“¡Qué tupé!”
Así tendría que haber sido el titular de esta reseña, pero ya se me adelantaron. Todavía resuenan los dos tiros en el pecho que el infame novel escritor Joaquín Gómez, casi muerto de hambre (famélico, dice el primer análisis forense), recibió después de publicar lo que seguro a partir de hoy en día se considerará el mejor libro (o el peor, bien me dirán los amantes de la dialéctica hegeliana) que el Uruguay ha dado a este mundo. Ni Borges, con su genio maquínico enamorado de la condena de la memoria, imaginó algo como las palabras que Gómez conectó. Qué locura la de Gómez, y qué tibia su muerte violenta, si me permiten el impropio, queridos lectores. Gómez no merecía los dos tiros a quemarropa de este tal mister Elizondo, amante de la patria, bruto y asesino, como todos los ignorantes de tinta, él merecía la muerte por la guillotina en la plaza de la Libertad, en esa calle apestada de mal gusto con nombre a número par. La cabeza de Gómez tendría que haber rodado, con su sonrisa cínica todavía puesta, en el centro de esa plaza inmunda.
Solo dos días pasaron para que las voces corrieran: “Un tal Gómez publicó esto, un tal Gómez dijo lo otro”. ¿Cómo reconciliar la idea de que ese flaco, escritor de poca monta, amante de los caballos, la timba y asiduo lector del semanario Brecha, se atrevió a tal crimen de los sentidos, que logró así unir en la indignación a los liberales de un lado, y a los liberales del otro? ¿Quién sabía que el Uruguay tenía un límite? ¿Quién imaginó que unas páginas lograrían lo que dos dictaduras, varios exilios, y demasiadas crisis económicas no lograron? ¿Cómo logró el señor Joaquín Gómez, arrebatar la quietísima cordura uruguaya? Es un milagro, si me permiten ponerme cristiano. Pero no fue el cadáver del flaco, asesinado ayer en pleno centro de la ciudad más triste del mundo lo que me lleva a escribirle hoy, sino el terremoto que sus palabras causan. ¿Al fin saldremos del letargo yoruga? ¿Al fin podremos ver una salida a esta nostalgia cancerosa que nos corroe las tripas? ¿Al fin miraremos hacia abajo y prestaremos atención a nuestros pies?
Las amenazas siguen, no solo a los editores, sino también a su familia y a sus amigos. La sed de sangre parece no haber terminado todavía, y sé, querido lector, que yo también peligro por solo escribirle esta corta carta. Algunos creen que su ejecución fue justa, incluso buscada por ese escritor amante de la ginebra del bar los Girasoles. ¿El flaco buscaba la muerte o la inmortalidad? No veo tan lejana su hazaña a la de Aquiles, si me permiten ponerme homérico, queridos lectores. Gómez, infiltrado en un libro griego, hizo arder a un país desprevenido, y fue asesinado por un apasionado a la belleza ficticia. Así como la sombra perfumada de Helena recubrió a esos pobres troyanos, una sombra aún más oscura nos recubre hoy a los uruguayos.
El sueño del escritor es morir por lo que escribe, al menos si hablamos de los verdaderos escritores, es un sueño sabatiano que el flaco cumplió demasiado temprano. Por suerte las balas del cobarde, autoproclamado “defensor” de la patria, lo encontraron sentado con su mirada clavada en el vaso de ginebra. Seguro Gómez encontraría en ese hueco infinito, más vida que en los párpados enloquecidos de su asesino que ni siquiera se molestó en limpiar la Glock mugrienta comprada en la feria de Pajas Blancas. Al mister Elizondo, hoy en día lo llaman “héroe”, “patriota” y “voz del pueblo”. ¡Déjenme que largue una carcajada, queridos lectores! ¡Qué sabrá este tal señor minúsculo de la belleza! Hoy todos miran a nuestro sur podrido, hoy el mundo se pregunta cómo pudimos apagar esa flama, cómo pudimos secar el mar.
Ayer una fogata con copias del libro iluminó la tarde en Ciudad Vieja, pero dos horas más tarde, ya una segunda edición de la novela se confirmaba. Curioso, pulsión de vida y pulsión de muerte, ¿no son lo mismo? Tal vez este mundo cínico consumista tenga su coté positivo y tengamos aún, varias copias de “La mentira” para leer y releer, para repartir en las aulas, para adornarla con nuestras lágrimas y nuestra sangre, para iluminar otros barrios, metafórica y literalmente, poco importa. Es un libro casi maldito, si me permiten ponerme supersticioso.
¡Qué valor el de este flaco casi muerto de hambre, pero lleno de valentía! ¡Qué honor ser el próximo en la lista de muertos, si algún otro mister Elizondo quiere ajusticiar a un leal seguidor de la ya inconmensurable e inmortal obra de Gómez! ¡Qué vengan los soldados, que vengan los Elizondos! Yo, queridos lectores, me voy a comprar otro ejemplar para dejarlo en las puertas de la Biblioteca Nacional, si me permiten el descaro.