Iba en ómnibus rumbo al pueblo. Visitaba todos los lunes una policlínica en el interior profundo del país. Los kilómetros que me separaban de él eran parecidos a los que usualmente me separaban desde mi pueblo natal de la capital, pero este ómnibus demoraba tres veces en hacer la misma distancia. La carretera tenía un estado lamentable y adentrarse en ella daba la sensación de haber retrocedido medio siglo. Ventanas imposibles de cerrar, viejas conversando y algunos niños corriendo, era el panorama que me regalaba el 2020 (un Volkswagen del año 58 en un estado pésimo de chapa y pintura pero no así de motor) rugiendo rumbo al pueblo blanco de tierra colorada.
Mí estúpida cordura me hizo pensar que todo aquello era muy poco común, bizarre dirían los francheses. Sentí su mirada. De reojo la miré y escuché su saludo. Terminé por girar el rostro y le dije hola. Quién e uté, preguntó. Al principio me sentí algo invadido. Después lo comprendí: yo era el invasor. Yo soy Bruno, le respondí. Ella muy desconfiada me dio la mano y me miró lentamente todo el cuerpo, como si inspeccionara mi ropa. Iba en ventanilla por lo que la sensación de invasión fue mayor. Me llamo Sandalia, me dijo. Al decirlo cerró los ojos. Perdón, no entendí, le dije como el buen estúpido que soy. ¡Claro que se llamaba Sandalia, en ese pueblo no era raro, nada lo era! S-S-S-Sandalia, me volvió a decir de ojos cerrados. Como lo que te poné en la pata. Sandalia, entendé, me preguntó. Me sentí un imbécil. Claramente ella modulaba bien, simplemente mi cerebro hizo cortocircuito al escuchar su nombre, culpa de mi larga estadía en la capital de la neurosis y depresión montevideana. Claro, como las que se usan en el verano, no, le pregunté. Sonrió. Me dijo que sí. Así mesmo, así mesmo, Bruno, repitió varias veces.
Inmediatamente supuse que Sandalia padecía o gozaba de un retardo mental importante y sentí lástima, aunque rápidamente se transformó en fastidio al percatarme del olor rancio que despedía su cuerpo y ropa. Seis horas viajando con una vieja que se llama Sandalia y hiede, pensé mientras le sonreía.
Aquevalpueblo, me preguntó casi gritando. Cada vez que preguntaba algo, Sandalia cerraba los ojos, alzaba el mentón y apretaba los dientes al pronunciar la última sílaba. Claramente era retardada. Voy a trabajar, en la policlínica, le respondí desinteresado mirando la ventana. Enseguida me preguntó si era el dotor y le dije que sí. Soy el doctor Bruno Gordini. Empiezo mañana a trabajar. Su mirada vacía e idiota me molestaba, pero había algo detrás de esos ojos que me animó a hablar. Su atención infinita y lista para escucharme me hervía la sangre.
Hablé alrededor de tres horas. Le expliqué detalladamente sobre mi trabajo y los misterios de la medicina (algo que ni siquiera un estudiante avanzado en cirugía cardíaca podría haber seguido con facilidad). Hablé sobre los detalles de las operaciones a corazón abierto y las enfermedades de arterias coronarias. Di un discurso con tal pasión que me vi irreconocible. Cada vez que su cara estúpida se retorcía de conmoción por los infinitos detalles de la biología humana más alzaba mi voz y más me animaba a continuar. El ómnibus se agitaba y daba pequeños saltos por los baches, las viejas conversaban y los niños se tiraban pedazos de pan de un asiento a otro y yo hablaba de cómo había salvado la vida de siete pacientes en tres días sin siquiera dormir. ¡Me creía un Dios para Sandalia! Una erección en el pantalón se dibujaba solemne. Su baba chorreándole por el pecho me enervaba aún más y no podía detener el chorro de palabras incongruentes que escapaban de mi boca. Ella asentía y yo seguía hablando de mis estatuas alzadas en Montevideo por mis servicios filántropos y de mí extrema popularidad en los recovecos burgueses montevideanos y bonaerenses, que me disgustaban porque, claro, no estaban a la altura de los europeos. ¡Inmediatamente después, le hice un tour por Dinamarca, Noruega, Finlandia, los Países Bajos, la Rusia zarista, Camboya y Vietnam! ¡Ella reía histéricamente y agitaba las manos cuando le comentaba sobre las callecitas de París llena de estudiantes y de cómo los romanos se enojaban si no hablabas bien el italiano! Le cité a Camus, Voltaire, Poe, Withman, Vallejo, terminando con un Goethe en perfecto alemán. Acabé, no sin sorpresa debo admitir, explicándole porque la separación de Gran Bretaña sería perjudicial para la Unión Europea. Hice una exégesis de la revolución Kurda, y le expliqué como la serie de televisión “los Expedientes X” había cambiado el paradigma de la ciencia ficción en la televisión de los noventa, no sin antes, claro está, comentarle lo sobrevalorada que era la obra de Monet, cuadros, que, claro, colgaban sobre el respaldo de mi cama digna de un sultán en mi pequeña cabaña bajo el Mont Blanc.
Sudaba y temblaba. Mi camisa estaba pegada a mi pecho y la cabeza me picaba culpa del sudor. Sandalia me observaba con la misma cara que al comienzo cuando nos presentamos. Saqué un pañuelo y procedí a secarme la cara. Le sonreí. Ella me continuaba mirando igual. Bueno, Sandalia, le pregunté. Y usted quién es, qué hace en el pueblo. Me miró igual, aunque con la boca más cerrada. Miró el piso y dijo en voz algo baja que cocinaba empanadas y su hermano las vendía. Qué bueno, Sandi, le dije. Qué bueno. Y reí. Reí bastante fuerte. Mi pecho se sentía como una lija que profetizaba algún desgarro mortal. Seguí riendo. Los niños dejaron de tirarse pan y correr, las viejas dejaron la conversa, solo se escuchaba el motor del 2020 y mi carcajeo histérico incontrolable. Qué bien, Sandi, dejaba entrever entre la risa y los espasmos. Ta bien uté, Dotor, me preguntó preocupada. Sí, querida. Estoy mejor que nunca, le respondí tomándome el pecho con ambas manos. Estoy mejor que nunca.