Soñé que volvía a fumar. Bajo la lluvia, con un gacho de ala media, y el cuello del sobretodo subido hasta las orejas.
Volví a fumar. En blanco y negro, con la luz entrando a escena por la derecha desde un ventanal inmenso donde el nombre del bar forma un arco de letras y produce un efecto delicioso en la brasa que se enciende cada vez que doy una pitada. Dentro hay gente bebiendo de pie junto a una barra, pero no es un bar cualquiera. Es el salón donde se bebe en la funeraria. Una sala auxiliar, a dos cuadras de la casa central, calle abajo. Llega un fuerte aroma a mar revuelto, con una nota de sal que apenas se percibe bajo la intensidad del olor a petróleo. El puerto está en plena actividad desde hace meses. Y el mar es un río, ancho.
Volví a fumar, a pesar de que mejor no, que hace ya años que no le arrimo los labios a un filtro, que los pulmones pelean a brazo partido cada bocanada de oxígeno, que ya no tolero el olor a pucho en la ropa.
Todo transcurre en medio del bullicio contenido bajo la enorme claraboya del patio central. Detrás de cada puerta hay un muerto. Sus dolientes salen en racimos al patio a mezclarse fumando, poniendo al día sus vidas, haciendo el triste raconto de las memorias compartidas con el difunto.
Volví a fumar, cansado del vacío barroco en el que se transforma la charla de los velorios. Entonces, mientras pito bajo la lluvia y pienso que mejor no, caigo en la cuenta de que el cigarro me lo acaba de dar mi viejo. Sonriente, sin mediar palabra, encendió el pucho, dió una pitada larga y me lo puso en la mano. No dijo nada, por supuesto que no. Ni siquiera estando vivo el viejo era muy hablador. Me puso el pucho en la mano y yo supe que iba a volver a fumar, aunque solo fuera un cigarro, sabiendo de sobra que mejor no.
Volvi a fumar, con el viejo, invisible bajo el alero, a la luz tenue del ventanal de aquella barra donde se bebían licores que brillaban en blanco y negro en medidas de las que solo se ven en el cine, con esos vasitos prolijamente labrados, llenos de aguardientes que salían de botellas ambar, lisas y sin etiquetas.
Alguien abrió una ventana y la escena se inundó del saxo profundo, gordo, dulce y triste de Lester Young. Todos bebían un licor brillante. Y yo fumando, espero del viejo, algo más que este cilindro de punta humeante que me da sin decir nada.
Y Lester Young sigue tocando, aunque ya suena lejos como si el micrófono que se enciende ahora en el sueño ya no estuviera a mi lado. En la puerta de la casita un puñado de gente sale a esperar un taxi que alguien llamó y que llegará en breve.
Volvía a fumar, el agua me envolvía sin piedad pero no me mojaba los pies, y el humo era una voluta delicada iluminada por el amarillo cenital que se desprendía de la ventana. Estoy atrapado en un loop inquietante en el que una mano —que seguro es la del viejo— me pasa un pucho encendido, y yo —que sé que mejor no—, lo tomo y doy una pitada bien honda, hasta sentir el asalto de la tos y despertarme inquieto, con los pies fríos en una noche de julio.