las balas. Mi sueño es morir mirando una pintura de Rothko, el gran artista de la nada, el gran muerto vivo ruso. Mi sueño es morir mirando a la nada, pero siempre hay algo en el camino, entre ella y mi muerte.

VII

Mi amigo aprisionado tuvo una visita. Esta cárcel es extraña. Las visitas vienen tristes y se van aún más tristes. En los hospitales esto también sucede, pero no de manera tan clara. Necesito verle el rostro a alguien para saber si está feliz, pero esta vez, pude notarlo al tan solo escuchar. Todas las frases de la visita comenzaban con “cuando salgas”. Nadie sale de acá. La visita lo sabe, mi amigo lo sabe, el Dios que se me escapó entre los dedos cuando murió mi hermano lo sabe. Todos lo saben, nadie lo niega, pero todos dicen “cuando salgas” y yo me tengo que callar la boca, porque a veces  “cuando salgas” nutre lo poco que queda vivo en el cuerpo atrapado entre el cielo y la tierra. Viviremos hasta que salgamos eyectados de estos muros, amigo mío, mi Dios del control remoto, mi hermano atrapado por la gravedad. 

Mi última visita no fue importante, mi abogado. La visita anterior fue menos importante, mi hija. Los dos logran que me enfade, que intente moverme más deprisa para darles la mala noticia de que aún tengo años por delante. No deseo que nadie se alegre por mi muerte. La inmortalidad me asquea, pero podría aceptar fallecer por última, enterrarlos a todos, incluso a mi amigo de habitación. Necesito no sentirme débil frente a los demás. Qué mayor debilidad que estar tiesa en un cajón, repleta de algodones y vestida con un vestido inmundo que ya vistió cientos de cadáveres. Prefiero pegarme un tiro con una escopeta para obligar un velorio a cajón cerrado. Morir en esta prisión me deprime. Morir acostada me deprime aún más. Morir en este país, me da vergüenza. 

Mi hermano me visitaba seguido. No acá, sino a mi casa, a mi pobre casa de chimenea y puerta celeste en Manga. Pobre porque mi hogar siempre fue pobre, ya que no tengo un gran deseo por lo material ni por los lujos. La cordura me mantuvo alejada de todo adorno patético que algunos de mis amigos colgaban de sus horrendas paredes: cucos, casitas de plástico, vasos de cerveza, latas de cerveza, pósteres de Maradona, toallas con la cara de alguna mujer exótica. La pobreza también se traduce en el mal gusto, no tengo problema en admitirlo, pero jamás sucumbí a esa bajeza de los sentidos. Mi casa era pobre, pobrísima, pero jamás colgaría de la pared una toalla con la cara de una mujer exótica.

 “Qué hacés” me decía mi hermano. Yo no hacía mucho, como de costumbre. Tomábamos mate hasta que se hiciera de noche, y él se iba en su motocicleta. “Qué hacés” me preguntaba al día siguiente. Tomábamos mate hasta la madrugada, hablábamos de nuestros padres, de nuestra tía, de nuestro perro cimarrón, de nuestra vida que se nos pasó, como pasa el agua de la cañada, que siempre llega al final podrida. Vida podrida pero vida. Mi hermano era mi única visita. Mi hermano era el único que no quería ver morir.

VIII

Eso de que el ser humano vive varias vidas es mentira. Yo solo he tenido una, y es bastante complicado imaginar haber tenido dos. Una sola vida, larga y más larga, que deambula por varios recovecos manchados de sudor y sangre, pero una sola vida. No miro al pasado con ánimos de tristeza o nostalgia, menos aún de alegría. Lo miro como un experimento fallido que jamás podré repetir. Me imagino vivir de nuevo, repetir los mismos caminos. Sin errar no hay vida. Errar no de equivocarse, sino de andar. Errando por ahí, silbando las canciones de algún guitarrista muerto de hambre en Durazno o Montrouge. La vida siempre te asesina quitando el hambre, o la comida, todavía no lo he decidido. Puede decidirlo usted.

IX

No hay excusa que me salve del tiro final, ni mirada llena de compasión que mitigue la salida de este patíbulo prendido fuego que se llama agonía. Pero no sufro, ya que voy de salida, pero esto muchas veces se mezcla: sufrimiento y salida. No necesito de usted, ni usted de mí, tampoco yo necesito de nadie salvo de mi amigo a mi lado. Lo escucho respirar, la gravedad le afecta cada milisegundo más. Mi mente es incapaz de percibirlo, pero estoy convencida de que cada respiro que sus músculos parasimpáticos realizan, es un milisegundo más corto que el anterior. Y así, y así, ya sí, hasta que mi amigo rey de los controles remotos deje de respirar. Muerte implacable pero tímida también. No sé mucho de él. Solo que le gustan las novelas mexicanas, o turcas. Creo que le gustan porque están llena de un drama alejado de la realidad: mujeres infieles, hombres musculosos y llenos de moral, mujeres infieles vacías de moral, hombres repletos de coraje y dolor, mujeres vacías, llorando al hombre repleto de coraje y dolor, huyendo de otro hombre repleto de otro coraje y de otro dolor. Mujeres ficticias, hombres demasiado reales, no como yo, una mujer que se aleja de la mente de esos guionistas de telenovelas millonarios. Qué sabrán ellos de lo que es una mujer o un hombre. Tampoco yo lo sé. Me es indiferente tanto como a ellos. Vaya basura mira mi amigo en la televisión. Pero acá estoy para ayudarlo, para darle ánimos, algo en él me recuerda a mi hermano, tal vez sea su forma de respirar cada vez menos.

X

Eso de que el ser humano vive varias vidas es mentira. Sé que repito algunas frases. Me gusta hacerlo. Algo de insistencia. Siempre tuve que insistir para seguir con vida. Sobre todo cuando se es mujer, sobre todo cuando se es mujer pobre, sobre todo cuando se es mujer pobre en un pueblo de mil personas. Solo una vida, aunque claramente hubo un punto de inflexión a mis treinta y dos años. No estoy dispuesta a escribir sobre eso. Mi amigo aquí al lado me perturba, a veces creo que puede leer lo que escribo en esta pantalla demasiado brillante. Soy cauta. Solo puedo decir que abandoné a alguien. El poder, si es que existe, y que muchas veces lo defino como el poder cerrar la boca y no angustiarse, es también el abandonar. Creo que por eso los hombres son más proclives a hacerlo. En el abandono hay un poder real, con la masa de una estrella, pesadísimo, y que es adictivo. Se los puedo asegurar. Cuando abandoné a mi marido, hace treinta y dos años, fue la primera vez que fui  “otra”. Incluso cambié mi nombre. Claramente esto no era comprendido por mis amigos y familiares, así que nunca lo dije en voz alta, pero era otra persona. Luego fui cambiando de nombres, tuve cuatro en total. Cuatro nombres que recorrieron mi vida, de punta a punta. Nunca supe donde empieza uno y donde termina el otro, o si siguen conmigo. Siempre sentí que los cuatro me habitaban a la vez, a veces uno más que otro, y jamás pude controlar su presencia indómita. Yo tengo una vida, pero soy cuatro a la vez, de eso no hay dudas. 

XI

La gravedad que aqueja a mi vecino despide cierto olor: mientras más pesada, más potente es el olor que el cuerpo aplastado por ella despide. El cuerpo afectado por la gravedad tiene un olor particular, será por eso que Simone Weil hablaba de la “gravedad y la gracia”. Hay algo de divino en esa fuerza, es una otredad imposible de domesticar. Pero hoy me siento ligera, me siento alcohólica, perturbada por el vino barato que solía tomar a diario, durante casi toda la mitad de mi vida. Soy una vieja que ya se perdió varias veces, y que solo tiene una huerta en el patio de su antigua casa por Manga. La que tenía un hermano que a veces venía a visitarla. La que hablaba y escupía al suelo cada tres palabras, pero sin embargo, la que menos hablaba en las reuniones. Mi hija me vio morir, es decir, me vio caer al suelo borracha, pegarme la cabeza y casi morir desangrada. No morí, claramente, pero algo de mí murió en los ojos de mi hija. No solo no pude controlar mis piernas, tampoco mis esfínteres. Imagínese. Una vida para morir de esa manera. Al menos, mi vida justificaba esa muerte, o posible muerte. Nadie me lloraría ni se sentiría extrañado de ese desenlace en aquellos años. Nadie entiende a la soledad, solo un alcohólico, o un adicto. Esa mirada en el espejo que no refleja más que miedo y autocompasión es una combinación perfecta para la desgracia. El alcohol, euforia que mis venas reclaman incluso hasta hoy, me dibujaba en ese espejo entera. La completud imaginaria que necesitaba la encontraba gracias al vino rosado dulce. Nunca le tenga lástima a un alcohólico, desmayado en la calle, con sus pantalones cagados: es alguien com-ple-to.

XII

La gravedad es algo más pesada, noto que me cuesta respirar un poco. Estar acostada no ayuda, parece que estoy llamando, o provocando a la gravedad, como dándole mi cuello a un vampiro, o a una pantera. Soy un animal indefenso, pero mi cuerpo solo puede escribir, mas no encontrar una postura más digna, como cuando daba clases en la escuela primaria en el interior del país. Eso sí que era una postura. Una gran postura, erguida y hermosa, de pelo corto y siempre brilloso. Era una gran directora y maestra, pero la vida supo dejarme entre situaciones no tan interesantes, como la de quedarme con un marido adicto al sexo con otras, o una vida alejada de mis seres queridos. Una se pierde en esas elecciones, una deja que las cosas les pasen sin mucho reflexionar. El ómnibus me dejó bien lejos de ese pueblo y nunca más volví. Solo volví aquella noche, cuando soñé con la vida, que un distraído pensaría que es otra vida, pero que es la misma vida. Más lejos, menos lejos, pero la misma.

Dejar a un marido en los setentas no era tan difícil, pero era una empresa mucho más solitaria. Al menos siempre fui inteligente y trabajo no me faltó, amigos tampoco. Mis amigos comunistas terminaron siendo extraños en caparazones, no me hablaban porque mi marido era un político blanco del interior, y ellos siempre sospechaban de algo turbio, aunque su defecto, era, ya saben, su adiccion al sexo con otras. No lo culpaba, tampoco me culpé, solo me fui, lejos, bien lejos, lejísimos, hasta que mi vida, esa parte, solo apareció en sueños. 

XIII

Nunca fui una gran conocedora del arte, más allá de mi amor por el expresionismo abstracto, ya que detesto a los que copian la realidad. Necesito del caos, de lo poco claro, de lo confuso, por eso mi vida está bien repartida en cuatro, supongo. ¿Cómo ser siempre la misma, aunque tengamos una sola vida? Necesitaba alejarme de los pronombres, de las etiquetas que eligieron mis dos padres anónimos, que desaparecieron bien temprano en mi vida. Necesito ponerme yo mis nombres, recorrer como un flujo divino, el camino ya nombrado por los otros, con las etiquetas y los nombres que yo quiero e invento. Soy una gran mujer, y una pésima amante al mismo tiempo. He intentado, nadie me puede reclamar eso. He intentado todo para seguir con vida, escapando a esa gravedad que aplasta a mi amigo. Necesito escapar de ella, un poco más, solo un poco más. 

XIV

Cada vez se me hace más fácil escribir, porque pierdo la mirada del Otro. Es imposible que alguien haya llegado hasta aquí. La gente no me leerá nunca. Pero, ¿qué carajos es la gente? Aunque no lo crea hay personas que dicen conocer a la gente. Incluso saben lo que dice, lo que piensa, lo que necesita. Cuántas veces usted, mi querido colega de espíritu, no habló de lo que la gente estaba diciendo. ¿No es algo extraño, saber lo que la gente necesita? ¿Cómo lo sabemos? ¿Salimos a encuestar a cada una de las personas? ¿Hablamos por intuición, empatía? Todos sabemos que la gente solo habla lo que nosotros le queremos hacer decir, es nuestro muñeco y le metemos la mano en la espalda cual ventrílocuo perverso. Ah, qué cantidad de palabras dice ese muñeco, frío y sin alma en los ojos. Pero sabemos que es un arma casi indestructible para, a su vez, destruir a nuestros enemigos. ¡La gente pide más seguridad! ¡La gente está cansada! ¡La gente tiene hambre! ¡La gente está hablando! ¡La gente necesita diversión! ¡La gente es malvada! La gente, regente de infamias, colores claroscuros y miserables. La gente busca gente, y Gente es una revista que lee la gente en Argentina la gente es Palabra inmunda que me asquea, que me desanima y que me tironea al inframundo. Cada vez que la oigo salir de mis labios me muero un poco, retrocedo un casillero en este ludo psicótico sin ganadores. Todo es dañino y canino, la gente no existe, es un concepto falso y triste, como el carnaval. La gente quiere existir, quiere creer que existe, como el amor. Quiere creer que son gente, como la honradez, quieren creer que la gente habla, se pavonea y reclama, concepto absurdo y miserable, camuflándose en valores políticos como pueblo o nación. Hoy miro por la ventana de esta cárcel, a sabiendas de mi gran descubrimiento y les grito ¡oigan, ustedes! ¡Sí, ustedes! ¡Gente de mierda!

XV

Sé que estoy sola. Sé que estoy sola y mi amigo está durmiendo. La televisión sigue apagada. Cuando se despierte le preguntaré si quiere encenderla, quiero darle un poco de poder, no sé si llegará a la mañana del día siguiente con vida. Poder, nunca tuve poder. Necesito encontrarlo antes de irme, así que escribo esto. Esto también es poder. No solo abandonar, crear es también poder. Creo que puedo crear algo, y creo que esto es lo que estoy escribiendo, pero nadie lee. Si alguien lo lee, dejaría de ser poder inmediatamente, ya que pasaría a la órbita de la explicación y la interpretación. Eso no es lo que quiero, solo escribir algo y que sea mío, que me entierren con eso. Soy capaz de morirme ya, si alguien me promete que estas palabras irán conmigo en el cajón o en la urna con mis cenizas.

XVI

Viví cinco años en Madrid. De esa ciudad solo grabo el recuerdo de volver. Nunca iba a ningún lado, solo volvía a mi casa en un tren. Siempre volvía en un tren, nunca en ómnibus, así evitaba a los borrachos que, alejados de Allah por un poco de fermentación, destilaban sabiduría alcohólica, odio a Europa en los ojos, sonrisas torcidas y ganas de darse de hostias. La noche en Madrid es esclava del día, siempre lo ha sido. Acá, En U. ni en ningún lado, la noche es origen, sino que es siempre consecuencia del día. La noche recibe a los incautos, a los tristes y a los perdidos. El tren de Madrid me despierta recuerdos de Gustavo, aunque él nunca vivió ahí. Me encontraba siendo parte de una curiosa combinación. En el asiento doble cerca de la ventana, una negra hermosa me miraba curiosa con su peluca casi escapando de su cráneo. Fue la primera vez que sentí deseos de besar a una mujer, morderle los labios, canibalizarla. El amor y el canibalismo van de la mano. En el asiento contrario, un rubio de ojos verdes miraba el suelo con una lata de cerveza de casi diez por ciento de alcohol y botas de construcción gastadas (un obrero polaco, o de ese estilo, acérrimos trabajadores de lo manual, arios de otra clase, alejados del sueño alemán). Por último, al lado del polaco, frente a la reina de África, yo, una latina de piel blanca y ojos marrones, llorando como un chiquilla, sin alcohol, solo con un plantel con desamores: un vago tumulto de hombres y mi hermano. Vaya plantel del diablo. Vaya plantel del averno, pensé, mientras lloraba y la reina africana corría la mirada con incomodidad, pues, ¿quién quiere ver a una mujer llorar? Ni su madre.

Pensé que todo tenía cierta belleza, incluso el dolor. Pensamiento obtuso plagado de lugares comunes que me esforcé inmediatamente en eliminar. El llanto no tenía sentido, era otra cosa menos triste. Pensé en ese plantel de desamores del diablo, pensé en mi lugar como exiliada y pensé que la salvación debía estar en lo trascendental, no en lo sentimental: un número. La salvación debía estar en los números, no en los sentimientos, pensé. Me decidí a buscar el tiempo perdido, el tiempo entre una cosa y la otra, el tiempo entre lo que una vez fue algo parecido a la felicidad y el tiempo actual: 286 semanas, aproximadamente, pude calcular. No suelo contar en años, ya que no soy una suicida. 286 semanas entre una fotografía y mi cara reflejada en el tren yendo al sur de Madrid. Vaya tiempo perdido, nada había aprendido entre esa línea roja que unía la foto de nosotros en la boda y mi reflejo. 286 semanas al basurero. Pensé en escribirle a Gustavo, pero enseguida pensé en escribir un segundo mensaje excusando al primero: “no me hagas caso, amor mío, ando vendiendo el fracaso como si fuera hierbabuena”. Todo sería mentira, yo lo sabía, y él lo sabría de antemano. No lo estaba buscando, ni extrañando, solo buscaba un gitano que vendiera la felicidad barata, o la respuesta más barata, en el Rastro, o Tristan Narvaja, donde pulen la tristeza por veinte pavos a los hombres desolados. No podía escribirle en ese estado. Necesitaba la claridad aburrida del día. Mientras el tren disminuía la velocidad pensé en mi voz, ronca de aguardiente y harta de la gente: del polaco borracho, de la reina africana, de mi reflejo en la ventana, y de la imagen de nuestra boda, harta también del comienzo de esas 286 semanas, mientras me alejaba estúpida, podrida de alisar lo estriado del corazón, y cansada de achatar los montículos del pecho ansioso. Me quemaba hace 286 semanas, y quería regalarle mi fogata a fuego lento a un Otro, para sus ojos casi siempre ciegos. Quería arrastrarme como un sapo, quería ser su perro, su sombra, “la sombra de su sombra, la sombra de su perro”. Jacques Brel había escrito eso, no un español. Lo sabía, solo un belga puede escribir algo tan hermoso, desesperado y patético. Los españoles no pueden escapar de la realeza ni en sus sueños y los uruguayos que fingían ser españoles, soñaban con servir a esa realeza. Tal vez mi decisión europea se quedó muy abajo en el sur. Tendría que haber ido más al norte, a la depresión francesa o a la locura de la represión alemana. Me cago en mis muertos. Ya es tarde. El tren se detuvo. La reina africana se aproximó a la puerta acomodándose su pelo lacio artificial, el borracho de Moldavia o Polonia, o Ucrania (a quien le importa) se levantó lentamente. Por último, yo también los seguí a la puerta automática. Esperé a que se bajaran, los seguí. Los miré alejarse por la plataforma, ella de tacos, tambaleando, él borracho, tambaleando. Yo, incólume, estoica, estúpida y ya sin llorar. Tragué la soledad y proseguí mi camino al día siguiente que amenazaba su presencia, para que la noche pudiera encontrarme de nuevo en un tren por Madrid, incauta, triste y perdida. 

XVII

Resumiendo, viví en Durazno, en Montevideo, en París, en Madrid y también en Lille, una pequeña ciudad al norte de Francia, donde mi casa no tenía una puerta celeste, sino negra. Estaba ubicada cerca de un campo de batalla donde asesinaron a millones en la Gran Guerra. Cicatrices que no entendía, pero que las pude notar en los ojos de mis vecinos y de mis abuelos. Nunca supe lo que era el horror de la guerra, y creo que tampoco lo sabré. Estoy muy vieja para luchar. Moriré sin ese conocimiento, sin esa aventura mortífera. No le tengo miedo al horror, vivo en Uru…. ya saben. No hay nada peor que eso. No hay trampa más mortal. Uno pensaría que vivir entre dos antiguos enemigos, en la frontera entre Francia y Alemania, a unos kilómetros del Kremlin y unas ganas de arrasar a Europa me harían sentir más insegura, pero no. El pánico está acá, a casi quince mil kilómetros de las bombas nucleares. No soy metafísica, es decir, no creo en el au-dela de lo empírico. Soy una vieja positivista, amante de los datos y las cifras, pero el horror que me produce caminar las calles de Montevideo sólo es explicable desde ese más allá. Necesariamente algo debe estar enterrado sobre los cimientos de la ciudad, un órgano maquínico, un invento de un Dios añejo, más antiguo que Sol, que late, que se contrae y se dilata, moviendo imperceptiblemente la tierra, produciendo un campo insidioso y putrefacto de electrones que nos obligan a aplastarnos contra el suelo. La gravedad de Montevideo es diferente a la gravedad de Madrid y diferente a la gravedad de Lille, lo puedo asegurar. Es una gravedad ligera en nuestras cabezas, pero densa como la fase plasma de quarks en el corazón. Pero ahora estamos a salvo, mi amigo, el Dios del televisor y yo, escondidos de este país dentro de él. Somos dos dioses, aunque mis poderes sean menos claros. Supongo que mi poder es el de ser muchas al mismo tiempo y no volverme loca por eso.

XVIII

La noche no se lleva bien con la gravedad. Observo a mi amigo respirar más tranquilo, siento su alivio. La gravedad parece dejarlo tranquilo en la oscuridad. Bien por él. Lo quiero mucho, aunque jamás hablamos. Lo respeto también. Lo respeto más que a las miles de personas que se cruzaron por mi vida. Lo respeto más que a mis profesores de magisterio, más que a los filósofos del bar que me adoctrinaron con su vida de linyeras y estafadores, más que a mis amigos comunistas y más que a mis amigos gaullistas. Es un ser que muere poco a poco, como todos, pero que no se queja ni un segundo. Mi amigo es el antiescritor, el antiartista, un ser puro y duro, que la muerte llevará y nadie recordará, solo esa visita que de vez en cuando viene a hablarle y le dice “cuando salgas”. 

XIX

¿Cómo ser alguien más que ese pedazo de carne que ves en el espejo? Extraño mi vida en Francia, a veces la de Durazno. La vida es la misma, como el poema de Cavafis. Siempre llevamos esa vida a cuestas, no importa donde vayamos. Huir de este país caníbal me dio buenos recuerdos, pero más que nada me dio tristeza. Al final elegí al miedo por sobre la tristeza: miedo a ser tragada a la tristeza de morir sola. Nunca pude lograrlo. Nunca pude estar sin alguien al costado. Es penoso, pero ya no tengo miedo a admitirlo. Nadie me lee, estoy yo y esta computadora de teclado francés que mi hija me trajo de mi casa pobre en Manga. El único recuerdo que tengo de Francia, una computadora sin las tildes. 

XX

Mi amigo aprisionado por la gravedad fue un soldado. Puedo asegurarlo. Tiene rostro de soldado, de viejo militar chupa mate. Bigote, frente ancha y mandíbula cuadrada. Su brazo tiene un tatuaje de un tipo de regimiento y una cobra. Sé que fue parte de algún grupo especial. No me molesta, porque ahora está siendo aplastado por la gravedad, y yo no soy nadie para criticarlo, menos en su vida que me invento. Qué habrá sido de él, en sus días, cuando estaba erguido, como yo dando clases. ¿Estaría cargando un fusil, una pistola u otra cosa? ¿Qué cargaba? Los seres humanos cargamos cosas, vamos de acá para allá cargando bolsos, carteras, mochilas, con nuestras cosas más preciadas, somos patéticos. Arrastramos cosas. Llegamos al mundo para arrastrarnos por él y para arrastrar cosas. Tenemos miedo a perder, no algo en sí, sino a perder. Miedo a dejar algo detrás, algo al costado; incluso algo adelante. El miedo siempre es miedo a no tener algo que supuestamente debes tener. Siempre me escondí del deseo porque descubrí muy temprano en mi vida que es falso. Así que yo no deseo cosas, dejo que las cosas me sucedan, buenas y malas, como ese poema de Rilke que usted seguro habrá leído.

XXI

No soy artista, ya lo dije. Pero conocí a varios. Sobre todo a mi sobrino. Era un gran artista que se dejó influir por un mercader del arte chileno y adicto a la heroína. Lo vi sucumbir, arrastrarse por un gramo más, y por ese deseo infernal que le carcomía los huesos. Quería hacerse notar, quería que un ojo gigante lo observe y lo admire. Se perdió en la mirada de ese Otro. Fue triste. Mi hermano nunca pudo recuperarse de su muerte. Nos volvimos fríos y callados, alejados por ese niño con aires de artista ahora enterrado en el Buceo, sin nadie que lo llore, ya que yo no lo lloré nunca. Si algo pude regalarle en su funeral fue mi indiferencia. Acepté su vida y también acepté su muerte. Fue una indiferencia nacida desde el amor. Esa misma indiferencia es la que me separa de mi hija. Nunca pudo comprenderlo y ahora es demasiado tarde. 

XXII

Yo acepto la vida y acepto la muerte, tampoco niego el cosmos infinito de la buena y mala suerte. Nací con la sabiduría de una perra vieja, pero aún con buen olfato. Agradezco no ser bonita, ni nunca haberlo sido. Es una fealdad bendita, que me alejó de los hombres, pero nunca de mi hermano. No creo que exista el amor entre seres videntes; solo los ciegos pueden realmente amar. Recuerdo a mi antiguo esposo, era hermoso, era una trampa. Yo era joven, aún no había muerto, ni resucitado, para comprender la tormenta que se avecinaba. Sus ojos negros, sombrero de ala ancha, pantalones grises, bigote poblado. Era un hombre de esos que me habían enseñado a enamorarme, pero nadie me había enseñado a transitar ese amor. Tampoco a él, quiero imaginar. Mi amor por él fue un traumatismo. Nunca recordamos hechos, sino desechos de momentos: un pantalón, un bigote, una sonrisa torcida, una mirada avergonzada. El amor es un traumatismo. 

Sus aventuras con cuanta muchacha bonita en el pueblo me destruyó, me carcomió los huesos, será por eso que ahora tengo esta enfermedad. Pero no me adelanto, la muerte puede llegar, y yo no puedo escribir ni veinte páginas. La trampa del amor, la trampa de la imagen, la trampa de la vida que se procrea en esas trampas. Cada vez que me engañaba, mi marido me compraba un helado. Un helado de vainilla, frutilla y chocolate. Ahora vomito al pensar. Es por eso que detesto la palabra “helado”.

XXIII

Respiro. Siento que he escrito demasiadas cosas sin decir nada. Siento que es todo una gran farsa, un intento desesperado de frenar a la muerte. Tal vez me engañe y tenga miedo a morir, a aceptar la muerte. No soy una estudiosa de Epicuro, no puedo pensar que cuando ella está, yo no estoy, y cuando yo no estoy, ella está. Soy más humana que esos griegos. Soy demasiado humana para mirar desde esa colina como Sísifo y sonreír. Mi mirada debe ser la mirada del pánico. No sé por qué escribo esto, si ni siquiera nadie está leyendo. ¿A quién le interesa la vida de una vieja a punto de morir? A nadie, absolutamente a nadie.

Mi hermano está muerto. Mi hija no me ama, ni siquiera me aprecia (y no la culpo), y mi amigo está siendo aplastado por la gravedad. No hay nada más difícil que obligarse a escribir. No hay nada más penoso que eso. Además, el tiempo me apremia, pero ¿no les apremia a todos? Tengo que escoger qué acontecimiento de mi vida es digno de ser escrito. Debo perder el menor tiempo posible. La vida y el amor. Tal vez François merezca algunas páginas. Fue un amante más que correcto. Tal vez Elisa, una amiga que ya no extraño. Tal vez mi vecino Manuel, que se masturbaba espiándome por las rendijas de la cocina. Tal vez esa niña gitana que estaba perdida por el centro de Madrid y que jamás encontró a sus padres. Hay varias cosas, pero extrañamente nada me pide ser contado, como si esos acontecimientos y personas no fuesen más que un pie de página, una nota al pie de otra cosa más importante y pesada: mi vida. Entonces no puedo escribir de François, sino de mi experiencia con él, con sus torpes manos francesas y su calva chistosa, con el amor que me dio y la pena que él me transmitía. Por eso lo dejé esperando en la Gare du Nord y me fui sola al norte, porque no puedo estar con alguien solo por compasión, no soy una monja ni creo en Dios. Siempre escribí sobre mis amores, amantes, cosas de ese estilo, y nunca me elogiaron esas páginas. Pero el día que escribí una historia acerca de cómo me enamoré de una joven muchacha del pueblo de La Paloma, todos de repente se sintieron encantados con esa historia ficticia. El amor es más vivo en la mentira, sin dudas. Necesito cegarme para experimentarlo, pero no estoy tan deseosa de eso como para automutilarme. 

XXIV

De manera extraña, solo escribí un poema en mi vida, dedicado a un venezolano que conocí en París. Era un estafador, quería solo mi pasaporte regalado por mis abuelos italianos desconocidos, pero jugué a un juego que ya sabía perdido de antemano. No lo culpo, sino que le agradezco. Fueron noches interesantes y cargadas de una pasión para mí desconocida. Antes de acepar su invitacion a tener sexo (me invitaba, como yo a mi amigo, él me daba algo de poder) fuimos a dos bares en París, primero a La Perle, cerca de Châtelet, y luego a La Comédie, no tan lejos del primero. Nuestra relación era una incógnita: ¿era una perla o una comedia? Nunca respondí a esa pregunta. Antes de volver a U. necesitaba al menos encontrar a un hombre que no me repugnara. Pequé de ciega y volví a enamorarme, tan así, que incluso le dediqué un poema. Noches enteras leí a Delmira Agustini para inspirarme, leí también al seco de Borges. El poema fue algo más o menos así:  

Una vez escuché de tu boca una mentira, sentí retumbar en la mía varias verdades  que se camuflan, se envuelven y se ocultan.

Una vez te vi entrar en mi cuarto, hermoso, negro, y más negro, rojo y más rojo

ardiendo, quemando, destruyendo todo.

Una vez te di la mano y te soltaste, como un soldado al amor, a la verdad y a la razón que se esconde en el miedo y en los ojos muertos.

De Venezuela, de Francia, ya no importa, del mundo, de mi mundo, de todos,

de nadie, del golpe supremo de Dios.

En una situación normal me daría vergüenza mostrar este poema, sobre todo el último verso robado a Vallejo. Pero como estoy sola en estas palabras ya nada me parece tan grave. Los poemas son personales, no son para compartir. Mierda de vida que necesito mostrar este poema antes de morir. Es gracioso, el único poema que escribí, no fue para el amor de mi vida, ni para mi hermano, ni para mi hija, fue para un venezolano que conocí por tres semanas en el sur de París. Pero no me faltan ganas de volverlo a encontrar, de que Gustavo vuelva una noche y me abrace hasta que muera. La ventaja de estar en una cama postrada es que la puerta siempre promete lo imposible: puede ser él, puede ser mi hija con la sonrisa de alegría al verme la cara, es decir, eso que nunca sucederá, es prometido por esa puerta abierta. 

XXV

A veces pienso que la gravedad se ve afectada por el amor. Su peso es variable, puede ser más ligero, puede ser más pesado. Aunque esto rápidamente se va, se vuelve insignificante, pues la gravedad siempre termina por cansar a los cuerpos y nos abandonamos a ella. Si no me creen, miren a mi amigo. Su respiración es todavía más lenta y larga. Un silbido nace poco a poco, el mismo silbido que profetiza la muerte de los pulmones débiles. ¿Cuántas veces se enamoró? ¿Es posible enamorarse si se está casado a un regimiento militar? Nunca entiendo a los enamorados que trabajan en instituciones. Nadie puede enamorarse si ya están enamorados del orden, o de un deber. Nadie puede entender lo que yo entendí al ver los ojos de Gustavo si ya están casados con Dios. Para amar, hay que ser ciego y ateo. 

Gustavo me ayudó a entender que la soledad no es cosa de viejos, ni de jóvenes. La soledad no tiene tiempo. Después de que se fue, siempre me sentí sola. Pero no significa que él sea la razón por la cual existo en este estado de tristeza: yo siempre estuve triste, pero no siempre lo extrañé a él. Espero que se entienda. Nunca me sentí realmente sola, hasta estar en Francia. Nunca me sentí realmente triste, hasta estar en Madrid. Nunca me sentí realmente asustada, hasta que regresé a U. Entonces, ya es hora de que lo confiese. ¿Por qué, por todos los dioses de mierda que adornan el firmamento, volví a Uruguay?

Volví para matar a mi hermano.

XXVI

Esta parte no pensaba escribirla. Quería que este recuento de anécdotas y pensamientos esté impoluto de la muerte de mi hermano. Las razones son clarísimas, en ese lugar que se esconde detrás de la comprensión, ¿me entiende? Pero no sé si podré escribirlo. Sin embargo, algo puedo asegurarle: la gravedad tuvo algo que ver en todo esto. 

XXVII

Me duele el estómago. Recuerdo mis viajes interminables de punta a punta de la gran región parisina. Tomaba el tren RER C desde los Campos de Marte hasta Versalles, para dar clases a niños de clase alta franceses. Clases para una clase. Nunca leí a Marx, ni tampoco nunca presté mucha atención cuando mis amigos de juventud comunistas hablaban de él y sus salmos, digo cantos, digo versículos, digo libros, pero le di la razón en una clase de CM2 (Classe Moyenne) en un colegio privado. ¿Alguna vez has visto a un niño en los ojos, sabiendo que próximamente ocuparía un lugar en la élite de un país, y que será él mismo, el que decida el hilo que conduciría tu vida? Vi decenas de niños así, y sé que hoy ocupan lugares en el Parlamento francés, otros son artistas de gran renombre (de mucho nombre diría yo, de nada más) y otros son simplemente perritos de sus familias o se mudaron a Tailandia a violar a niños sin futuro en los ojos. La vida es triste, muy triste, sobre todo en Tailandia. ¿Cómo amar a un niño así? Prefiero mi poco amor a niños ricos que el demasiado amor que niños pobres reciben de hombres ricos en Tailandia. 

XXVIII

Escribir, es una capacidad humana excepcional, pero casi extraterrestre, es decir, no humana. Me parece demasiado estrafalaria como actividad del homo sapiens. ¿No es acaso algo más elevado? ¿Algo que los dioses japoneses dejaron caer al suelo para luego divertirse leyendo nuestras ocurrencias? No entiendo, estoy escribiendo lo que sé que iba a escribir, y estoy convencida de que no he escrito todavía nada. Una vida es larga para resumir en quince páginas, pero los acontecimientos realmente importantes podrían escribirse en dos, así de minúscula es la existencia. 

XXIX

Mi hermano. Mi regreso a U. para matarlo. No tiene lógica, si usted solo lee lo que he escrito hasta ahora (bienvenido, lector virtual que pensé abandonar). Yo maté a mi hermano. No lo niego. Nunca lo negué. Fui a la primera comisaría del barrio Manga a confesar. Desde ese día estoy aquí, con mi amigo aplastado por la gravedad, y yo, siendo aplastada poco a poco por ella. Lo cómico del asunto, es que nadie pensó en mí, es decir, nadie se interesó en el acontecimiento, que para mí fue el mayor acontecimiento de mi vida. ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Tuve que ir, explicar lo sucedido, intentar convencer a un policía gordo de bigote fino que yo era una asesina! Casi tuve que arrastrarme por el suelo para pedir el castigo. Policías de este país asqueante, inútiles, inútiles dos veces. 

Usted sospechará de mi historia, y no lo culpo. Pero sí, lo asesiné, y no a sangre fría sino caliente. Sospechará también porque Raymond Chandler aconsejaba matar a alguien cuando la historia se ponía aburrida. Sospechará también, porque he confesado amar a mi hermano. No creo que el odio sea la causa de un crimen, sino lo contrario, es ese demasiado amor que se desparrama por el mundo envenenándolo todo. La indiferencia está subvalorada, a veces ella es salvadora, al contrario de la gravedad, que solo nos oprime hasta el último suspiro. Ojalá mi hermano hubiese sido indiferente conmigo. La indiferencia es la Diosa de la vida y la gravedad es el Dios de la muerte.

XXX

El capítulo triple equis. Es una coincidencia, pero hay algo de erótico en toda esta madeja enferma. Amé a mi hermano como a nadie en este mundo. Pero también necesité matarlo. Fue necesario. No tuve ninguna satisfacción. Abracé la nada, como un cuadro de Rothko, y lo hice. Lo sé, hay tres grandes preguntas. El “por qué” (que me pertenece y es la pregunta más íntima de todas), él “cuándo” (usted solo sabe que fue a mi regreso de U. pero no conoce los detalles), y el “cómo” (que me parece demasiado morboso). Ya lo confesé varias veces: frente al policía gordo de bigote fino, frente al juez y el forense, frente a mi amigo aplastado por la gravedad mientras mirábamos una telenovela turca, frente a mi hija, frente a todo aquel que me preguntara si yo lo había hecho. Sí, fui yo. Cuándo: el catorce de febrero del dos mil quince. A las trece horas y algo. No recuerdo los minutos. Cómo: con dos objetos. Una piedra, un cuchillo tramontina, la piedra y la piedra de nuevo. Por qué: no lo sé.

No lo sé. Soy honesta. Tan honesta como los pulmones de mi amigo aplastados por la gravedad. ¿Les dije que la gravedad tuvo algo que ver con el asesinato? Sí. Lo dije. Perdón. Me repito. No lo sé, pero estoy segura que no es tan importante, los “por qué” siempre son confusos, lodosos como el barro. El “cuándo” es medible, el  “cómo” también, pero el “por qué” es inasible, casi siempre. ¿Saben cuáles fueron sus últimas palabras? “Qué hacés”, como su saludo de costumbre. “Qué hacés”, fue lo último que escuché decir a mi hermano. Fue a preparar el mate a la cocina. Me levanté de la silla de plástico blanca, de esas horribles que hay de por miles en todo U. Saqué la piedra de la maceta. Sentí su peso en mi mano. Ese peso, esa sensación, jamás me dejará. Dejé de ser la de siempre, utilicé otro nombre para hacerlo. Era yo con otro nombre. Yo sé que no vale como atenuante en un juicio, pero les juro, ya no tengo nada que perder, que no era yo yo, era otra yo, que me daba la posibilidad de ser un yo que asesinara a su hermano. Espero que se entienda. Le di bien fuerte en la nuca, cayó al suelo a la misma velocidad que la piedra, esgrimió un casi inaudible “qué hacés” y me abalancé sobre él con lo primero que mis manos agarraron, un cuchillo tramontina, pequeño. Conozco el número exacto de puñaladas, claro, no porque las haya contado (no estoy enferma como para hacerlo y esto no me dio ningún placer), sino porque en el juicio y en los periódicos se repitió mucho ese número: ochenta y cinco. 

La gravedad fue mi gran aliada. Me emociono al escribir esto, ya que ella nunca fue agraciada conmigo; siempre me ha hecho sufrir. Pero esta vez, como si ella quisiera redimirse, me dio la ventaja. La sentí ayudarme con la piedra, la sentí ayudarme a posarme sobre mi hermano, y la sentí bajando el cuchillo ochenta y cinco veces sin siquiera cansarse. Ella fue la que me dio la fuerza. Mi hermano había utilizado la gravedad para lastimarme muchas veces. Ahora era yo la que la utilizaba a ella.   

Esto es difícil de escribir. Pero soy valiente, porque escribo. Odio a los escritores, pero esto sí puedo admitirlo, son valientes; sin importar cuánta basura o cosa de mal gusto escriban. Ahora siento que me golpeo la espalda. Todos necesitamos de cierto confort, déjenme un poco de este placer. Bien, esto es lo más difícil de explicar: ¿cómo matar a alguien que amas? Es posible, yo lo hice. Pero nadie me cree. Todos los periodicos de Durazno, ese pueblo que me vio nacer, dijeron cosas espantosas: “venganza”, “odio”, “asesinato pasional”, “incesto”, “celos”, “locura”. Un psicólogo de la Universidad Católica ha hecho seminarios robando dinero con mi nombre. He visto papers escritos sobre mí, coloquios, mesas redondas de periodistas deportivos opinando sobre el hecho: La Asesina de Manga, un abordaje psicoanalítico (Facultad de psicología – UdelaR), La loca de las ochenta y tres puñaladas (Algo contigo – Canal 4), Le crime qui a choqué un pays. (Le Monde), Ein Land, das von einer alten Frau erschreckt wird (Deutsche Welle)

XXXI

Es posible asesinar a alguien que amas. Mi hermano era todo para mí. Pude sentir mi vida yéndose en cada una de esas puñaladas. Sabía que ya no volvería a vivir. Había elegido, extrañamente, la muerte a través de la muerte de alguien más. Había asesinado a dos personas. Pero yo ya morí varias veces: cuando mi hija me encontró borracha y cagada, cuando Gustavo se fue con su pasaporte y un matrimonio express en la Mairie du 14ème arrondissement de París, y cuando maté a mi hermano. Pueden criticarme mucho, no soy perfecta, pero he muerto tres veces de maneras bien diferentes. Entiendo que haya gente que confunda una vida con muchas.

XXXII

Se escribe mucho, y sobre todo se imagina mucho el momento previo a un crimen. Siempre es más fácil para el escritor de ficción, o sea, el mentiroso, escribir sobre el “antes” de un crimen, ya que todo aquel que se considere “ser humano” ha pensado seriamente en asesinar a alguien. Pero yo no tengo esa necesidad, porque realmente escribo sabiendo lo que digo. Solo hay un momento importante en toda esta enredadera, y ese momento fue explicado por Aristóteles en su poética, y se llama “anagnórisis”: es un momento, un milisegundo. En realidad, no puede ser medida, sino experimentada. Es cuando caen los velos que ocultaban cierta verdad enfermiza, es la experiencia última de la vida. Hay algunos filósofos que creen que la vida solo existe cuando existe la anagnórisis y a mi no me parece descabellado pensar en eso. Recapitulando: morí tres veces, y viví una vez, cuando supe que debía matar a mi hermano. ¡Disculpe si le aburro, lector desesperado! Sé que esta nueva generación necesita que le mastiquen todo antes de ser digerido, cual lectores pájaros. Pero ni que mi estilo sea barroco, escribo para que todos me entiendan. Lo maté, lo confesé ¿necesita también que le diga por qué? Váyase al carajo. Váyase al carajo dos veces. Deje de leer esto. Ahora me toca estar sola como siempre lo estuve.

No se sienta mal. Mi hermano solo era importante para mí. Soy yo la que se siente mal. Su hijo ya estaba muerto. Me aproveché de su soledad. Sabía que nadie lo amaba salvo yo. Pero me aburro. No quiero hablar de eso. Tengo ganas de ponerme lamborghiniana, escribir esas cloacas pulsionales, pero no tengo el talento, ni el odio. Deseo escribir algo monstruoso, describirlo con lujos de detalles, pero me es imposible. La gravedad me afecta más de lo que sospechaba. Mi amigo y yo estamos unidos en esta tragedia, en esta lucha sin sentido contra la gravedad. Dos camas solitarias, con dos cuerpos aún más solitarios encima y la gravedad, hundiéndonos cada vez más, sofocándonos, apretando las costillas contra los resortes del colchón, demoliendo la carne, mezclando los jugos intestinales, la mierda y la sangre. Soy otra mujer mientras escribo esto. No hay otra posibilidad, soy otra cosa totalmente ajena a la que escribió dos párrafos atrás. ¿No siente la diferencia, usted, lector anónimo y cansado? Creo que no odio escribir, creo que lo que odio es al lector virtual. ¡Lo odio a usted! ¡Sí! ¡A usted! 

XXXIII

Los amigos que tuve, eran seres repletos de odio, como yo. Vivimos escapando a la vida, al mundo, y nos escapamos entre nosotros. No me resulta raro que ahora esté casi, casi sola. Vivo entre varias personas que al fin y al cabo tienen mi mismo rostro, pero diferente otredad. Vivo feliz aquí, pero enloqueciendo poco a poco. Todo el sentido se balancea, sube y baja, va de izquierda a derecha, vuelve al centro y se pierde por horas hasta volver. 

No tiene sentido el estar esperando que la gravedad nos elimine. No lo tiene, porque pensaría usted que yo debo escribir algo con sentido. ¿Acaso nunca vio a un viejo sentado en su porche, solo, y no pensó “por qué nadie le pone una bala en la frente para sacarlo de su miseria”? La soledad no es pacífica, es destructora. Necesito a la gente como el virus necesita a un cuerpo que lo cobije y lo ayude a desparramarse. Soy como un virus. Necesito alojarme en los cuerpos ajenos, en las vidas ajenas para sobrevivir, pero al fin, siempre termino por matar a ese anfitrión. Mi hermano fue la última de esas víctimas. 

XXXIV

La tristeza de ver un techo amarillo, de tener ganas de orinar y no saber que hacer, si mearse encima o gritar a una enfermera que no llega nunca, es la tristeza de la vejez. Es mi tristeza. Entonces decidí escribir esto. Comencé sin saber a dónde ir y sigo sin saber si lo terminaré. Tal vez me detenga a las sesenta páginas, como la vida de mi hermano, detenida a los sesenta por mi momento de anagnórisis. ¡Vivan los griegos!  

XXXV

No puedo imaginarme el afuera de esta habitación. No puedo describir las calles de Madrid, ni en qué bares tomé café en París. Aquella que recordaba los nombres de los cafés que visitaba con Gustavo era otra. Era yo, pero ahora soy otra yo. Una yo que sobrevivió durante muchos años a la gravedad. La gravedad que utilizaba mi hermano para ser feliz. Porque mi hermano solo era feliz si usaba la gravedad contra mí. El peso de mi hermano, ayudado por la gravedad era casi el peso de una galaxia. Ese peso me apretujaba contra el colchón, como ahora siento que la gravedad quiere apretujarse contra otro colchón. ¿Y sabe lo que es peor? Todo esto me excita. No de una manera sexual, sino de una manera casi primitiva. Es como si de repente mi vida tuviera sentido. El cuerpo del otro siempre me fue un misterio hasta que mi hermano utilizó la gravedad contra mí. Ahí comprendí, de manera inmediata, que había fuerzas en la naturaleza imposibles de domesticar, que los leones, las panteras y las hienas, también son víctimas de la gravedad. Pero al parecer, el único ser capaz de utilizar ese poder divino, o del mismo Thanatos, es el ser humano. No sé donde mi hermano mayor pudo aprender esa técnica, esa manera de doblar la física y usarla cuantas veces quisiera. Ahora bien, ¿necesita que siga explicando sobre la gravedad, o su cerebro fue capaz de comprender lo que esa otra yo experimentó? No creo que sea necesario. Si usted no entendió, deje de leer, usted es simplemente un imbécil, y no quiero que esté leyendo esto. Deje este libro, déjelo. Sigo escribiendo para otra persona, no para usted, recuerde. 

XXXVI

Sartre decía que en el horror está la magia. Tiene sentido. Cuando estamos horrorizados, forzosamente salimos de la realidad, algo en nuestra conciencia realmente cree en eso “horrorífico”. Una mueca que nos aparece en la ventana, un grito agudo, pero el horror del incesto no es un horror de ese tipo. Es otra cosa indecible. Es parecido a las conversaciones con mis amigos lacanianos (pero de los inteligentes): hay un trou, un agujero negro en el sentido, pero el mundo de mierda no deja de girar al otro día, demostrandote en la cara que no hay horror que escape a la rutina. Mi hermano me aplastaba con su gravedad y al otro día yo le preguntaba si quería tomar unos mates y él me respondía que sí. El mundo seguía girando, y yo me preguntaba como no explotaba hasta reducirse a un polvo cósmico culpa de lo que mi hermano había hecho hace unas horas. 

XXXVII

El tiempo es cosa de físicos, no de humanos normales. Yo no entiendo de tiempo, se lo puedo asegurar. Pero el tiempo cuando se está atrapada entre un colchón y una gravedad, es un tiempo infinito, que no termina nunca, incluso ahora. A veces, esa gravedad que tanto utilizaba mi hermano, era como si tuviera su propia entelequia, era algo con masa, algo capaz de dar sombra. El problema no era el “qué hacés” que decía mi hermano cuando entraba en mi habitación, porque mi hermano siempre fue muy amoroso conmigo, jamás me forzó, sino que yo esperaba que su cabeza se asomara por esa puerta. Yo sabía que su cabeza iba a asomarse, y la gravedad como su sombra, ahí, lista para ser usada. Yo quería que él fuera feliz, yo quería que él me amara, y él lo hacía. Nunca pensé en esta aberración de los sentimientos, sino hasta casi cuarenta años más tarde, en París, sentada comiendo un pan de chocolate en una plaza. 

La niña era hermosa, negra como el carbón, de trenzas y un vestido rosado. No creo que tuviera más de cuatro años. Su padre la lanzaba al aire con la fuerza suficiente para que salga despegada de sus manos, y su rostro, mientras subía en el aire, era una mueca de temor y espanto, pero al caer, esa mueca se transformaba en un gesto de emoción y alegría al roce de las manos de su padre y de la confirmación de que sería de nuevo lanzada, para así repetir una y otra vez el acto de emoción-tensión. Finalement, finalement, como dice la canción, comprendí otra gravedad. Mi amigo se despierta. Voy a pedirle que encienda la televisión. 

XXXVIII

Suena una telenovela. Mi amigo apenas abre los ojos, pero parece animado. Escucho como se agita cuando la protagonista de senos enormes llora la infidelidad de su marido millonario. Nunca creí en el amor hasta que Gustavo se fue. En la falta, en el vacío del núcleo de la existencia, es donde se encuentra lo humano. Sentí, literalmente, que mi estómago se desgarraba. Una sensación inaudita, patética, histérica. Me sentí indefensa, débil en el sentido castellano y francés, una idiota. Pero también sentí vida, algo en movimiento, una corriente de soplo divino capaz de revivir un cementerio. Ser testigo de eso valió el dolor, creo. Yo acepté pagar el precio de ser libre, y nada más liberador que estar enamorada, y nada más doloroso. A veces me imagino a Gustavo muerto para tenerlo conmigo, en mis recuerdos, en mis fantasías y en mi dolor. Quisiera hacer de Gustavo materia viva, recrearlo, armarlo de a pedazos en un laboratorio, como una cientifica nazi o una version latina y desesperada del doctor Frankenstein. Solo una mujer enamorada pudo concebir semejante novela. Quisiera tener el cráneo del amor de mi vida en mi mesita de luz como Mary Godwin, para adorarlo y acariciarlo y hacer de esta vida insulsa, algo más que esta oscura gravedad que nos aplasta. 

XXXIX

La necesidad de estar alejada de la imbecilidad es un sentimiento que me come las entrañas desde niña. El problema, como siempre, es ser una imbécil. Es algo parecido a las enfermedades autoinmunes. Siempre estuve atrapada entre dos cosas imposibles, un deseo de fuga tan visceral y la seguridad inexorable de ser exactamente eso de lo que quiero escapar. No soy una iluminada en cuestiones metafísicas o comportamentales, ya lo saben, en realidad no soy una iluminada en nada, solo soy alguien con muy poca tolerancia a la imbecilidad. Pero paradójicamente, atraigo a la imbecilidad porque lisa y llanamente, soy una grandísima imbécil. Entonces a sabiendas de mi repugnancia a la imbecilidad podrán adivinar que la persona que más detesto en este mundo es a mi misma. No es extraño. Nunca vi en la cara de una persona una sonrisa honesta al decir “yo”. El odio a uno mismo es profundo, es tan claro que nadie parece notarlo. Tal vez la angustia no existiera si admitiéramos de una vez por todas el desprecio que sentimos por el mismo hecho de existir. 

XL

Conocí al poeta maldito, músico, novelista, tatuador, filósofo, psicoanalista, pintor, director de cine, cantante de tango, performer, en fin, artista contemporáneo, Arturo Sastre en París, en la universidad de la Sorbonne Nord, no tan lejos de los días en los que conocí a Gustavo. Tal vez usted, querido lector piense que exagero. Pero no. No exagero en lo absoluto. En París estos seres abundan y redundan y al ser yo una imbécil de medidas  astronómicas  me vi atraída inmediatamente a este personaje. Conversamos. Me invitó a su casa a comer sushi y a presentarme a su esposa franco-chilena-colombiana. Es rubia, me dijo. Me habló de la familia rica franco-chilena-colombiana de su esposa rubia y hermosa. Mencionó que lo consideraban un poeta maldito del ámbito underground chileno y que cantaba en grupos de metal gótico cuando tenía tiempo libre. Me contó que él, el poeta maldito y filósofo (¿ya lo dije?) se vinculaba con Gonzalo Rojas, y era parte de una generación rota. Antes de mudarse a París vivía en un teatro abandonado en el centro de Santiago de Chile donde organizaba raves diarias y era considerado en semidiós de lo oculto en aquel Chile angustiado por ese Pinocho de carne y hueso demasiado real. Me habló de su boda imposible, entre esa muchacha rubia hija de empresarios mafiosos y él, un poeta maldito. Me habló del secuestro de la rubia esposa para internarla en un psiquiátrico en Colombia para así separarlos. Luego ahondó en su lucha encarnizada contra esa familia clasista franco-chilena-colombiana para volver con su amor rubio. Me habló de su dinero, de sus viajes en jet privado al Gran Rex en Buenos Aires para ver los mejores conciertos en los setentas. También me habló de la trágica historia de su familia, rica, riquísima y también maldita, que lo había desheredado, a él, el poeta rebelde amante de Trakl. Me habló del suicidio de su padre que viajó a Argentina para pegarse un tiro en la tumba de Gardel. No lo entendía, yo siempre preferí al varón del tango por sobre el Mago. Cuando llegamos a su casa, que quedaba en el centro de París en un apartamento minúsculo, pero a doscientos metros de la ya gastada torre Eiffel, pude comprobar dos cosas: Arturo estaba loco y decía la verdad. Digo loco porque claramente él veía todo por un caleidoscopio. Su realidad estaba claramente distorsionada, pero no como el narcisista normal del libro de psicopatología que empezaba a leer en la Universidad, sino en un sentido más simple y chato. ¿Además, quién soy yo para despreciar la realidad de los demás? Yo estaba encantada con lo que escuchaba. Mi vida nunca había sido más interesante que el minuto de realización de escape de la trampa mortal que era U. La rubia nos recibió. Era bastante bonita, y si, era rubia y pequeña, con un acento dificilísimo de encasillar debido a su triple nacionalidad. Me sorprendió su naturalidad y sencillez. Ella sabe todo lo que sabe por mí. Ella no sabía nada antes de casarse conmigo. Y claro, pensé. Ahora están en el centro del mundo cultural occidental comiendo sushi entre cientos de libros de poesía. Hablamos de música, pero nada de mis gustos musicales bien simples y rurales uruguayos cumplían los requisitos del poeta para una velada digna de llamarse “velada poética”. Así que solo me limitaba a escuchar bandas alemanas nazis que Arturo colocaba en el tocadiscos. Son nazis. Me encanta todo lo nazi. Yo soy un nazi. De eso se trataba todo con Arturo: de lo ridiculo y de lo estúpido hacer una cultura. Lo admiraba por eso. Estaba encantada. La rubia se llamaba Emilia. La veía cocinar, caminar de aquí para allá con una especie de ligereza inexplicable que tienen todas esas mujeres nacidas en familias millonarias (si creen que miento acerca de la “ligereza” de niñas ricas, es porque jamás vieron a un espécimen de estos frente a sus narices). Arturo me contaba que ella había dejado todo para estar con él: su Chile, su dinero, su familia, su herencia, su vida entera. Veinte años de diferencia. Se habían casado en secreto y escapado a París para alojarse en ese petit studio que le sobraba a una de sus tías millonarias, “el apartamento nos es suficiente”. El poeta maldito, filósofo y director de cine underground que rozaba las cuatro décadas casado con la hija única de una familia millonaria franco-chilena-colombiana. Era un matrimonio Homérico, de las tragedias, de las historias imborrables que adornan las líneas de la historia. ¿Y qué haces tú en París?, me preguntó Arturo mientras Emilia se sentaba a su lado con sus ojos verdes clavados en los míos. ¡Sí, dinos! Quiero saber que haces aquí, Elena, me dijo ella sonriendo, como si bromeara y nos conocieramos de toda la vida. No supe qué responder. Yo era una uruguaya con la suficiente suerte de haber escapado. Mi exilio no tenía un background político, no escapaba de ningún régimen dictatorial o por mis ideas aliadas al Kremlin, tampoco era una estudiante modelo becada por la Université. Yo era una mujer sin nada que decir, ni nada que contar, sin ninguna historia más interesante que la inminente separación y la inminente pérdida de un amor y con una hija sin madre. No tenía ningún deseo de estar en ningún lado. Lo más importante había sido dejar al país caníbal y ahora parecía que la nada rothkiana me había tragado. Vine a hacer un Master, ya sabés, les dije temblando. Sí, ya sé, me respondió Arturo riendo. ¿Pero qué es lo que realmente haces aquí? Lo miré, luego miré a Emilia. Dos personas totalmente ajenas pero que se sentaban con sus ojos duros esperando mi respuesta. Pensaba que estaba bien, que así la gente tendría que tratarse. Sentía que era bienvenida en su vida bizarra, rodeada de libros y cuadros pintados por él, el poeta maldito. Recordé las reuniones en Durazno con mis amigos de magisterio o las noches con mi hermano, los viajes infinitos en los trenes de Madrid llorando a Gustavo. ¿Cuántos abismos había de diferencia entre las situaciones? No lo sabía, pero calculaba que bastantes. No estaba aún decidida en concluir sobre “mejor” o “peor” panorama, pero era una pregunta cien por ciento válida. Pensé en una respuesta digna para esta gente rica y de cultura. Quería dar una respuesta digna de una mujer joven latinoamericana en París que no vino a prostituirse en un bosque ni a casarse con un viejo rico francés. Quería ser esa rioplatense de ojos tristes, culta, con dudas existenciales y profundas. Quería ser Victoria Ocampo pero realmente era Elena de una chacra pobre duraznense. Quería remover las aguas y hacerlas pasar por profundas para mis anfitriones. Temía exagerar, pero no iba a mentir. Solo pensé en la respuesta más honesta que podía dar. Lo más importante había sido dejar mi país y pensaba, con la velocidad anímica que traen los encuentros raros, que tal vez ahí, entre la pareja imposible, tenía un lugar. Estoy esquivando la muerte, les dije. La casa de Arturo y Emilia de repente se vio colmada de otros amigos, todos latinos. Buscaban donde hacer la fête, donde cobijarse ese noviembre helado. Arturo los recibía con un gran abrazo y dos besos bien pronunciados, uno en cada mejilla. Emilia sonreía y los abrazaba con el mismo espíritu hospitalario. La música electrónica dio lugar a una versión bastante animada de Miles Davis, y entre el barullo compuesto de diferentes acentos latinoamericanos, se colaba la trompeta del Dios del Jazz, sin pedir permiso, golpeando con cada soplido en los tímpanos de todos. El disco giraba y Arturo me miraba sonriendo. Lo compré ayer, me dijo y me guiñó un ojo. No entendía la necesidad del gesto, pero lo acepté sin pensarlo demasiado. Conoces a Miles Davis, me preguntó desde el otro lado de la habitación. No, le respondí aunque sí sabía quien era, solo no tenía ganas de empezar una charla sobre algo de lo que no estaba muy segura. Pero en un momento entre tanto español se colaron algunas palabras en francés: “Bonsoir”, “ça va”, “tu vais bien ?” Lo entendí, alguien no latinoaméricano había entrado al pequeño apartamento a doscientos metros de la ya nombrada torre. La vi, más rubia que Emilia, blanquísima y de ojos celestes. No me pareció atractiva, sino que extraña, muy ajena. Tenía esa seriedad tan normal en las jóvenes parisinas y esos ojos de miles de años de antigüedad, un alma vieja, dirían los que creen en esas pavadas. Era un poco menos que fea, pero me hubiese ido a la cama en un segundo si hubiera tenido la oportunidad de todas maneras, fue la segunda vez que sentí deseos de comer a una mujer. La observaba, de ojos fijos, rezando para que no se me acercara a conversar, pero lo hizo casi inmediatamente. Me habló muy rápido y no entendí absolutamente nada. Arturo se nos acercó. Elena, ella es Sophie. Es filósofa, pero es mi traductora al francés. Es mi mejor amiga, también. Je suis désolé, je ne parle pas français, dije repitiendo una de mis tantas frases armadas para esquivar conversaciones en la lengua de Céline. ¡No pasa nada, weona! Yo traduzco. ¿Qué era lo que hacías aquí en Francia? ¡Ah! Es verdad. Sophie, Elena está aquí esquivando la muerte. Elle est là en train de fuir de la mort. Sophie me comentó en inglés que estaba traduciendo la última novela de Arturo: Las ratas púrpuras, una especie de ensayo novelizado que ponía de relieve la simbiosis entre la máquina y lo humano, lo estéril y lo fecundo, lo púrpura y lo negro, cosas así. Una especie de épica surrealista con algo de narrativa. Arturo volvió con una copia en sus manos, me la dedicó. Vale sesenta francos. Me lo pagas la próxima vez, no te preocupes. De repente escuché a Arturo gritar: ¡Es la medianoche! Detengan todo. Es hora de leer poesía. Todos se callaron, la música se detuvo y las luces se apagaron. Solo se veía el reflejo de las luces de la torre Eiffel giratorias que alumbraban cada veinte segundos. Al parecer estaba presenciando un ritual ya conocido por todos. Yo solo observaba a estos seres delicados, latinos europeizados, como Hudson en mis tierras purpúreas observaba a un gaucho bruto comer un asado. Es hora de la poesía. Emilia, pásame el libro de Rimbaud, por favor, dijo Arturo mientras se acomodaba en el suelo. No recuerdo cuál fue el poema, pero todos valían lo mismo ya que Arturo elegía los poemas al azar. Decía que el destino estaba anclado en sus dedos, él era solo una hoja arrastrada por lo hermoso del arte y las palabras. Al finalizar de leer el poema, escuché lo que no quería oír. Elena, cómo es tu primera vez en nuestra soirée de poesía, te toca leer un poema, el que quieras. Animate. De repente todos esos seres amorfos con peinados cool se volvieron demonios con dientes afilados. Qué mierda leer, me pregunté, pero me engañaba. La pregunta era: qué mierda leerles a esos personajes. Qué carajos era digno de ser repetido en voz alta a estos seres intelectuales de salón. Sacudí la cabeza y les pregunté si conocían a Delmira Agustini. Silencio. Un alma prendida y apagada rapidísimo, como un fósforo, Delmira me había regalado un milímetro de ventaja. Fue la primera vez en mi vida que sentí una sororidad de ultratumba. Me apresuré a recordar aquellos poemas que había memorizado en preparación al poema que le escribí a Gustavo, pero inmediatamente sentí un escalofrío, especie de premonición: no debía leerles a Delmira. Ellos eran de otra especie, no terrenal, como ella, aferrada al amor y a las pasiones. Ellos eran la otra cara de la especie humana, la maquínica, electrónica, llenos de circuitos, hechos en serie. Recité el poema de mi autoría sin avisar el cambio de planes, ya que el resultado sería exactamente el mismo leyendo a Delmira, Rilke o el cartel de una carnicería del barrio judio en Montevideo. El tema no era el poema en sí, era dónde se estaba leyendo y bajo qué decorado: París, la medianoche, la luz de la torre Eiffel invadiendo intermitentemente la habitación, el aura de importancia, la pose, los cuadros y los libros que adornaban desde el suelo hasta el techo. Todo creaba esa especie de teatro donde ya nada quedaba para la verdadera poesía. Todo estaba saturado de sentido. Luego de terminar el último verso, el silencio volvió a la habitación. De repente todos comenzaron a aplaudir con justo vigor el desastroso poema que había escrito hace tres años a un venezolano que me había abandonado cuatro días después de nuestra boda. Perdoname, Delmira, dije en voz baja.

XLI

Y así fue un poco mi encuentro con la burguesía chilena expatriada. Mis encuentros fueron fugaces, como los poemas de Rimbaud que leía Arturo a la medianoche. Nunca pude comprender a los seres humanos, sea en Manga, ese barrio pobre de esta ciudad inmunda, sea París y el primer arrondissement, o sea Madrid con sus casones en la Moraleja y los sucuchos en Usera. El humano que los habita es el mismo. La misma mierda con diferente olor. Pero no me gusta hablar del humano de esa manera, algo tiene que tener de trascendente, algo, algo, una nada, pero una cosa al fin. Nunca estuve frente a alguien humanamente satisfecho. Todos los seres que me jodieron esta existencia o eran abrumadoramente ignorantes o estaban repletos de verdades, como si ese justo equilibrio griego fuera un mal chiste ya olvidado por los que erran por este mundo ciegos y convencidos. Todos buscan su libro, su salmo, su canción de estribillo insondable y yo me hundo en esta cama sin encontrar todavía mi respuesta ni mi duda, solo unos datos fríos y muertos: Elena. Sesenta y cuatro años. Un amigo. Una hija. Un muerto. Aplastada por la gravedad.

XLII

Siempre me sentí invisible frente a los hombres. De alguna manera nunca sentía que sus miradas me atravesaran. O mejor, sus miradas solo me atravesaban y no me comían, ni me llenaban de ningún tipo de energía o pulsión erótica. Era un cuerpo desechable, transparente la mayor parte del tiempo. El único que me comía con la mirada era mi hermano y pues, ya saben. Nunca encontré sus ojos furiosos en otro hombre. 

XLIII

La vida es aburrida. Los sobresaltos adrenalínicos que muchos pagan por obtener son solo reflejos de una necesidad de olvidarnos de esta verdad. Si usted está aburrido, significa que está bien. Si está aburrido es muy probable que el ébola no haya liquidado a todos sus vecinos y a sus hijos, y que sus padres no flotan en las aguas del mediterráneo porque son demasiados negros para pisar suelo europeo. Si estás aburrido estás respirando. Y esta vida parece dividirse en dos, la vida gestión y la vida política. La vida gestión es simple, se come, se duerme y se caga en determinados momentos organizados, previstos, calculados. Mi amigo aplastado por la gravedad y yo lo sabemos muy bien. La otra vida, la vida política que puede reconocerse en un “yo soy parte de la historia y la historia es parte de mí” es la de los viejos, de los oxidados y los negligentes, los que sospechan de las gestiones humanas, de los schedules infernales, de los tips, los top ten, y las cien frases de Bob Marley que mejorarán tu semana. En la vida política hay tensión, juego, grises, y entre medio flotamos como amebas comiendo por fagocitosis y cambiando de forma; somos parásitos. Yo también soy esa vida. 

XLIV

Un imperativo anda por ahí, flotando, sonando con una frecuencia muy alta, no lo oímos, pero lo sentimos: disfruta, goza, diviértete. Los pelos de la nuca se erizan cuando el reloj del tiempo se le ocurre presentarse para hacernos ver viejos, oxidados, negligentes. Y si usted nunca se sintió así, ni viejo, ni oxidado o negligente, usted es un afortunado de la peor calaña.

XLV

Odio a U. por algo. En el día a día las luchas nos envuelven, luchas que parecen bien ajenas pero que son todo lo contrario. Mi lucha contra mi hermano no es solo mía, también le pertenece a usted, por más que no lo quiera admitir. Qué fácil es esconderse con la excusa bien imbécil de ser un país chico al sur del sur. Soy optimista: no hay lucha que sea indiferente al que vive la vida política, aunque nuestras gestiones intenten enmudecer el espíritu. La gravedad no puede aplastarlo todo.

XLVI

Pero también soy pesimista. Porque estoy muy segura de que usted no abrazará la mañana como mi amigo aplastado por la gravedad, luchando contra ella, usted no decidirá pararse estoico frente a la velocidad psicótica del día a día como los oxidados que se encuentran en estas cárceles, usted no tendrá tiempo para ver las consecuencias de la negligencia de sus actos (inevitables si es que somos cosas humanas). 

Usted es perfecto. 

Usted también está siendo aplastado por la gravedad y no quiere hacer nada al respecto.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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