El nudo doble Windsor le ajustaba demasiado el cuello. El suspiro no era suficiente, apretar los dientes tampoco. Era flagrante que algo sobraba o faltaba. Por más que se acomodara la corbata, nada parecía devolverle el aire perdido. Tal vez la solución esté en el hablar, reflexionó. Revisaba sus bolsillos mientras esperaba que algo apareciera como arte de magia y así darle una excusa para hablar consigo mismo al menos, pero nada aparecía. Su cuerpo y su vestimenta estaban casi descolocados de la fiesta. Se preguntaba por qué se había puesto una corbata. El nudo Windsor doble era demasiado formal para la ocasión, y la tela de la corbata era muy barata para la ocasión también. Se sentía atrapado entre el triángulo de su nudo pretencioso y el cuadrado de la mesa de roble carísimo que tenía frente a sus ojos. Alguien gritó que sonrieran para la foto y sonrió. Todos reían y bebían vino, caro o barato, era lo mismo, no podía identificar las etiquetas. Para él, en Francia todos los vinos eran buenos. Las mujeres y los hombres en la fiesta eran todos hermosos a una distancia óptima, por así decirlo, pero al romper esa supuesta perfección de distancia los errores bien humanos comenzaban a revelarse: exceso de maquillaje, sonrisas de diseño, pestañas anormalmente largas, ropa de la fast fashion, dientes artificialmente blancos, bronceado de canette, músculos acelerados con anabólicos, miradas de desdén justificadas por un salario inflado. Por eso el hombre del nudo Windsor mantenía esa distancia de manera muy consciente: si alguien se acercaba rompiendo el hechizo, él se alejaba la misma distancia en dirección opuesta, para así, mantener la ilusión de que estaba rodeado de seres hermosos y perfectos. La música tampoco era música, era un ritmo con blablabla francés-africano y blablabla español-caribeño, es decir; una neolengua que enloquecería a cualquier amante del buen gusto y de la simple comprensión. El ritmo que glorioso rellenaba toda la habitación, el baile que brillaba por su ausencia, la cocaína que se escondía en las fosas nasales del alemán que tenía un Porsche y el alcohol que se mostraba descarado en los ojos de las mujeres distantes, conspiraban para que el hombre con el nudo Windsor quisiera teletransportarse a su cuarto en los arrabales de la ciudad Luz. Decidió salir. Le dijo a Laura, su esposa, que iría a caminar unos minutos. Todo le parecía suficiente, assez. Necesitaba frenar ese mundo que insistía en continuar viviendo y pulsando frente a sus ojos. Qué ganas de vivir que tiene esta gente, pensó mientras se acomodaba el nudo de la corbata. Ganas de vivir y mostrar, se dijo mirando el Porsche gris del alemán que paraba frente a la mansión alquilada para festejar el cumpleaños de una de esas mujeres óptimamente distanciadas. Escuchó gritos. Volvió su mirada al ventanal de la mansión y vio al germano, heredero lejano de aquel Arminio que derrotó a miles de romanos a sangre y espada en los bosques de la Selva Negra, aplaudiendo e incitando en un quebrado español a Laura que bailara. ¡Baila, latina caliente! le gritó a esa mujer que lo había acompañado a ese rincón del hemisferio norte por un puesto en una empresa que ya le era ajena apenas seis meses después. Lo que hace el amor, pensó. El amor es una trampa. Los gritos y aplausos del alemán continuaban. La latinidad de su esposa parecía fascinar al heredero de ese pueblo que nunca fue vencido por la lengua romántica y que ahora intentaba dominarla torpemente: Latina caliente, le volvió a gritar a la doctora en historia, y lectora acérrima de Walt Whitman. ¿Cómo estos dos mundos podían cruzarse? El hombre del nudo Windsor volvió a fijarse en el Porsche y volvió a escuchar los gritos del alemán, hijo de ochenta y cinco años de vergüenza, diciendo ¡vamos, Laurrra, baila, bailame un poquito, latina caliente! Para su sorpresa, notó que su esposa bailaba complaciente y sonriendo a este alemán que apenas llegaba a los dieciocho años. No se soprendió, la fiesta era buena, el alemán instagramer, experto en trading y mercadeo, lo estúpido suficiente como para no amargarse, y Laura hermosa. Qué vida la vida, se dijo. El ventanal de la mansión daba a la ciudad de Cannes. El festival de cine comenzaría pronto, pero él no miraba películas, al menos no las buenas películas. Se contentaba con los filmes ochenteros de hombres musculosos, con barba, gringos y con explosiones. Nada le interesaba de las emociones en el cine. Para emoción tenía a Laura. Solo una vez se decidió a mirar una buena película, una porquería rusa muy lenta, pero que lo había fascinado. La pregunta del filme se resumía en algo así: ¿realmente quieres saber lo que deseas? Los personajes del filme Stalker no quisieron saber. No recordaba si el director era Tarkovski o Pabloski. Despertó de sus sueños, volvió a escuchar el ritmo retumbando en el airbnb alquilado a un precio irracional, las risas del alemán y los aplausos del grupo alentando a Laura aún con más convicción. De reojo miró por el ventanal y vio que Laura se apretaba contra el hijo de Bach, Liszt, Hitler y Wagner, que movía las caderas torpemente y acariciaba la cintura del joven cocainómano con delirios de grandeza, con tres dedos: el anular con el anillo, el medio, y el pulgar. Volvió a mirar las colinas negras de Cannes y ese ventanal enorme que parecía un monitor de la vida misma, esa vida que parecía pulsar frente a sus ojos, ajena y ruidosa, demasiado ruidosa. Se fijó en el horizonte, en sus alrededores, arriba no era arriba, izquierda no era izquierda, derecha no era derecha. No había un camino correcto, todo estaba alejado a la misma distancia y tiempo de su barrio en Uruguay hace veinte años, cuando aún respiraba. Qué oscuridad, pensó. El mundo parecía apagado, la mansión parecía estar en una zona neutra no afectada por las leyes de la naturaleza. Su vida ya no parecía afectada bajo las leyes de la naturaleza. Ni siquiera el auto del alemán parecía afectado bajo las leyes de la mecánica automotriz cuando no hizo ruido al encender. Se aferró al volante, se desajustó un poco el nudo Windsor y pisó a fondo el acelerador. Un zumbido. Gritos ahogados que parecían venir de las montañas alejadas. El rugir del motor. Sangre en el parabrisas. Una mano que golpeaba la ventana, alguien arañaba el vidrio. Vio una mujer vomitando, su cara estaba deformada por el miedo, o el dolor, o las dos cosas a la vez. Tenía sangre en sus piernas, y cristales clavados en su cuerpo. Veía el chorro fino de sangre, curiosamente de color negro, descender de su falda negra. Humo, olor a humo. Más gritos. Llantos. El casi niño alemán, aplastado contra la hermosa pared blanca, ahora convertida en una pintura expresionista mucho más real que las que adornan el centro Pompidou. Sus ojos muertos bien azules y bien abiertos, apuntalando a la nada. Buscó a Laura entre la masa de carne germana dueño de su arma asesina. No la encontró. El zumbido se incrementó. Bajó del automóvil. El desastre era mucho mayor. Mucho más de lo que pensó mientras aceleró a fondo por dos segundos. Laura estaba pegada contra las ruedas delanteras. El auto la había… él la había arrollado entera. Sus zapatos rojos, que había traído de Uruguay no estaban en sus pies. Los encontró cerca del parlante caído que aún sonaba. Apagó el ruido. Acarició los zapatos. Hermosos, como ella lo era. No ahora, claro. Volvió a mirar los cerros negros de Cannes. El nudo Windsor todavía le apretaba. Un nudo en la garganta. Se quitó la corbata. Se acercó al ventanal destruido, pisando miles de cristales rotos: crack, crack, crack, crack. Cerró los ojos y sintió el viento frío en su rostro y respiró hondo como nunca antes. La mano de Laura en su hombro lo asustó. Ella se disculpó riendo, el zumbido fue dando lugar a la música que nunca se había ido. Laura lo abrazó. El hombre notó enseguida el nudo de la corbata reapareciendo en su cuello. ¿Por qué se me ocurrió ponerme una corbata, Laura? le preguntó. Porque sos un miedoso de la informalidad, amor. ¿Qué hacés acá afuera? No te escapés. Me tenés que ayudar con ese alemán borracho. No sabe bailar. El hombre volvió a la fiesta aferrado de la mano de su esposa. Alguien gritó que sonrieran para la foto y sonrió.