Monstruo marino

M

Cada año, con el calor, venimos a este sitio abierto, enorme, rodeado de montañas de arena, montes de espinillos, pinos, cañaverales y aloes entre los que se cuela el rugido sordo de esa masa verde que se estrella en espuma. Aquí los humanos se reúnen en una casa pequeña llena de luz y viento y por unas semanas permanecen todo el día con nosotras, a diferencia de lo que ocurre en la ciudad, donde se ausentan por horas o días enteros.

La casa de la ciudad es el lugar de pasar el invierno, abrigadas y bajo techo, recorriendo libremente habitaciones pobladas de mesas, sillones y libros, descansando donde los amos se sientan a leer y escuchar música. Me gusta acercar la cabeza a los pies de la ama, que siempre me acaricia la nariz y las orejas. A veces, si la extrañé mucho, me incorporo y me apoyo en su regazo. Ella encuentra mi mirada, sonríe y me habla con un tono amable y cariñoso.

Mi hermana es inquieta, negra y luminosa, poseída por un demonio que la hace recorrer dos, tres o aun cuatro veces cada distancia, siempre con la lengua fuera y las orejas sin alinear. Si una se levanta, la otra está siempre caída. Bate la cola como hacen los caballos y ladra a todos los ruidos que vienen de fuera. No para de moverse, ni siquiera cuando duerme. La he visto sacudir las patas cuando se queda boca arriba, en un sueño profundo y confiado.

Cuando el amo se sienta a leer, ella se tira a sus pies, casi fuera de alcance y lo busca con las patas delanteras, arañandole los tobillos y resoplando. Él suspira, se estira y apoya los pies en su cabeza o su pecho. Entonces ella se retira apenas y vuelve a comenzar el juego. El amo sacude la cabeza, se levanta y mete la mano entre su pelo largo, la menea fingiendo un gruñido y le rasca el costado. Loca, rompequinotos, le dice, palmeándole el pecho o el lomo.

Llegamos hace ya tres noches, los amos, con su cachorro recién nacido, y otra pareja de  humanos, conocidos y amistosos. La hembra está preñada; parece no saberlo, pero el olor la delata. Como siempre, apenas llegaron se entretuvieron haciendo fuego, y comiendo carne bajo las estrellas hasta que la luna se perdió tras una tormenta que pasó sin apuro y sin llover, llenando el cielo de luces fuertes y dejando el aire electrificado. 

Poco después del amanecer, cuando el cachorro despertó, el amo lo tomó en brazos y salió  a caminar, bajando la duna directo hacia el mar majestuoso e hinchado tras la tormenta. Nosotras fuimos con él, como hacíamos siempre a esa hora desierta. Un olor penetrante y dulce venía desde la planicie rugiente; un aroma nuevo que destacaba nítido bajo el fondo de sal. 

La mañana estaba todavía vestida de gris. El agua serena, quieta y plana, con la espuma salada, espesa y fría dibujando tenues líneas en la orilla. El aroma dulce y picante llegaba lejano, ganando intensidad cuando el viento soplaba desde el lugar donde el sol se pierde a la tarde. 

Corrimos a orinar y a mojarnos, sacudiendo las orejas y la cola entre las olas pequeñas. Mi hermana tiene miedo al agua y ladra cuando salgo brillando al sol. Mi pelo, de color miel oscura, se torna llena de reflejos cuando corro entre la espuma ladrando al viento, desafiando a la negra que se desespera en la orilla sintiendo cómo el agua la salpica. 

Luego de un par de carreras en la playa vacía, volvimos tras el amo que caminaba lento hacia el lugar de donde provenía el olor. Parecía no haberlo notado. Los humanos son poco sensibles a los olores y los ruidos. Lo alcanzamos corriendo, sacudiéndonos del lomo el agua salada y pegajosa. Unos pasos delante suyo nos detuvimos en seco las dos. El hedor se volvió ácido, penetrante y, como un manto de niebla, lo invadía todo. Algo enorme, irreconocible, despedía una pestilencia viva, tendido cuan largo era en la arena húmeda.

Le ladramos con fuerza, sin obtener respuesta. El monstruo seguía allí, ajeno a nuestra advertencia. Nos acercamos otro poco. Manteniendo la distancia y sin quitarle la vista de encima lo rodeamos, cautelosas y alertas. Era un rival de cuidado, inquietante en su aparente indiferencia. El amo, con el cachorro en brazos, se detuvo unos pasos detrás nuestro, confiando en que enfrentaríamos ese peligro por él.

Continuamos acercándonos. Su cabeza era más grande que la nuestra y el cuello se perdía en su cuerpo gordo, brillante bajo el sol que apenas rasgaba las nubes iluminando desde el mar. Despedía un olor ácido, con toques salados y a la vez dulces, como de almizcle. No lográbamos ver sus patas y eso también era una señal de peligro. Avancé, con el pelo del cuello y el lomo erizado, mostrando los dientes en un gruñido sordo y amenazante.

Sin aviso una ola larga lo golpeó, haciéndolo rodar hacia el agua. Vimos que no tenía patas, o las ocultaba como hacen las tortugas. Quizá se arrastrara como aquel gusano largo que perseguimos el verano pasado hasta que se perdió en el cañaveral detrás de la casa. Brillaba tendido al sol, y huyó con la velocidad del rayo arrastrándose hasta las cañas. Nos dejó perplejas, buscando con el hocico pegado a la tierra su rastro casi imperceptible.

Este gusano, sin embargo, es muy diferente. Se mueve pesadamente en la arena, dejándose hamacar por el agua, haciéndose el distraído, pero no nos engaña… Seguimos alertas, midiendo sus intenciones. Ahora nos movemos en semicírculo a su alrededor. Brilla con el agua, cubierto de una pátina aceitosa y con un violento tufo a sal. 

Estábamos cada vez más cerca, casi a cuatro o cinco pasos cuando una ola larga y ruidosa lo llevó otra vez arena dentro, y allí se quedó definitivamente quieto, desafiante y majestuoso entre nosotras y el amo. Mi hermana corrió en círculo y le plantó batalla con la cabeza casi contra la arena y resoplando con todo el lomo erizado. Dejaba ver sus colmillos, y gruñía furiosa. Sus ojos eran dos brasas.

Yo me lancé, decidida hacia la cabeza de la bestia.  La fetidez que despedía me mareaba, era insoportable. Mi hermana, audaz, también atacó la cabeza del monstruo, paralizado por el miedo ante nuestra velocidad y el filo de nuestros colmillos.

Creyéndolo ya vencido nos retiramos unos pasos hacia el amo que permanecía tranquilo, rodeado de otros humanos a quienes no vimos ni oímos llegar. Uno de ellos traía una lona y dos palas que rápidamente entregó a otros, que caminaban hacia la duna. Desentendidos del monstruo comenzaron a cavar un hoyo en el que los dos hombres se hundían cada vez más, transpirando bajo el sol, que se había impuesto definitivamente a las nubes.

El mar se volvía esmeralda, meciéndose bajo un cielo brillante y azul. Desde el pozo, la arena seguía volando hacia fuera, cayendo húmeda y pesada, con un ruido sordo en cada palada.

Con dificultad, colocaron al monstruo sobre la lona y lo arrastraron por la playa gritando: –¡Vamos vamos que ya llegamos! El olor volvió a ser insoportable; varios cubrieron sus rostros con remeras o pañuelos, maldiciendo.

Mientras tanto, nuestra manada de humanos tomaba mate, mirando al grupo de figuras empapadas de sudor en medio del calor de la mañana. El mar marcaba el ritmo con el golpe pesado de la séptima ola. Siempre es igual, seis golpes seguidos, cortos, rítmicos, y luego uno intenso, demorado y seguido del brillo de millones de burbujas rompiendo sobre la arena.

Al pie de la duna, los humanos hacían un último esfuerzo frente al pozo donde nosotras y otros perros ladrábamos a diestra y siniestra sacudiendo arena en cada movimiento.

– Un, dos… ¡va!

Con un sonido seco y profundo el monstruo desapareció en el pozo. Nos acercamos al borde, miramos dentro. Allí en el fondo la bestia era una masa inerte y triste que algunos hombres miraban con cierto espanto, mientras que otros inclinaban la cabeza como si contemplaran algo sagrado. 

– Cada tanto, cuando hay tormenta, el mar arroja un lobo muerto, dice el más viejo de ellos, ya es como el décimo que enterramos en los últimos años.

Se produjo un silencio casi solemne. Nosotras, los humanos y hasta el mar callamos ante el monstruo caído ya para siempre. Las palas volvían a cargarse de arena. Un ritmo delicado y sostenido martillaba el cuerpo gigante, mientras su olor se apagaba sepultado bajo la arena. 

Permanecimos allí, curiosas, hasta que oímos la voz del amo llamándonos. Corrimos hacia él que abrió los brazos, se agachó y hundió su cabeza entre las nuestras. Fingió un gruñido y se lanzó corriendo al agua con nosotras dos ladrando detrás. En la segunda ola se zambulló, emergió chorreando agua y esperó mi llegada. –Pareces un lobito con la cabeza fuera del agua, dijo.

En la orilla, la negra ladra como siempre a las olas, sin decidirse a entrar al mar.

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Edh Rodríguez

Nació en Mercedes en 1972. Escuchador compulsivo de rock, pop, blues, jazz y otras yerbas. No le incomoda ver cien veces la misma película, ni leer de nuevo los mismos libros de siempre. Sigue sin saber bailar tango.

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