Jumelgo De Bomboné

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“¡Jumelgo De Bomboné! ¡Jumelgo De Bomboné!”, gritaba la hinchada emitiendo un sonido que navegaba entre el cántico de guerra, el sarcasmo nihilista y el pedido de súplica. Es que Peñarol perdía uno a cero contra el Danubio Fútbol Club y faltaban tan solo siete minutos para finalizar el partido (o como los comentaristas deportivos suelen llamarle: “cotejo”). Jumelgo era la reciente incorporación del carbonero, traído de la lejana y exótica Etiopía.

Al partido se lo podía catalogar como “prosaico”, siendo muy galantes con la descripción. Peñarol estaba con la mentalidad puesta en el próximo partido, dado que siete días más tarde sería el clásico contra Nacional. Fue así que el partido contra Danubio se realizó como un mero compromiso al que hay que cumplir. Era tal el estado de sopor que generaba, que ni el comentarista radiofónico más ducho sabía cómo describir tamaña lentitud, imprecisión y desdén con la que jugaban ambos equipos. Inclusive las propias parcialidades habían disminuido los cánticos al punto de parecer un gran bostezo generalizado.

Hasta que, por ahí, un hincha con la iluminación que brinda el aburrimiento recordó al flamante pase mirasol. Tímidamente y ganado por el espíritu burlón, comenzó a pedir por el etíope. Y así como si de los compases de la Marcha fúnebre para una marioneta se tratase, resonó el clamor de la hinchada en Montevideo en el mítico estadio Jardines del Hipódromo. Nombre que, por cierto, le quedaba muy bien al trámite del partido, a menos que se le cambiase por Picadero de adiestramiento o Haras de la Curva.

La cosa es que, faltando poco para culminar el enfrentamiento, la parcialidad aurinegra comenzó a corear el nombre del forastero. Y el director técnico, viendo la oportunidad de lanzar al campo de juego al novel futbolista sin que la hinchada pueda quejarse (o al menos compartiendo las culpas en caso de fracaso), le indicó al cuarto árbitro que se venía un cambio. Se dio media vuelta y llamó a Jumelgo para que se acercara. Aquel joven peñarolense al que solo le faltaba el oro porque el carbón ya lo traía en su piel, dejó los ejercicios de calentamiento y se apresuró a sacarse la campera. Desde su metro sesenta y seis, el director técnico buscó los ojos del muchacho entre las cumbres de los dos metros con cuatro centímetros. Cuando los encontró y hubo conexión entre ambos, el oriental dijo en un inglés malversado:

— Jumelgo: De pipol is guid iu. And iu… ran. ¡RAN! Ran ran ran ran ran ran. And in de área, iu punch de bol guid de frent —dijo mientras se señalaba la frente.

Aunque la tónica del partido era más densa que vivificante, hubo un punto de inflexión gracias al ingreso del etíope. Previo al momento en que Jumelgo apareciera, tanto el local como el visitante no se esforzaban por atacar. De hecho, el gol que le otorgaba la ventaja transitoria al conjunto danubiano, fue producto de un error muy tonto de un defensa aurinegro: se resbaló dentro del área y detuvo la pelota con el antebrazo al caer cuando no había ni un solo contrincante cerca. El número 9 franjeado cambió penal por gol.

La situación de los carboneros era digno de estudio: iban perdiendo por la mínima diferencia y el rival prácticamente no hacía fuerza; aun así, el equipo visitante ostentaba la misma actitud que pueden tener los familiares de un paciente terminal en la sala de espera del hospital. Por otra parte, para los franjeados, el objetivo consistía en convertir un “espectáculo aborrecible” en un “espectáculo cansino y aborrecible”. Los jugadores miraban a su director técnico y este, parado con los brazos en jarra cerca de la línea de cal, rompía su posición solo para indicarles que intentaran frenar el juego un poco más o hacer gestos referidos al sueño.

Pero, como se dijo recién, si hubo un antes y un después fue justo en el minuto 38 (instante que el “periodismo” deportivo podría haber llamado “el paralelo 38”, si conocieran un poco más de historia y menos de cómo modelar un traje de ejecutivo). El cambio despertó algunas dudas entre los que aún no se habían puesto a tuitear para matar la modorra. El técnico mirasol sacó al lateral derecho, que hasta ese entonces jugaba por el carril imaginario que estaba pegado del banco de suplentes. Jumelgo entendió que debía correr y cabecear, pero no por el inglés del entrenador, sino por las señas que le hizo antes de entrar. Y con las instrucciones aún frescas, comenzó a correr como si en verdad estuviera realizando una prueba de atletismo.

Sus modos en la cancha no tenía ni un orden ni un plan preestablecidos. A veces esperaba el pase; otras, se adelantaba más de 40 metros de los mediocampistas. De a ratos estaba en la defensa. Incluso, siendo que su lugar era la derecha, llegaba a correr por el mismo sector que el lateral izquierdo. Ni los rivales ni los compañeros estaban entendiendo qué quería hacer este hombre. Pero cuando la pelota llegaba a sus pies, la hacía correr tan rápido como el viento. Y él era el viento.

Al tocar la primera pelota, Jumelgo se desmarcó de unos y otros con una brillantez digna de las mejores canchas europeas. Gambeteaba sin parar, con una plasticidad pocas veces vistas en el cuadro de Nestor “Tito” Goncalvez y Josemir Lujambio. Es que el africano no solo podía eludir a un rival, sino que lo podía eludir tres veces en la misma jugada o dar vueltas en círculos alrededor de un jugador sin que le pudieran quitar el balón. Para mejor, Jumelgo utilizaba las dos piernas, con lo que el manejo del balón era mucho mejor y más sorpresivo.

Como era de suponer, los rivales comenzaron a enfadarse. Los danubianos intentaban frenarlo y Jumelgo los eludía con mayor despliegue físico. Así que no fue raro que al minuto 41 del segundo tiempo, Jumelgo empatara el partido. Pero lo llamativo fue la llegada del segundo gol al minuto 42. Los rivales sacaron del medio de la cancha, y Jumelgo, un poco acelerado por su primer gol en primera y otro poco porque el africano parecía no tener freno en su pasión por correr, salió desbocado desde el lateral hacia el centro de la cancha. Ni siquiera sus compañeros podían creer la velocidad de aquella saeta bruna. Persiguió a tres jugadores como un perro a una ardilla, les quitó el balón y encaró directo al área rival. El golero, descolocado y asustado, intentó contenerlo sin éxito.

Con mayor cautela, el conjunto franjeado volvió a sacar. Pero a diferencia de la vez anterior, Jumelgo se quedó inmóvil, petrificado cerca de la línea de cal. Los veintiún jugadores restantes se quedaron mirando qué le pasaba al joven etíope. Y él, abstraído del partido, escuchaba como su nombre era aclamado por miles de uruguayos que hasta ese entonces no sabían quien era. Fue feliz. Entonces corrió aún más fuerte, eludió más rivales y metió un tercer gol de cabeza, cumpliendo las exigencias del un director técnico que casi sin conocerlo, imaginaba que por ser alto solo podía meter goles por arriba. El árbitro le entregó la pelota del partido y Jumelgo la aceptó con una sonrisa tan blanca que encandilaba.

Al otro día los programas deportivos y los futboleros (tanto peñarolenses como rivales) hablaban de lo que habían visto en aquel partido. Se hacían sendos comentarios en redes sociales, menciones en los medios e infinidad de memes con su cara y sus formas de eludir. Y esa semana, Jumelgo fue una estrella. Y siempre recordará aquellos siete días de gloria. Porque como suele suceder con la magia y el desenfado, generan el temor de los mediocres. Al otro fin de semana, durante el clásico, un deslucido defensa albo se tomó el sacrificio no solo de marcar a Jumelgo, sino también de sacarlo del campo de juego. Para ello, utilizó la muy poco deportiva pero exitosa estrategia de propinarle una furibunda patada, que dejó al etíope con fractura expuesta de tibia. Y si bien Nacional jugó con diez el resto del partido, a Peñarol se le había acabado el hechizo africano. Después de ese partido, Jumelgo necesitó una operación, una recuperación de casi cuatro meses y un tratamiento especial de fisioterapia. De todos modos, después del infortunio no volvió a ser el mismo. Y para cuando pudo volver a las canchas, soñaba más con su Adís Abeba natal que con tirar un caño en el Campeón del Siglo.

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Maximiliano Debenedetti

La partida de nacimiento dice que arribó a nuestro planeta por Montevideo en 1979, con todo lo que esto conlleva. Su contacto con la literatura fue ecléctico y supo ya en su infancia que estaría vinculado a la escritura, desde el día que tuvo que aprender a garabatear por primera vez su extenso nombre.

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