Estaba por cumplir 8 años la primera vez que vi a mi madre llorar desconsolada en medio de la noche. Sentada en una silla, con las manos juntas sobre la boca en un gesto de muda plegaria, nos miraba con el rostro bañado en lágrimas. El comedor de la casa nueva se veía aterrador a la leve luz de la lámpara de pie, y más con mi mamá sacudida por un llanto tan vivo y desconcertante en la penumbra.
Papá todavía no había vuelto de alguna de esas reuniones nocturnas a las que había comenzado a ir dos veces por semana ese año, y nosotras jugábamos una última partida de cartas antes de irnos a la cama cuando el grito de mi madre nos había hecho ir a verla sintiendo un frío espantoso en la espalda, a pesar del calor de aquella noche de diciembre.
En la radio sonaba una canción conducida por un piano, cantada en otro idioma y tan triste como un funeral. Mi hermana mayor me abrazó, en un gesto reflejo, de esos que aún hoy mantenemos. Nos mirábamos en silencio, sin saber cómo reaccionar. Mamá lloraba, y estábamos solas, infinitamente perdidas y solas, mirándola en silencio. Entre nosotras, cuando alguna estaba triste, nos consolábamos con toda naturalidad. A veces los mayores nos confortaban. Pero no sabíamos si se podía hacer al revés. Nos mirábamos, desconcertadas, y el abrazo se nos hizo vano, sin esa tibieza que da saber que todo volverá a estar bien.
Vivíamos en un tiempo en que el negocio familiar pasaba por su mejor momento, y hacía pocos meses habíamos dejado de ser inquilinos en errancia permanente, para ser propietarios. En plena madurez, mis padres lograban cumplir con el mandato social -vivido como aspiración personal- de ser dueños de las cuatro paredes y el techo que cobijarían a la familia.
Una construcción sólida, de dos dormitorios, living, comedor, estar, cocina, baño y patio en pleno centro de la capital departamental eran ahora la roca sobre la que descansaban los cimientos de la familia que habían comenzado a construir diez años antes. “Cimientos de la familia” había dicho el escribano de la inmobiliaria sonriendo con una mueca de chanta, mientras le entregaba las llaves a mi padre. Ese día descubrí que los hombres de negocios hablan un idioma muy muy raro. Los años siguientes me enseñarían que nunca son de fiar.
Eran una pareja un tanto despareja mamá y papá. Él, a sus cincuenta y poco, era el tìpico oficinista desgarbado, de lentes gruesos y ojos negros siempre atentos a los detalles, sobre todo en los documentos. Ella mantenía a sus cuarenta la elegancia discreta que había llamado la atención de mi padre, 15 años antes.
Como la mayoría de los matrimonios de la época tenían tres preocupaciones básicas, el bienestar de sus hijas, hacernos estudiar y mantener los deberes escolares al día, y -esto último era esencial- evitar todo tipo de comentario político. Con los primeros calores se notaba una cierta agitación en la gente, sobre todo luego de la sorpresa de las elecciones de noviembre. Había ganado el NO, y una mezcla de esperanza, miedo e impaciencia se respiraba en mi pueblo que -como siempre- había votado en dirección contraria a la historia. En ciertos rostros, los bigotes comenzaban a desaparecer como por arte de magia. En otros, aparecían unas tímidas barbas.
A falta de tele, en casa, la reina era la vieja radio a válvula que ocupaba el centro del armario del comedor. En la Difusora seguía predominando la cumbia y el melódico internacional, sin embargo, algunos sábados, en las radios montevideanas, se desempolvaban viejos discos -que para nosotras eran una novedad- de grupos como los Beatles o Creedence. La música de nuestra infancia era una ensalada anodina, de sabores pulidos y sin filo. ABBA -en español, of course-, Pimpinella, Los Wawancó, Perales, y La conga de katunga, se amontonaban en una fuente sonora servida por el Weekend musical de El Espectador, o Aquí está su disco.
Eran los primeros días de diciembre, ya habíamos realizado las pruebas finales y la escuela era un alboroto. Las de cuarto año terminábamos de ensayar entradas, salidas y pasos de las coreografías para el festival de fin de curso. Los de sexto cumplían el rito ancestral de aprender los pasos del pericón nacional, y recitar versos en que la promesas de gauchos y chinas se enredaban con palabras como libertad, esperanza y tiranía. Nunca antes había prestado atención a las relaciones de aquella danza criolla, pero me parecían rarísimas en medio de aquellas declaraciones de amor que nunca llegaba a ser correspondido. Como los hombres de negocios, las maestras también son raras. Aunque muchísimo más confiables.
Por ser los últimos días de escuela, mi madre había aflojado bastante la vigilancia, y aunque era cerca de medianoche seguíamos jugando al ludo con mi hermana mayor. En la radio sonaba el informativo de radio Montecarlo.
–¡Ay no! ¡Qué espanto! había dicho mi madre, y soltó el cuajo, llorando a mares.
El grito nos arrancó de la magia del juego. Corrimos a ver qué pasaba. Mami no era de gritar, ni menos aún de llorar de esa forma. Quedamos paralizadas mirándola, descalzas, y en silencio. Una sensación desconocida, un nuevo matiz del miedo trepaba por nuestras espaldas.
Como adivinándonos, mami levantó la cabeza. Apretó los ojos y se pasó las manos por los pómulos. Falló escandalosamente en su intento de presentar una sonrisa, Con la voz tomada dijo mirando a ningún lugar
-Perdonen mis amores, perdonen
-…
-Pero es que, mataron a John Lennon
Se sacudió y el llanto volvió a tomarla por completo
Nos acercamos a abrazarla, la rodeamos mirándola sin entender. Mi hermana me miraba y sin avisar, también se puso a llorar. La acompañé, no por acompañarla, sino porque ante la duda, si mamá llora, yo también.
Ella se compuso un poco al ver nuestro llanto. Nos secó las lágrimas con la palma -helada- de su mano, y con una sonrisa cómica en medio de tanto moco y tanto llanto nos dijo.
–El era uno de los beatles. El más poeta de todos, y ahora ya no está…
Karina, y yo nos miramos. Miramos a mami. Nunca habíamos sabido que tenía amigos con nombres tan raros, ni que vivieran tan lejos. Menos aún habíamos imaginado que su amigo cantara canciones tan tristes en la radio.
Estaba por cumplir ocho años, cuando ví a mi madre llorar desconsolada, mientras en la radio, Let it be seguía sonando, triste como el más melancólico sueño de un poeta sentado al piano.
Bello, muy bello.
Muchísimas gracias.
Muyy bueno!! Gracias!!
muchas gracias por la lectura y el comentario