La puerta se abrió y el bus me escupió a la vereda, al rayo del sol, a las nueve de una mañana de diciembre. Iba como cada día al trabajo, pero el calor, y mi impaciencia ante la demora de los semáforos, modificaron mi ruta. Bajé hacia el mar por la calle que suelo evitar con premeditación y alevosía porque desprecio las avenidas, con sus aglomeraciones de gente que corre de una galería a otra, o se empeña en preguntar si el 104 va por Avenida Italia o por Rivera.
Apuré el paso, esquivé bolsas de compras navideñas que flotaban cansinas a la altura de mis rodillas, y en la siguiente esquina giré a la izquierda. Bajo la galería, los habitantes de la calle se desperezaban, lentos.
Confieso que siento un placer malsano al verlos emerger bajo sus mantas, con ese movimiento de larva que se vuelve apenas mariposa; con los ojos todavía pegados justo antes de caer en la cuenta de que han vuelto a amanecer en la calle, sucios, con hambre e invisibles a los miles que caminamos veloces a su lado.
La calle comenzaba a calentarse, en medio de una mañana que se anunciaba tórrida, los autos componían una música de fondo distorsionada y sin melodía, cuando un hombre parado unos metros delante mío me miró moviendo los brazos como las aspas de un gigante de viento desafiando a Sancho Panza…
—Vecino, vecino!
Sus brazos tatuados eran un tapiz de tinta y piel curtida, la remera a rayas dejaba ver su abdomen, gordo y flojo, su mirada ya no tenía esa luz de los recién amanecidos:
—Vecino, necesito que me de un segundo, la gente pasa y hace como que no me ve…Ahí, en la esquina, todos me esquivan.
—?
—Yo salí hace unos días de Santiago Vázquez, ¿sabe?, recién salgo… pero no nos dan pasaje, nos tiran nomás a la calle, y yo soy de Mercedes, Soriano.
—…
—Y necesito que me tire un cable, algo.
Mi mirada era un scanner recorriéndolo. El pelo cortado a cepillo, las cicatrices en la cara, los ojos vidriosos por la falta de sueño… Como siempre me sucede cuando alguien me aborda de esa manera súbita e inevitable, se enciende una alarma, y escucho, desconfiado e incrédulo, filtrando las dosis de mentiras destinadas a generar compasión o miedo. Hace años que mi oído está afinado en esa sintonía doble, indispensable para no morir en la ciudad, para no enloquecer.
Ignorarnos para sobrevivir, instalar un abismo con cada semejante para no perdernos en la locura, la cordura de la vida en la ciudad tiene sus códigos propios. Hambre, sin dormir, no me ven, nadie me llevaría hasta mi pueblo… el hombre seguía disparando palabras, como una ametralladora en manos de un mono desquiciado. Mis manos hurgaban en la riñonera, en los mil bolsillos de la bermuda cargo, buscando esa moneda que me liberara de la jaula en la que me metian las palabras de aquel hombre una cabeza más bajo que yo, de short y chinelas, con una remera más chica que su panza y una mochila celeste llena de manchas, colgando delante de su pecho. Pero no había en mi billetera, un puto cobre que me rescatara, un solitario billete de 500 eran demasiado para quien anda siempre peleando el mango.
—No tengo nada amigo.
—¡No me cree! yo estuve preso sí, pero salí y solo quiero irme.
—No es lo que ud me diga, es lo que yo no tengo, todo lo hacemos con tarjetas, hasta el bondi, dije, con la STM en la mano.
—¿Y si me paga algo de comer, ahí?
Suspiré, enojado con la vida, con el hombre y con la decisión boba de salir a la calle sin auriculares. Fuimos al carrito de 18 y Vázquez que está abierto desde las invasiones inglesas o poco después.
—¿Probaste irte al Santa Lucia, al puente?
—¿Y quién me va a levantar a mí?
—No lo sé… por lo pronto, yo me paré a hablar con vos.
—Si, pero los otros no.
—Una hamburguesa completa, dije, extendiendo los 500 a la mujer joven que atiende a esa hora en el carrito..
—Bien, me dijo la mujer, mirándonos como quien ve a una cucaracha huyendo hacia un desagüe. Metí el vuelto en el bolsillo y miré al hombre que ya solo tenía mirada para las manos de la mujer que maniobraba entre panceta, huevos, tomates y pan.
—Escuchame, comé y tratá de irte al peaje, siempre te levanta alguien
—¡Es lejaso Mercedes!… yo soy de Mercedes, Soriano repitió como un mantra.
—Si, lo sé, de mi pueblo ¿de dónde sos?
—Del cerro.
—Ah, bien! Yo soy del Mondongo.
—¿Del hospital pa’ abajo?
—Si, por Rincón, de ahí soy yo.
—¿Y me llevan?
—Probá…
La mujer extendió la hamburguesa completa.
—¡Arriba! y ¡suerte! le dije
Di dos pasos hacia atrás y comencé a caminar, mirando el piso. En la riñonera vibró el celu, lo saqué y lo abrí. Había un mensaje de ella:
—¿sabés qué?
Espectacular
Gracias, vecina!!!
Excelente!!!
Saludos, buen año
Muchas gracias!
Está bueno,,,y muy real,,,He vivido,,, esos encuentros,,,y después que pasan,, té golpean,la puerta de los recuerdos,,,