Un cuadro me pica el cerebro

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Un cuadro me pica el cerebro. Está colgado en el Centro Pompidou en París. El artista se llama Robert Ryman. La obra está compuesta por tres cuadros blancos pegados, formando una estela horizontal de blancura chata. Un blanco cremoso similar a un canvas sin pintar. Pintar algo para que no se note. Me niego a aceptarlo. Visito el museo solo para contemplar esa mancha blanca. No necesito pagar entrada ya que poseo un “pass education”. Ir al centro Pompidou para mi es como ir a un supermercado de alimentos exóticos sin dinero. 

Me paro frente a la eyaculación grotesca de Mister Ryman y observo unos buenos treinta minutos antes de irme. El museo se encuentra rodeado de bares, cientos de ellos, y suelo acomodarme en alguno para tomar vino y meditar sobre esos minutos de mi incólume postura frente al cuadro. Nunca encuentro palabras para saciar mi incredulidad. He leído la descripción de la obra pero no es suficiente (notará usted, querido amante del arte, que mientras más larga es la descripción de la obra, más ininteligible es la obra en sí, por no decir más pobre). Antes un artista elegía titular su canvas fresco como “mujer tomando sol en la escollera” y listo. Ahora necesitamos de un paper explicativo del supuesto milisegundo de inspiración milagrosa de un artista que se llama a sí mismo “artista”. Repugnante.

Pero sospecho que Ryman no era un timador más como el resto de los artistas. Necesito pensar que no lo era. El cuadro me llama, me atira, me acosa, me necesita. Antes pensaba que Ryman se burlaba desde su tumba, dejando su chiste en un museo, obligando a millones de turistas a contemplar su obra, con sonrisas falsas y teorías idiotas, rellenando sus cerebros con explicaciones inverosímiles para intentar olvidar que la experiencia humana es un poco más que la idiotez pura. Somos bípedos sin plumas que tropezamos con la palabra y Ryman lo sabía. Era claro, después de mi decimoquinta visita, que el cuadro necesita a un tercero, y no a un tercer ojo espectador, sino a un tercer artista. Primero tuvo que ser Ryman, segundo el objeto en sí, y tercero, un otro que escuche el llamado silencioso de la blancura. Melville lo sabía, no es el negro el color de la desesperación y lo ominoso (pobre Rothko), sino el blanco. Mi amigo filólogo me dice que estos dos opuestos comparten la misma etimología. No me sorprende.

El llamado es claro, pero el mensaje es opaco. Algo se intenta comunicar conmigo, y yo abro las orejas, los ojos, y cualquier otro orificio, para encontrar la respuesta. Anoto en mi libreta algunos trazos, ya que la palabra escrita es antes que nada un trazo, luego de unos segundos de profunda contemplación. Dejo que mi mano se mueva, poseída, y estudio luego en el bar lo que el cuadro me ha querido comunicar. Nunca puedo hacerlo en el museo, el pánico me invade. Como todos, necesito un cigarrillo y una copa de vino como mediador entre lo suprasensible y lo material (estudiosos helénicos afirman que Platón era alcohólico y esto explica también la afición al vino de los teólogos y curas). 

Luego de treinta visitas al museo pude asegurarlo con una seguridad asesina: el cuadro me habla. He desistido en explicar esta comunicación torcida, pero me niego a vincularlo a una manifestación divina, o similar a los estados hipnóticos y de sugestión que tienen los creyentes/delirantes cuando creen comunicarse con Dios. El cuadro es un objeto, y yo no reniego de sus cualidades de objeto, pero al mismo tiempo sé que la comunicación entre él y yo es verdadera. Debo revisar más literatura sobre estos fenómenos pero no tengo tiempo, ya que todo llamado es urgente. 

He notado que pierdo peso en cada visita. Necesito comer mucho para lanzarme en esta tarea. Hay un impacto físico real en mi cuerpo. Los estados de contemplación absoluta me debilitan, pero no estoy derrotado aun. El cuadro se resiste, me llama pero se resiste, el cuadro es histérico. Ryman ha creado algo magnífico, un objeto neurotizado sin la transferencia energética del ojo ajeno. El cuadro respira sin necesidad de un otro. Vuelvo siempre con ánimos lúgubres. Las mujeres que trabajan en el museo creen que soy un doctorante en la Sorbona y que escribo una tesis sobre Ryman, solo así, y tampoco esto ayuda mucho, pueden pensar que no he escapado de un hospital psiquiátrico. Me bautizaron como Monsieur Le Blanc. Tomo esto con cierto orgullo, significa que el cuadro y yo hemos construido una armonización absoluta, necesaria para la comunicación. Monsieur Le Blanc y el cuadro blanco, unidos por la desesperación de la comprensión hasta que el mundo nos explote en las caras. 

La última visita al museo es triste. Ya ni siquiera debo mostrar mi pase para entrar, todo el mundo me conoce, y yo conozco también a todos. Pero yo no soy yo, eso es seguro, soy Monsieur Le Blanc, soy el otro que el cuadro necesita para transmitir su mensaje. Lo contemplo por última vez. No hay nadie en esta sala, nunca hay nadie en el piso de arte contemporáneo, ya que todos en el fondo saben que es un gran timo, pero yo descubrí el único cuadro, la verdadera “obra de arte”, lo único vivo entre tanto papel, madera y pintura. Ryman ríe desde su tumba en Nueva York y yo río frente a su creación. La cuestión no es qué contemplar, sino cómo contemplar. Respiro hondo, tomo mi lápiz y empiezo a trazar el adiós.

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Martin Lamadrid

Martín nació, a veces escribe y morirá.

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