Piso 7

P

Entre lo abrigado del uniforme, la caja de herramientas y todo lo que cargaba en la mano, el sanitario llegó al hall del hotel resoplando y empapado en transpiración. Caminaba ladeado hacia la izquierda; la caja de herramientas le pesaba tanto como una vergüenza arrastrada por años. En la otra mano llevaba un par de herramientas de mano. En concreto, una sopapa y una cinta para destapar caños, cuyo olor no lo tapaba el aromatizador de ambiente. Entre el tufo corporal y la baranda de las herramientas, hizo que el recepcionista del hotel lo quedara mirando como si fuera una cucaracha que se acaba de apoyar en el mostrador. 

El hotel era un edificio señorial, que evidentemente pertenecía a un pasado de esplendor y que ahora estaba peleando para sobrevivir. Si bien la estructura era con un estilo de los años treinta del siglo pasado, tanto la cartelería como los adornos parecían puestos en los años ochenta. Todo necesitaba mantenimiento. El mobiliario, al igual que la construcción, eran en art decó, de una madera un tanto roída y metal desgastado por el tiempo. Las escaleras de mármol eran amplias, pero se notaban algunos pedazos quebrados o rotos. Y los carteles, tenían muestras de óxido y falta de lustre. Aun así tenía un aire que en pleno siglo XXI podría catalogarse como vintage.

—Vengo por el asunto de los caños tapados. ¿Qué fue lo que pasó?

—Es en el piso 7. Parece que tiraron algo grande y no sabemos qué fue. Lo cierto es que de golpe, todos los baños de ese piso, comenzaron a taparse. 

—Qué raro… 

—Lo que pasa en este hotel es todo raro. 

El sanitario pensó en las películas de terror, pero el recepcionista hablaba de algo mucho más mundano. En concreto, líos con los administradores de la franquicia internacional y los recortes al personal. Pero el recién llegado se quedó con una idea fija en la cabeza: tenía la fantasía de que vería fantasmas. Lo cierto es que el recepcionista le indicó el camino al ascensor y le preguntó cuánto podría demorar en la resolución del conflicto. El sanitario no pudo precisar un límite de tiempo y el recepcionista murmuró algo incomprensible. Cuando llegó el ascensor, cargó las cosas en el interior y se despidió con un seco “hasta luego”, que el recepcionista no se molestó en responder. 

El ascensor frenó en el piso 2 y se abrieron las puertas. Entró una limpiadora, que apenas pudo aguantar el gesto de asco que le causaba el olor del hombre. Apenas se saludaron y ella apretó el botón número 4. Sin poder aguantarse, el sanitario le preguntó a la mujer si ella había visto “alguna cosa rara” en el hotel. Y la mujer, cuyo trabajo consistía en higienizar los lugares donde cientos de personas vacacionan, trabajan, duermen, cogen, cagan, descansan, comen y hasta mueren, le contestó que sí. Él sonrió nervioso y ella solo levantó el hombro izquierdo. La puerta se abrió. La mujer hizo otra mueca, que el hombre interpretó como el temor a encontrarse en un pasillo deshabitado. En realidad, estaba recuperando el aliento tras respirar nuevamente aire fresco. 

Llegó a destino. La cabeza del sanitario, ya lo ponía frente a espíritus de personas muertas en forma trágica. Sin embargo, por el pasillo solo se encontró con varias habitaciones con las puertas abiertas, de las que emanaba una fetidez que le era muy familiar. Evidentemente, los caños estaban muy tapados. Caminaba por el lugar, en busca de alguien que lo orientara en su trabajo, cuando por la espalda apareció un hombre corpulento, con un bigote muy cuidado y peinado hacia atrás con raya al costado, que le saludó muy amablemente. El sanitario dio un salto que casi tira la caja de herramientas y un jarrón con flores. El hombre sonrió y se presentó:

—Disculpe que casi lo mato del susto, pero tampoco soy tan feo.

—Ay no, perdóneme. Es que estaba pensando en otra cosa —respondió el sanitario a modo de excusa.

—Mi nombre es Tomás Bidegain y soy el gerente general del hotel. 

—Rodolfo Barán. Disculpe que no le de la mano. 

—No se preocupe. ¿Usted a qué vino?

—A resolver el problema de las cañerías tapadas. 

El hombre sonrió, se golpeó la frente con la punta de sus dedos y le indicó con la palma de la mano extendida hacia arriba que lo siguiera por el pasillo. El gerente caminaba con una elegancia digna de los mejores establecimientos hoteleros del mundo. Pero el sanitario estaba embelesado mirando el interior de las habitaciones que tenían la puerta abierta. A pesar de los años y la falta de mantenimiento, el lugar era hermoso. Las ventanas del lado derecho, tenían vista a una bahía con aguas mansas. Las del lado izquierdo, a la silueta de la ciudad. Todo era grande, luminoso y adornado con buen gusto. 

El gerente se detuvo al final del pasillo y con un gesto le indicó el lugar donde estaba el problema. Le señaló una pequeña puerta casi escondida y le dijo que entrara. Al hacerlo, el sanitario miró el lugar con cierto temor. Para el lado izquierdo era una pequeña sala de máquinas y para el lado derecho, un espacio donde las tuberías se unían y anudaban unas con otras. El gerente entró detrás del sanitario, cerró la puerta y prendió la luz.

—Disculpe que lo tenga que encerrar así— dijo el gerente y prosiguió en un tono casi confidencial— pero usted entenderá que los manejos de las aguas servidas no son del agrado de la clientela.

—Créame que lo sé muy bien —respondió el sanitario y ambos largaron una risa que se podría catalogar como social. 

—Hay algo obstruye la cañería desde hoy en la mañana. El personal del hotel no pudo sacarlo. 

—Voy a necesitar un buen rato. Si usted quiere, puede volver cuando guste… No sé si le agradará el aroma.

—El aroma no, pero debo estar en todos los detalles del hotel. Usted trabaje tranquilo que no pienso molestarlo. 

El gerente saludó con la cabeza y se retiró. El sanitario comenzó a trabajar en las cañerías, como lo había hecho miles de veces. Pero esa vez, el hombre sentía un temor irracional. El comentario del personal del hotel lo había dejado mal. Entonces, cada vez que las máquinas hacían algún tipo de ruido, el hombre se sobresaltaba. Él apuraba sus movimientos todo lo que podía, más por el miedo que por la necesidad de culminar pronto. Si bien hubo momentos en donde debió calibrar con mucho cuidado el uso de sus herramientas, el trabajo fue bastante rápido y preciso. Justo cuando daba por terminada la tarea, entró nuevamente el gerente. Esta vez no se sobresaltó.

El sanitario le contó qué había sucedido: alguien tiró un short de hombre por el water. El gerente quedó mirando la prenda de vestir con desagrado, más por el diseño de palmeras y cocos que por haberlo encontrado en los caños. 

—¿A quién se le puede ocurrir tirar una cosa como esta por el inodoro? —preguntó con tono molesto el gerente.

—Usted no se hace una idea de las cosas que vi en los caños. La gente, o es muy sucia o está muy mal de la cabeza.

—De eso no le quepa la menor duda.

Ambos hombres rieron. El gerente se permitió aflojar la rigidez. Comenzó a contarle algunas historias de personas que tenían quejas muy extrañas y el sanitario se quedó escuchando fascinado. El gerente tenía una forma de hablar tan atrapante que el sanitario no se movía del lugar. Hasta que el gerente indicó que debía volver a sus tareas y que la charla, aunque más bien fue un monólogo, le había sido de su agrado. Se giró para abrir la puerta, pero el sanitario lo interrumpió:

—Discúlpeme. Quizás sea muy estúpido de mi parte, pero siento que le puedo hacer esta pregunta… ¿En este hotel hay fantasmas?  

El gerente lo quedó mirando con las cejas levantadas y una leve sonrisa. 

—¿Usted cree en los fantasmas?

—No. Bah… Como es un hotel con sus años y donde pasó tanta cosa…

—Mire amigo, no se preocupe. Témale más a los vivos que a los muertos. Porque un espíritu quizás no sea algo lindo de ver, pero le aseguro que un político o un comandante que mandan matar a sus hermanos en una guerra son mucho peores. A lo sumo, el fantasma lo único que quiera, sea resolver sus problemas para irse en paz o quedarse en el lugar que tanto amó. 

El sanitario le dio la razón. Al fin y al cabo, no había visto nada raro. Así que, juntó todo lo que tenía y comenzó a desandar sus pasos hasta el ascensor. El gerente se despidió y le dijo que avisara a los empleados en la recepción que había culminado el trabajo. El sanitario llegó a la planta baja y fue derecho al mostrador de la entrada, donde dejó las cosas en el piso. 

—Bueno, ya está destapado el caño— le dijo al recepcionista.

—¿Qué tenía?— preguntó el trabajador del hotel, picado por la curiosidad.

—Era un short de hombre.

—¿Un short?

—Si si…

—Dios mio, las cosas que hay que ver acá. 

—Bueno, dígale al gerente general que paso a cobrar el miércoles. 

—Gerenta.

—No no. Al gerente general. 

—Es que este hotel tiene una gerenta general.

—¿Pero si yo me encontré con el gerente y me llevó a la sala de máquinas donde se juntan todas las tuberías del piso?

—Señor… No sé con quién habló usted, pero la gerenta general de este hotel se llama Luciana Pinedo.

—Yo hablé con Tomás Bidegain.

El recepcionista largó la carcajada. Le señaló un busto al costado izquierdo del hall, casi contra la ventana. El sanitario se acercó porque no lo podía creer. Era la cara del hombre con el que habló en el piso 7 y debajo una placa recordatoria de bronce decía:

En reconocimiento a Don Tomás Bidegain

por su aportación a la causa del turismo nacional. 

1882 – 1958

Más de...

Maximiliano Debenedetti

La partida de nacimiento dice que arribó a nuestro planeta por Montevideo en 1979, con todo lo que esto conlleva. Su contacto con la literatura fue ecléctico y supo ya en su infancia que estaría vinculado a la escritura, desde el día que tuvo que aprender a garabatear por primera vez su extenso nombre.

Añadir comentario

Lo nuevo

Mantené el contacto

Sin vos, la maquina no tiene sentido. Formá parte de nuestra comunidad sumándote en los siguientes canales.